Salvaje despertar de un sue?o
Nunca el estado de ¨¢nimo de una ciudad ha cambiado con tanta rapidez. El mi¨¦rcoles no hab¨ªa lugar mejor en La Tierra. Tras la victoria de la decisi¨®n ol¨ªmpica en Singapur, los londinenses celebraban la perspectiva de una explosi¨®n de energ¨ªa y creatividad nuevas; esas im¨¢genes virtuales de para¨ªsos futuristas surgiendo de barrios empobrecidos y de los bald¨ªos terrenos envenenados por las industrias se iban a construir realmente. Los ecos del rock and roll en Hyde Park y su oleada de emociones c¨¢lidas y b¨¢sicamente decentes no se hab¨ªan apagado a¨²n. En Gleneagles, la cumbre estaba a punto de abordar al menos -y por fin- el n¨²cleo de las preocupaciones mundiales, y pod¨ªamos sentirnos en parte satisfechos de que fuera nuestro Gobierno el que hubiera planteado el orden del d¨ªa. Londres volaba alto y nos mov¨ªamos confiados por la ciudad; la paranoia posterior al 11-S y los atentados en Madrid estaban en su mayor parte olvidados y nadie se lo pensaba dos veces antes de tomar el metro. La "guerra contra el terrorismo", ese tropo tan analizado, era un grito de batalla agotado, y ten¨ªa todo el aspecto de un estandarte de regimiento apolillado en una iglesia de aldea.
?Cu¨¢nta libertad nos pedir¨¢n que cedamos a cambio de nuestra seguridad?
Pero la guerra del terrorismo contra nosotros abri¨® otro frente el jueves por la ma?ana. Se anunci¨® con el aullido de las sirenas en todos los barrios y el opresivo ronroneo de los helic¨®pteros policiales. A lo largo de Euston Road, junto al nuevo UCH -un edificio verde que se yergue como un cirujano gigantesco con traje de quir¨®fano-, miles de personas de pie miraban las ambulancias que desfilaban unas pegadas a otras por entre el tr¨¢fico paralizado para dirigirse al departamento de v¨ªctimas. La polic¨ªa se desplegaba por Bloomsbury cerrando calles por ambos extremos, incluso mientras uno se encontraba a la mitad de ellas. La maquinaria estatal, un gran Leviat¨¢n, segura de su autoridad, se mov¨ªa con la coordinaci¨®n de un ballet. Esas simulaciones de ataque terrorista m¨²ltiple en el metro estaban sirviendo de algo. De hecho, el desastre estaba ahora sobre nosotros, con el aire de algo fastidiosamente inevitable, y resultaba conocido, como si ya hubiera ocurrido tiempo atr¨¢s. En medio de la llovizna y la tenue luz, las l¨ªneas policiales, los veh¨ªculos de emergencias y los silenciosos viandantes parec¨ªan sacados de una antigua cinta de un noticiario en blanco y negro. La noticia de que se hab¨ªa ganado la apuesta ol¨ªmpica fue m¨¢s sorprendente que ¨¦sta. ?C¨®mo pod¨ªamos haber olvidado que esto siempre iba a ocurrir?
El talante en las calles era de muda aceptaci¨®n, o de extra?a calma. La gente arrastraba los pies obedientemente por un camino u otro, dirigida entre las calles cortadas por todo un nuevo ej¨¦rcito civil de oficiales "de apoyo", como los que vigilaban los ataques a¨¦reos en la ¨²ltima guerra. Un hombre vestido con traje sac¨® una chaqueta fluorescente de un malet¨ªn y empez¨® a dirigir el tr¨¢fico con irascible experiencia. Una mujer con el rostro y el cuello cubiertos de sangre, que hab¨ªa salido de la estaci¨®n de metro de Russell Square, rechazaba bruscamente las ofertas de ayuda y dec¨ªa que ten¨ªa que llegar al trabajo. En la calle, entre el tr¨¢fico congestionado, los grupos se congregaban impasiblemente y escuchaban la radio por las ventanillas abiertas de los coches. En el televisor de un pub, los informativos que ofrec¨ªan las noticias de ¨²ltima hora ten¨ªan problemas para encontrar im¨¢genes en consonancia con el horror del acontecimiento. Pero ¨¦ste no era, o no era a¨²n, un espect¨¢culo p¨²blico como Nueva York o Madrid. La pesadilla se viv¨ªa muy por debajo de nuestros pies. Todos sab¨ªamos que si la fuerza que hab¨ªa destrozado el autob¨²s de Tavistock Square se concentraba en las paredes de un t¨²nel, el coste humano ser¨ªa elevado, y el rescate, tremendamente dif¨ªcil. Al otro extremo de una calle cerrada al tr¨¢fico ve¨ªamos c¨®mo ayudaban a los trabajadores de los servicios de emergencia a ponerse los equipos de respiraci¨®n. S¨®lo pod¨ªamos adivinar el infierno al que deb¨ªan descender, y nadie parec¨ªa querer hablar de ello.
En un famoso poema de Auden, Mus¨¦e des Beaux Arts, la tragedia de ?caro al caer del cielo va acompa?ada de la vida que sencillamente se niega a ser interrumpida. Un campesino sigue arando, un barco contin¨²a "navegando tranquilamente", los perros prosiguen su "labor perruna". El jueves en Londres, donde las multitudes intentaban encontrar v¨ªas libres para atravesar la ciudad toqueteando nerviosamente sus tel¨¦fonos m¨®viles, hab¨ªa muchas pruebas sobre la verdad de la revelaci¨®n de Auden. Mientras los equipos de rescate buscaban supervivientes y muertos en la humeante negrura subterr¨¢nea, en la superficie hab¨ªa hombres que cargaban camiones, una mujer vend¨ªa paraguas en su lugar habitual y los vendedores de bocadillos para el almuerzo se afanaban en su trabajo. Es improbable que Londres afirme haber sido transformado en un instante, haber perdido su inocencia en el transcurso de una ma?ana. Es dif¨ªcil desviar de su curso a una ciudad como ¨¦sta. Ha sobrevivido a muchos ataques en el pasado. Pero una vez que hayamos contado a nuestros muertos, y la par¨¢lisis se transforme en ira y en dolor, veremos que la vida aqu¨ª nos va a resultar dif¨ªcil. Nos han despertado salvajemente de un sue?o placentero. La ciudad tardar¨¢ mucho en recuperar la confianza y la alegr¨ªa del mi¨¦rcoles. ?Qui¨¦n querr¨¢ viajar en metro, una vez despejado? ?C¨®mo vamos a sentarnos tranquilamente en un restaurante, cine o teatro? Y nos enfrentaremos nuevamente a ese trato que debemos hacer y rehacer constantemente con el Estado: ?cu¨¢nto poder debemos conceder al Leviat¨¢n, cu¨¢nta libertad nos pedir¨¢n que cedamos a cambio de nuestra seguridad?
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