El subcontrato social
Con motivo del rechazo de Francia y Holanda al Tratado Constitucional Europeo, se ha suscitado un debate que no hace sino reproducir una de las m¨¢s viejas discusiones de la filosof¨ªa pol¨ªtica. Las sociedades necesitan ser representadas para tener una m¨ªnima coherencia y poder actuar, combatiendo as¨ª tanto la dispersi¨®n como la ineficacia. Pero en cuanto la representaci¨®n se pone en marcha hay quien recuerda (y piensa estar haciendo as¨ª un especial ejercicio de clarividencia) que la representaci¨®n no coincide exactamente con lo representado. Se advierte, por ejemplo, que la opini¨®n de los parlamentarios difiere de la de los votantes, que los pol¨ªticos terminan sospechosamente por entenderse mejor entre s¨ª que con sus respectivos electores. Hay quien echa cuentas y asegura que los parlamentos hubieran aprobado lo que se rechaz¨® en refer¨¦ndum y quien mide la distancia entre los pol¨ªticos y el pueblo. Los adjetivos con los que se adorne a los unos y al otro depender¨¢n del grado de indignaci¨®n moral que se quiera afectar y del nivel de desconocimiento acerca del significado de la pol¨ªtica. Ya no est¨¢ permitido hablar de clases, pero la referencia despectiva a la clase pol¨ªtica es uno de los t¨®picos m¨¢s ¨²tiles cuando uno quiere ahorrarse el esfuerzo de reflexionar c¨®mo funcionan nuestras democracias.
Es cierto que la democracia exige un trabajo continuado para corregir la representaci¨®n e instaurar algo as¨ª como un r¨¦gimen de la opini¨®n p¨²blica, entre cuyos instrumentos destaca la consulta popular. La consulta tiene un valor simb¨®lico especial, visibiliza el conjunto social, sanciona o dirime un empate, pero no es un sustituto de los procedimientos deliberativos. La democracia no es un r¨¦gimen de consulta sino un sistema que articula diversos criterios: la participaci¨®n de los ciudadanos, la calidad de las deliberaciones, la transparencia de las decisiones y el ejercicio de las responsabilidades. De esa forma puede haber m¨¢s participaci¨®n efectiva a trav¨¦s de un debate p¨²blico abierto y sustancial que con un simple voto. Hay formas mejores de dar poder a los ciudadanos que consult¨¢ndoles con mayor frecuencia. No quiero decir que los referendos sean prescindibles, sino que son uno de los procedimientos democr¨¢ticos, tan insustituible como insuficiente para que haya una democracia de calidad.
Tal vez la perplejidad que nos produce el desacuerdo entre gobernantes y gobernados tenga que ver con nuestra debilidad para legitimar, a partir de las formas de gobierno dominantes, la democracia representativa. Si las teor¨ªas modernas de la democracia se configuraron seg¨²n el modelo del contrato social, nuestras actuales pr¨¢cticas pol¨ªticas parecen seguir el procedimiento de la subcontrata. En principio, al sistema pol¨ªtico representativo se le encarga, con todos los l¨ªmites y la correspondiente supervisi¨®n popular, la realizaci¨®n de una serie de tareas cuya complejidad requiere unas instituciones espec¨ªficas y unos determinados procedimientos para el an¨¢lisis y la discusi¨®n. Pues bien: el subcontrato social consiste en que el titular de aquel encargo representativo lo delega en otros, a veces incluso en aquellos mismos que lo realizaron. Esta "deslocalizaci¨®n" de la pol¨ªtica tiene b¨¢sicamente dos posibilidades: la versi¨®n elitista pasa el expediente a los expertos; la populista lo devuelve a los ciudadanos. La versi¨®n de derechas del subcontrato social se reconoce por la apelaci¨®n insistente a la sociedad civil; la de izquierdas tiende a formularlo en t¨¦rminos de democracia directa. El gobierno demosc¨®pico se da bajo formas distintas: en ocasiones, sacralizando la opini¨®n p¨²blica; en otras, con el recurso populista de la idea de pueblo, a veces dejando que los acontecimientos discurran al dictado de las comunidades emocionales medi¨¢ticamente construidas.
El outsourcing social sirve en todo caso para poner de manifiesto la mala conciencia con que se hace la pol¨ªtica o para justificar simplemente el hecho de que no se hace propiamente nada. La principal fuente de malestar pol¨ªtico no es tanto lo que hacen los pol¨ªticos, sino lo que dejan de hacer, su falta de creatividad, su car¨¢cter reactivo. Y para no hacer nada, los referendos son un procedimiento inmejorable. Lo vemos en el hecho de que buena parte del voto se produzca en clave de rechazo, de sanci¨®n pol¨ªtica, no como aprobaci¨®n o adhesi¨®n. Algo grave est¨¢ pasando cuando en todas las democracias modernas existe, en mayor o menor grado, una enorme dificultad para activar una mayor¨ªa social de transformaci¨®n, favorable a las reformas, mientras que se forman con gran facilidad mayor¨ªas de reacci¨®n, de bloqueo.
Es urgente pensar y legitimar adecuadamente eso que llamamos democracia representativa. Y no para exculpar a los pol¨ªticos o concederles unas licencias que no se han ganado, sino para que nos representen mejor. Siempre he pensado que los pol¨ªticos hacen mal algo que nadie hace mejor que ellos. De lo que se trata es de que lo hagan menos mal o simplemente de que hagan algo, de cambiarlos y elegir otros, nunca de sustituirlos por un pueblo que a golpe de encuesta o consulta pudiera introducirnos definitivamente en una era sin mediaciones pol¨ªticas. Siempre cabe mejorar la comunicaci¨®n entre los representantes y los representados, examinar qu¨¦ grupos pueden estar infrarrepresentados o corregir la desigual capacidad de organizaci¨®n de los intereses sociales. La representaci¨®n es una relaci¨®n autorizada, que en ocasiones decepciona y que, bajo determinadas condiciones, puede revocarse. Pero la representaci¨®n no es nunca prescindible salvo al precio de despojar a la comunidad pol¨ªtica de coherencia y capacidad de acci¨®n.
Si existe representaci¨®n es porque el pueblo real es siempre una realidad lo suficientemente compleja como para que ninguna de sus manifestaciones (la opini¨®n p¨²blica o la publicada, sus dirigentes o las estad¨ªsticas, los mercados o la moda) pueda resumirlo de manera satisfactoria. El pueblo es todo eso articulado de una forma siempre dif¨ªcil de descifrar. El pueblo es tanto el sujeto central como el gran ausente de la pol¨ªtica, algo que Pierre Rosanvallon ha calificado incluso de "introuvable", que nadie puede poseer ni encarnar plenamente, que a trav¨¦s de las elecciones adquiere una forma tan concreta como evanescente, que nunca est¨¢ terminado del todo y a disposici¨®n de cualquiera, que ¨²nicamente puede ser definido a trav¨¦s de una representaci¨®n m¨²ltiple. Los liberales del XIX se apoyaban en esta relativizaci¨®n sociol¨®gica para limitar la soberan¨ªa del pueblo, pero la consecuencia democr¨¢tica del reconocimiento de la complejidad del pueblo lo que exige es que se multipliquen sus modos de expresi¨®n, que ninguno de ellos se totalice. Precisamente por ello es tan conveniente la pluralizaci¨®n de lastemporalidades de la democracia, de modo que el espacio p¨²blico sea el lugar en el que se articulan los diversos tiempos sociales: el tiempo vigilante de la memoria, el tiempo largo de la constituci¨®n, el tiempo variable de las diversas instituciones, el tiempo corto de la opini¨®n. La vida pol¨ªtica est¨¢ hecha del enriquecimiento y la colisi¨®n entre esas temporalidades. La divisi¨®n de poderes, en un sentido amplio, se manifiesta tambi¨¦n en la diversidad de escenarios temporales. Las sociedades no deben dejarse dominar por un solo criterio. La democracia se degradar¨ªa si sacrific¨¢ramos esta diversidad en el altar ¨²nico de alg¨²n calendario, ya sea el ritmo fren¨¦tico de la opini¨®n p¨²blica con sus pulsaciones instant¨¢neas, la pereza de la tradici¨®n que defienden los conservadores o la celebraci¨®n revolucionaria de los giros constituyentes.
Una de las cosas que los subcontratistas parecen desconocer es que la representaci¨®n no es tanto una copia como una construcci¨®n. La representaci¨®n no es una mera transposici¨®n de las caracter¨ªsticas de la sociedad civil a la sociedad pol¨ªtica, no es una mera expresi¨®n de lo social, sino un espacio de creaci¨®n, lo que no se consigue sin esfuerzo y mediaci¨®n. La pol¨ªtica se convierte en una tarea imposible cuando rige la exigencia absoluta de traspasar al sistema pol¨ªtico el esquematismo de los grupos sociales de la sociedad civil. El corporativismo, ciertas formas de entender la identidad o el g¨¦nero, suponen una concepci¨®n del sistema pol¨ªtico en la que se ha disuelto toda visibilidad de conjunto. Se asientan en el prejuicio de que los atributos del elegido garantizan su representatividad. La sociedad quedar¨ªa entonces pulverizada en una yuxtaposici¨®n cacof¨®nica de reivindicaciones incapaces de interiorizar sus condiciones de composibilidad. Contra lo que suele decirse, nuestros problemas pol¨ªticos no se originan tanto en la distancia entre los representantes y los representados, sino en la dificultad de legitimar democr¨¢ticamente esa distancia de manera que sirva a la coherencia y operatividad de la sociedad.
Hay quien propone la soluci¨®n de una democracia directa o "fuerte" (Barber) para hacer frente al hecho de que las sociedades complejas no se dejan representar ni movilizar con facilidad. Desear¨ªan que la presencia de los ciudadanos en la pol¨ªtica fuera tan permanente y omnipresente como la de los consumidores en la econom¨ªa. De este modo se anula el momento deliberativo de la democracia y la expresi¨®n del pueblo queda reducida a la inmediatez de los intereses. Pero la representaci¨®n no es un desgraciado compromiso entre un ideal de democracia directa y la complejidad de nuestras sociedades. En la idea de una democracia directa hay algo de irreal, no en sentido pr¨¢ctico, de que no pueda llevarse a cabo, sino te¨®rico, un malentendido acerca de la realidad y la forma operativa de los grupos humanos organizados. La democracia como inmediatez s¨®lo valdr¨ªa si las sociedades fueran una mera yuxtaposici¨®n de decisores aut¨®nomos, que ni deliberan ni act¨²an juntos. Puede que esta carencia de un verdadero espacio p¨²blico sea el origen de esa incapacidad de configuraci¨®n pol¨ªtica que tanto lamentamos.
No tiene entonces ning¨²n sentido devolver a la sociedad la responsabilidad de acometer las grandes transformaciones sociales que deber¨ªan esperarse de la pol¨ªtica. Frente a la pol¨ªtica externalizada, agotada por lo que Rauch ha llamado la "demoesclerosis", est¨¢ el ejercicio responsable de la representaci¨®n. Me atrevo a asegurar que el deseo m¨¢s profundo de nuestras sociedades apunta hacia una pol¨ªtica con capacidad creativa, lo que ser¨ªa m¨¢s respetuoso con el contrato social que la pol¨ªtica reducida a demoscopia.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza, autor de La sociedad invisible.
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