Somos bichos curiosos
Este a?o se ha cumplido el cincuenta aniversario de la muerte de Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina, un hongo que, convertido en medicamento, salv¨® a su primer paciente en 1942, y que desde entonces nos ha cambiado la vida. Mi padre, que era torero, sol¨ªa contarme c¨®mo la historia se divid¨ªa en dos, en el antes y el despu¨¦s de la llegada de la penicilina; y c¨®mo hoy no pod¨ªamos ni siquiera imaginar lo que era un mundo sin antibi¨®ticos en el que cualquier peque?a herida o infecci¨®n pod¨ªa llevarte a la tumba, y a¨²n mucho m¨¢s las enormes y nada limpias heridas de los toreros, con sus doloros¨ªsimas curas metiendo y sacando gasas en las cornadas, y con desesperadas semanas de agon¨ªa que sol¨ªan acabar en la gangrena, la septicemia y la muerte. S¨ª, es verdad; hoy, que abusamos est¨²pidamente de los antibi¨®ticos y nos tragamos p¨ªldoras y p¨ªldoras a la menor molestia, resulta dif¨ªcil visualizar un mundo as¨ª. Sin duda somos unos privilegiados.
Pero una de las cosas que m¨¢s me fascinan de la todopoderosa y omnipresente penicilina es la casualidad de su hallazgo. El bacteri¨®logo escoc¨¦s Fleming, tan modesto como todos los individuos verdaderamente grandes, siempre declar¨® que no descubri¨® el hongo salvador, sino que se "tropez¨® con ¨¦l". Estaba estudiando el virus de la gripe y cultivaba estafilococos en placas de Petri. Entonces se march¨® de vacaciones, y al regresar advirti¨® que una de las placas se hab¨ªa quedado sobre la mesa y que en ella hab¨ªa desaparecido la bacteria sin que las c¨¦lulas animales resultaran da?adas. Investig¨® el raro suceso y vio que la muestra hab¨ªa sido invadida por el hongo penicillium notatum. Y ah¨ª comenz¨® todo.
Aparte del escalofr¨ªo que produce comprobar, una vez m¨¢s, que el ser humano es un pelele sujeto a los vaivenes del azar (?y si no se hubiera marchado de vacaciones?), esta historia ejemplar me fascina por la curiosidad de Fleming, que es la curiosidad salvadora de la especie. Somos bichos atentos, observadores, interesados en el mundo que nos rodea. No todos, claro est¨¢: algunos individuos pasan por la vida con los ojos cerrados. Pero muchos otros, los suficientes, se paran a mirar y a deducir alguna sabidur¨ªa de lo mirado. Fleming podr¨ªa haber tirado sin m¨¢s la vieja placa, o podr¨ªa haber desechado el descubrimiento como una rareza sin consecuencias. Pero ¨¦l era un investigador, un curioso profesional. Y se detuvo a estudiar el asunto.
No hace falta recurrir al caso extremo y glorioso de Fleming para maravillarse de la curiosidad humana. Hay remedios tradicionales muy eficaces que no han sido descubiertos por nadie, que son un precipitado colectivo de la capacidad de observaci¨®n de los individuos y que a menudo terminan siendo el origen de los medicamentos de laboratorio. Por ejemplo, las humildes cremas de farmacia que curan hoy en d¨ªa las durezas de los pies est¨¢n hechas con urea. Que se encuentra en la orina. Me pregunto qui¨¦n descubri¨® esta relaci¨®n sanadora. ?Alguien a quien le dol¨ªan los pies y que se manchaba los talones al orinar? ?Y que se pregunt¨® por qu¨¦ mejoraba?
Generaciones de hombres y mujeres han ido desvelando los secretos del mundo gracias a su empe?o en observar las cosas. Hay conocimientos f¨¢cilmente deducibles, como el fuego, tras la ca¨ªda de un rayo, o la cocci¨®n alfarera, tras comprobar c¨®mo las hogueras endurec¨ªan el barro, pero otros hallazgos resultan pasmosos. ?Qui¨¦n dedujo que ese duro hierbajo que es el lino pod¨ªa acabar siendo un tejido espl¨¦ndido tras diversas y complejas manipulaciones? O el misterio de las aceitunas, uno de los mejores ejemplos de hasta d¨®nde pueden llegar la curiosidad y la perseverancia de los humanos. Porque las aceitunas naturales son abominables. Si se arrancan del olivo y se meten en la boca, pueden parecer tan incomibles como las bayas salvajes que crecen descuidadas por los montes. Me pregunto qui¨¦n se empe?¨® en sacarles rendimiento, a pesar de su gusto venenoso; y c¨®mo se ide¨® y desarroll¨® el largo y sofisticado proceso que lleva a la aceituna a ser deglutible y a convertirse en aceite. Para m¨ª la tecnolog¨ªa de la aceituna es tan asombrosa como la de los cohetes espaciales. Detr¨¢s de esas peque?as cosas que hoy damos por sabidas hay una infinidad de doctores Fleming que no se rindieron, sabios curiosos y modestos que nunca dejaron de mirar.
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