Guerra de identidades en Londres
En Madrid fueron asesinos teledirigidos, especialistas formados en los campos de entrenamiento y c¨®mplices locales no integrados en la sociedad espa?ola. En Londres es diferente. Son hijos del pa¨ªs, nacidos en el pa¨ªs, educados en el pa¨ªs, nacionales del pa¨ªs. Los padres, pertenecientes a la primera generaci¨®n inmigrante, est¨¢n a su vez integrados, al igual que los j¨®venes terroristas; uno de ellos, Mohamed Sidi Khan, desempe?aba incluso la admirable y dif¨ªcil funci¨®n de profesor de escuela primaria para ni?os de familias recientemente inmigradas. El terrorismo ya no es exterior, ahora se alimenta de las frustraciones interiores de cada sociedad. Gran Breta?a se hace preguntas; no comprende, no puede dar cr¨¦dito. Sin embargo, no le faltan precisamente las respuestas. Por supuesto, est¨¢n las de los ide¨®logos patentados del "choque de civilizaciones": "?Ellos
nos odian!", exclama uno, especialista en banalidades; "?est¨¢n fanatizados!", responde otro a modo de eco. El punto en com¨²n de estos supuestos "expertos" es que no conocen a estos j¨®venes, ni sus angustias ni su odio, ni su mundo. No tienen ni idea de los se¨ªsmos oscuros que atormentan la conciencia de los seres de doble identidad; no se imaginan ni por un segundo el dolor de las humillaciones sufridas y la dureza de los odios lentamente madurados. En cambio, es algo que los jefes terroristas saben. Los ide¨®logos del terrorismo internacional de inspiraci¨®n religiosa saben c¨®mo hablar a estos j¨®venes, c¨®mo sumirles en el estado de ¨¢nimo, primero de la rebeld¨ªa, luego de la fe, y finalmente del sacrificio. Saben c¨®mo hacerles admitir que matar a civiles inocentes en su pa¨ªs no es un crimen, sino por el contrario un acto de fe heroica, una sana venganza de Dios, y saben persuadirles de que han sido elegidos por Dios para cometer estos actos criminales. La fuerza de Al Qaeda no procede de sus redes, que son artesanales la mayor¨ªa de las veces, sino de que el esp¨ªritu de Al Qaeda, el m¨¦todo y la voluntad del sacrificio, se han individualizado y literalmente han arraigado en el suelo de las democracias occidentales, porque es un campo f¨¦rtil.
La primera idea que hay que admitir es que para una parte importante de las poblaciones musulmanas en el mundo, y en especial en las democracias occidentales, no vivimos, en el plano de las relaciones internacionales, en un sistema de derecho, sino en un estado de guerra. Varias razones alimentan esta convicci¨®n: sus dificultades de integraci¨®n, consecuencia tanto del racismo confesional ambiente en Occidente respecto al islam como de la radicalizaci¨®n de los grupos fan¨¢ticos en el interior mismo de su "comunidad"; las formas cada vez m¨¢s humillantes de marginalidad social de los j¨®venes procedentes de la inmigraci¨®n; el apartheid comunitario impuesto a estos inmigrantes tanto en el plano de la inserci¨®n en la ciudad (la formaci¨®n de guetos) como en el de los valores de pertenencia ("Sois diferentes", se les dice, "?admirad nuestra tolerancia!").
La ausencia de unos valores de pertenencia com¨²n es seguramente el punto m¨¢s importante: a fuerza de remitirles a su particularismo, en nombre de un multiculturalismo tan est¨²pido como hip¨®critamente racista, se consigue romper su derecho a ir hacia la sociedad com¨²n, a fundirse en ella y, debido a este mismo hecho, se les encierra a¨²n m¨¢s en su gueto de identidad y cultura. Gran Breta?a, que, por razones no siempre confesables (en el fondo, como demostr¨® hace ya varias d¨¦cadas Richard Hoggart en La cultura del pobre, debido a un racismo social y cultural), ha convertido el multiculturalismo y la apolog¨ªa de las diferencias en la hoja de parra que tapa la identidad, paga hoy las consecuencias. El multiculturalismo en s¨ª no es un problema, sino que el suelo sobre el que reposa es pantanoso: ya no existe la pertenencia com¨²n. Pero el multiculturalismo sin comunidad ciudadana de base, sin valores fundamentales verdaderamente compartidos, es la guerra de todos contra todos. Por lo visto, estos j¨®venes brit¨¢nicos musulmanes que se han transformado en kamikazes no se sienten parte del Nosotros com¨²n brit¨¢nico. Si no, no vemos c¨®mo se le habr¨ªa podido convencer para que maten a inocentes en su propio pa¨ªs.
Este distanciamiento psicol¨®gico se ve acrecentado por la c¨®lera de estos j¨®venes ante la injusticia. Aquella que les es socialmente impuesta a diario; aquella, m¨¢s corrosiva todav¨ªa, que es mostrada d¨ªa a d¨ªa en los asuntos del mundo. Esto es lo que dice Salim Lone, ex portavoz de la misi¨®n de Naciones Unidas en Irak: "S¨ª, los terroristas son unos b¨¢rbaros. Pero no hay que olvidar los cr¨ªmenes contra la humanidad recientemente cometidos en Faluya, en Nayaf, en Kaim (Irak), en Yen¨ªn (Palestina) y en los pueblos y en las monta?as de Afganist¨¢n. ?Qui¨¦n es m¨¢s b¨¢rbaro? Por cada occidental asesinado por terroristas musulmanes desde el final de la Guerra Fr¨ªa, han muerto al menos 100 musulmanes en las guerras y en las ocupaciones perpetradas por Occidente" (The Guardian, 12 y 13 de julio de 2005). Evidentemente, ¨¦stas son unas verdades molestas cuando la explicaci¨®n oficial desarrollada por los poderes y sus medios de comunicaci¨®n lo remite todo a nociones sencillas: terroristas, b¨¢rbaros, fan¨¢ticos, islamistas. ?Qui¨¦n piensa en las decenas de miles de civiles asesinados en Irak desde la intervenci¨®n ilegal de Estados Unidos y de sus aliados? ?C¨®mo justificar la existencia de un Estado de derecho a escala del mundo civilizado cuando los principales responsables de esta sangrienta matanza, George Bush, Tony Blair y sus servidores siguen gobernando, apoyados por la mayor¨ªa de sus pueblos, e incluso dan lecciones de derechos humanos? Esto es lo que hace que, para una parte importante de estas poblaciones, el derecho occidental sea una hipocres¨ªa, y la justicia internacional, un enga?o.
Esto, los maestros en lavado de cerebro del terrorismo fundamentalista saben destacarlo. Pero, ?han de realizar muchos esfuerzos? Basta con pasar algunas horas con unos j¨®venes y no tan j¨®venes relegados a su diferencia, a su miseria moral, para medir su desdoblamiento deidentidad y la admiraci¨®n que profesan hacia aquellos que luchan en Irak o en Afganist¨¢n contra el "nuevo" colonialismo occidental. En realidad, la fuerza de Al Qaeda radica en que les proporciona una identidad sustitutiva (comparable en sus efectos aterradores a la que un demagogo fascista da a los parados para alzarles contra los extranjeros) y situar su combate en el plano de dicha identidad. Por eso, al asesinar ayer a unos brit¨¢nicos y ma?ana a otros civiles en Occidente, no tienen la impresi¨®n de atacar a su pueblo. Se han situado fuera de "Nosotros" por mil razones y se oponen entrando plenamente en la identidad-refugio que les ofrece el fanatismo integrista. Para ellos, la muerte se convierte en una liberaci¨®n.
As¨ª pues, el dilema es evidente: o somos capaces de proporcionar a estas poblaciones, m¨¢s all¨¢ de su singularidad cultural y confesional, el sentimiento de pertenecer al Nosotros com¨²n, a la sociedad de acogida y de nacimiento, y entonces la existencia de esta identidad b¨¢sica ejerce de escudo contra todas las formas de perversi¨®n de la identidad, o bien los mantenemos fuera de la comunidad ciudadana y, en el nombre de sus diferencias culturales, creamos de hecho las condiciones que los arrojar¨¢n a los brazos de los maestros terroristas que les proponen una identidad sagrada y trasnacional. La tragedia de Londres es la de la separaci¨®n, de la injusticia, de la ausencia de comunidad de pertenencia, de la idea misma de Naci¨®n. S¨®lo beneficia al terrorismo fascistoide.
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