El abuelo de Fassbinder
Har¨¢ un tiempo, en Barcelona, se suicid¨® un conductor de autob¨²s con treinta a?os de servicio. La empresa le acus¨® de robo: no cuadraba la caja de una noche. Hubo un juicio, condena, despido. La diferencia de la caja era de diez o doce euros, quiz¨¢ menos. Una peque?a noticia. Una peque?a muerte. Casi nadie escribe teatro sobre esas cosas. Se escriben obras sobre Irak, sobre Bush, sobre las grandes guerras. Digo "casi nadie" porque todav¨ªa revolotea en mi cabeza, como una mariposa negra, el Hamel¨ªn de Mayorga y Animalario. Y todav¨ªa no he visto -la ver¨¦ la semana pr¨®xima- Animales nocturnos, que dirige Magda Puyo en la Beckett. Pero s¨ª he visto Amor, fe y esperanza, de ?d?n von Horvath, un espl¨¦ndido montaje de Carlota Subir¨®s, en el Mercat; una de las mejores propuestas en lo que llevamos de Grec. La mejor, para mi gusto, junto con Los diez mandamientos, el deslumbrante espect¨¢culo -?c¨®mo puede deslumbrar una bombilla triste, de cuarenta vatios!- de Marthaler, que ya hab¨ªa visto en el Festival de Oto?o, y que he vuelto a ver.
Sobre Amor, fe y esperanza, en un montaje de Carlota Subir¨®s, en el Mercat de les Flors
Hablemos de Horvath. El ¨²ltimo austroh¨²ngaro (es decir, berlanguiano sin saberlo). El primo hermano de Brecht (pero sin carnet estalinista). El abuelo de Fassbinder (pero con cerveza negra en vez de una raya interminable, cuesta abajo, hasta el abismo). Horvath habr¨ªa escrito sobre el proceso del conductor de autob¨²s. Que, a lo mejor, pegaba a su mujer. No nos habr¨ªa ahorrado eso. Ni los actos de caridad (el Domund, un perrito) de las bell¨ªsimas personas que decretaron su muerte. Nos mostrar¨ªa las frases hechas, los eslabones de la cadena, las miradas de reojo, los silencios, la tonalidad del papel pintado y la m¨²sica que sonaba por la radio la tarde de su muerte, al volver a casa. "Escribo sobre la gente corriente", dijo Horvath. "Escribo sobre los pobres, los ignorantes, las v¨ªctimas de la sociedad. Mujeres, especialmente. Los nazis odian mis obras. Los partidos de izquierda, por su parte, me acusan de pesimismo. Ellos dicen amar a la gente, pero no la conocen. Yo la conozco. S¨¦ c¨®mo somos los humanos, con todas nuestras mezquindades, nuestra ignorancia. Y amo a la gente".
Amor, fe y esperanza, en una ¨®ptima versi¨®n catalana de Feliu Formosa, no es una historia muy distinta a la del suicida de Barcelona. Horvath la escribi¨® en 1936, y su estreno, boicoteado por los nazis, fue el detonante de su exilio: Austria, Hungr¨ªa, y luego Par¨ªs, donde muri¨® (tormenta, ¨¢rbol) la v¨ªspera de su partida a Hollywood. "Mi ¨²nico objetivo", hab¨ªa dicho tambi¨¦n, "es desenmascarar la conciencia". Personajes -como en Cuentos de los bosques de Viena, o Kasimir y Karoline- en los que ya late el huevo de la serpiente fascista: "Nadie corre tanto peligro de ser un verdugo como la v¨ªctima esclavizada", dijo Franz Xaver Kroetz, el principal disc¨ªpulo de Horvath. Los verdugos de Elizabeth (Clara Segura), la joven protagonista de Amor, fe y esperanza, son peque?os burgueses llenos de miedos y prejuicios, como el viejo disector del Instituto de Anatom¨ªa (Jordi Banacolocha), o la se?ora Prantl (Angels Poch), due?a de una tienda de ropa interior. O la mujer del juez (Muntsa Alca?iz), un sonriente ¨¢ngel de la muerte, perfumada con Je reviens. O el inspector (Xavier Ripoll), que cerrar¨¢ la cadena de sospechas, insidias, maledicencias. Elizabeth quiere vender su cuerpo al instituto: necesita urgentemente 150 marcos para obtener un permiso de trabajo, una triste licencia de venta a domicilio. Pero antes ha de pagar una multa de, justo, 150 marcos, porque trabaj¨® sin ese permiso. Elizabeth conoce una breve historia de amor con un joven polic¨ªa (Jordi Collet): un amor breve por condenado. No hay salida del laberinto para una mujer "como esa": demasiado coraje, demasiadas ganas de escapar, de sacarle la lengua al destino que, seg¨²n todos, le corresponde. Un laberinto verbal de c¨®digos en letra peque?a, de t¨®picos, de frases hechas. Una danza pegajosa, asfixiante. El subt¨ªtulo de la obra es "una peque?a danza de muerte" y as¨ª la ha montado su directora: un tablero repleto de trampas y pozos invisibles y un elenco de danzantes coreografiados de modo magistral.
Pocas veces hab¨ªa visto yo tan bien aprovechado el espacio del Mercat: Estel Cristi¨¤ y Max Glaentzel parecen haberse inspirado en el Playtime de Tati, con sus superficies met¨¢licas, sus luces fr¨ªas (otro bravo para Mingo Albir), sus flechas indicadoras que no llevan a ninguna parte, su horizontalidad desesperada. Carlota Subir¨®s consigue un notabil¨ªsimo trabajo de conjunto -encabezado por Clara Segura y Jordi Collet- al que tan s¨®lo le pondr¨ªa dos peque?as pegas: a) una excesiva influencia de los c¨®digos formales -el juego de repeticiones, los insertos, la congelaci¨®n y/o exasperaci¨®n gestual- de los nuevos directores alemanes (de acuerdo, es una pieza germ¨¢nica, pero quiz¨¢ ser¨ªa deseable que nuestros creadores generasen un estilo propio), y b) en cuanto a la interpretaci¨®n, una cierta desigualdad entre la pareja protagonista, a lomos de un naturalismo estilizado que nunca pierde de vista la emoci¨®n, y, digamos, las ara?as tejedoras. A ratos estamos demasiado cerca de la s¨¢tira autoconsciente, es decir, de unos actores (Banacolocha, Poch, Alca?iz, Ripoll) un tanto forzados a "mostrar" o subrayar la estupidez y la maldad de sus personajes en lugar de dejarla fluir, algo que preocupaba muy mucho a Horvath, como dej¨® escrito en sus Instrucciones de uso para el p¨²blico. Pese a esas pegas, late y brilla en este montaje -el mejor Horvath visto aqu¨ª, junto con el Kasimir de Calixto Bieito- el desconcierto y el ¨¢spero sentimentalismo de su autor, olvidad¨ªsimo durante tanto tiempo, y que Handke, su "redescubridor", antepuso, en su momento, a la contundencia expresiva del todopoderoso Brecht, "...
y el terror que brota tras las frases turbadas de sus criaturas, donde advertimos esos saltos y contradicciones de la conciencia que s¨®lo Ch¨¦jov y Shakespeare hab¨ªan logrado atrapar".
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