La persistencia del mito cubano
?Por qu¨¦ un r¨¦gimen, como el cubano, que encarna valores tan contrapuestos a las tradiciones liberales, republicanas y democr¨¢ticas de Occidente -medio siglo del mismo caudillo en el poder, ausencia de libertades p¨²blicas, estado perpetuo de emergencia, compulsi¨®n moral, adoctrinamiento de la ciudadan¨ªa- ha logrado tanto respaldo simb¨®lico en el mundo? ?Por qu¨¦ valores totalitarios, que implican la m¨¢s rotunda negaci¨®n de esa "pol¨ªtica de la alegr¨ªa" que Pere Saborit demanda para la izquierda democr¨¢tica, informan un patrimonio simb¨®lico tan persistente y conservador? La explicaci¨®n de ese fen¨®meno irracional hay que buscarla, no en las ideas, sino en los mitos: en las fantas¨ªas m¨¢s que en las realidades.
En su ensayo Los escritores y el Leviat¨¢n (1948), George Orwell comentaba que los gobiernos de izquierda decepcionan porque son incapaces de cambiar cuando deben hacerlo y simulan transiciones con el fin de preservarse intactos. Algo as¨ª sucede, no s¨®lo en Cuba, sino en la relaci¨®n de la vieja intelectualidad de la izquierda iberoamericana con la isla. Como ilustran tantos casos de escritores espa?oles y latinoamericanos, esa izquierda no se atreve a reconocer el fracaso del socialismo cubano porque de hacerlo se quedar¨ªa sin el ¨²ltimo mito que le asegura una respiraci¨®n artificial en pleno siglo XXI.
La fuerza del mito cubano, que todav¨ªa puede constatarse, sobre todo en Iberoam¨¦rica -a pesar de que los indicadores sociales de la isla nos hablan de creciente inequidad en la distribuci¨®n del ingreso, de una econom¨ªa en sostenido decrecimiento y de una ciudadan¨ªa con un potencial migratorio de medio mill¨®n de habitantes- tiene que ver con una mezcla muy eficaz de exotismo cultural y pol¨ªtico, con una capitalizaci¨®n simb¨®lica de la a?oranza de una comunidad plenamente soberana y justa, resistente a la hegemon¨ªa de Estados Unidos y, a la vez, relajada y divertida. ?sa es la fantas¨ªa cubana, sobre la cual se construye la paternalista y colonial ret¨®rica de la "solidaridad", y que tiene muy poco que ver con la conflictiva realidad de una isla caribe?a subdesarrollada y autoritaria.
Hasta 1971, por lo menos, Cuba signific¨® el ¨²nico ejemplo exitoso de derrocamiento insurreccional de una dictadura, apoyada por Estados Unidos y en plena guerra fr¨ªa. La idea expuesta por el Che en un c¨¦lebre art¨ªculo que sosten¨ªa que Cuba no era una excepci¨®n hist¨®rica, sino un paradigma guerrillero, una vanguardia a seguir, arraig¨® en el imaginario de la izquierda iberoamericana. Pero aquel a?o, 1971, sucedieron dos cosas decisivas: por un lado, el Gobierno de Fidel Castro, despu¨¦s de una d¨¦cada de tensa alianza con Mosc¨², resolvi¨® su integraci¨®n al CAME y la adopci¨®n del modelo sovi¨¦tico; por el otro, alcanz¨® la presidencia de Chile, por la v¨ªa pac¨ªfica y electoral, Salvador Allende y la coalici¨®n de Unidad Popular.
As¨ª como el triunfo de Allende represent¨® un colosal desaf¨ªo a la tesis del Che, que Fidel pareci¨® respaldar hasta 1967, la institucionalizaci¨®n sovi¨¦tica de la isla, con todos sus costos -apoyo a la invasi¨®n de Checoslovaquia, caso Padilla, persecuci¨®n de homosexuales, anulaci¨®n definitiva del pensamiento cr¨ªtico- merm¨® el prestigio de Cuba como proyecto de socialismo aut¨®nomo. Sin embargo, durante 1972 y 1973, el Gobierno cubano, y especialmente Fidel Castro, se dedicaron a incentivar las corrientes m¨¢s radicales de la izquierda chilena que le reprochaban a Allende su "moderaci¨®n burguesa" y que, en el fondo, aspiraban a rebasar por la ultraizquierda al Gobierno de Unidad Popular. Dos intelectuales de la izquierda democr¨¢tica chilena, Tom¨¢s Mouli¨¢n y Manuel Antonio Garret¨®n, han reconocido el papel de Cuba en aquel aguijoneo, que contribuy¨® a una polarizaci¨®n del socialismo chileno, eficazmente aprovechada por la derecha, Pinochet y la CIA.
Aunque la historia de las relaciones entre Fidel Castro y Mosc¨² a¨²n no se ha escrito -en gran medida, porque para hacerlo ser¨ªa indispensable investigar en los archivos de La Habana, celosamente reservados para historiadores leales- parece bastante claro que el v¨ªnculo de La Habana con la Uni¨®n Sovi¨¦tica no fue de mera subordinaci¨®n, sino de negociaci¨®n de cierta capacidad de maniobra regional. El caso del Chile de Allende, quien era tan bien visto por los sovi¨¦ticos, y del respaldo de La Habana a la ultraizquierda chilena, es revelador de que el Gobierno de Fidel Castro aprendi¨® muy pronto a jugar a dos bandas: sin quedar mal con Mosc¨², manten¨ªa su arraigo simb¨®lico y su control militar sobre los movimientos armados latinoamericanos.
Durante los sesenta, los sovi¨¦ticos hab¨ªan rechazado el aliento de La Habana a las guerrillas latinoamericanas, que escapaban al control de los partidos comunistas leales al Kremlin. Casi todos los bi¨®grafos del Che, sin dejar de admitir el papel decisivo de Estados Unidos y la contrainsurgencia boliviana, han se?alado que una de las motivaciones de Fidel Castro, al leer la famosa carta de despedida en 1965, sin haberle consultado a Guevara, que estaba acorralado en el Congo, y al improvisar torpemente la campa?a de Bolivia, era su deseo de quedar bien con el Mosc¨² del flamante Brezhnev, para cuya estrategia de "coexistencia pac¨ªfica" el Che representaba un peligroso estorbo.
Hasta 1989, la figura del Che ejerci¨® una fascinaci¨®n en la intelectualidad occidental que habr¨ªa que equiparar con la que en su momento ejercieron Trotsky y Mao. Lo que atra¨ªa a las ¨¦lites letradas de izquierda de estos tres personajes era la coincidencia de un anticapitalismo radical y un marxismo heterodoxo. Dicha heterodoxia, en el caso del Che, como en el de Trotsky y el de Mao, estaba relacionada con una fuerte, aunque trunca, vocaci¨®n literaria y te¨®rica. Basta leer el ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, donde se critica el "realismo socialista" que predominaba en la cultura sovi¨¦tica, o las p¨¢ginas del Diario de motocicleta, llevadas al cine por Walter Sales y Robert Redford, para encontrar la mirada de un antrop¨®logo o un viajero, que lee al Inca Garcilaso, a E?a de Queiros, a Miguel Otero Silva, mientras anota observaciones sobre las costumbres de los mapuches, la arquitectura churrigueresca de la Lima colonial, la dictadura de Rojas Pinilla en Colombia o las dificultades del joven Allende, en Chile, para alcanzar el poder por la v¨ªa electoral.
Despu¨¦s de la ca¨ªda del Muro de Berl¨ªn, el culto al Che se ha refuncionalizado. Ya no responde a aquella fascinaci¨®n ideol¨®gica, asociada a la posibilidad de un socialismo no sovi¨¦tico, sino a la mercantilizaci¨®n medi¨¢tica de un s¨ªmbolo latinoamericano, vaciado de contenidos pol¨ªticos. Hoy el Che es un icono meramente territorial, domesticado por el capitalismo simb¨®lico, m¨¢s que una biograf¨ªa ejemplar o un h¨¦roe a imitar, no s¨®lo por la estetizaci¨®n de la violencia que lo caracteriz¨®, sino por la irracionalidad de sus ideas econ¨®micas. La cultura democr¨¢tica predominante en Am¨¦rica Latina, incluso dentro de las izquierdas organizadas, tiene mayores consonancias con el civismo republicano de Salvador Allende que con la guerrilla guevarista o la autocracia fidelista.
La nueva izquierda latinoamericana de hoy parece dirimirse entre dos variantes extremas: la socialdem¨®crata, encabezada por Lagos, y la populista, encabezada por Ch¨¢vez. Otros l¨ªderes como Lula, Kirchner y, m¨¢s recientemente, Mart¨ªn Torrijos, Tabar¨¦ V¨¢zquez y Andr¨¦s Manuel L¨®pez Obrador se mueven en ese rango de opciones que se da entre los l¨ªmites de una pol¨ªtica econ¨®mica responsable y la preservaci¨®n de instituciones democr¨¢ticas. La mayor¨ªa de los analistas de la regi¨®n no ve el peligro de que esa nueva izquierda degenere hacia modelos autoritarios como el viejo populismo o como el todav¨ªa vigente r¨¦gimen cubano. Por otra parte, el respaldo de esos gobiernos a Fidel Castro, con la excepci¨®n, una vez m¨¢s, de Ch¨¢vez, es m¨¢s bien simb¨®lico, determinado por demandas de legitimaci¨®n interna, ya que apoyar diplom¨¢ticamente a Cuba se ha convertido en la forma m¨¢s f¨¢cil y menos costosa de marcar distancia frente a Estados Unidos.
Mucho m¨¢s interesante que el estado actual de la izquierda gobernante resulta la evoluci¨®n de la izquierda intelectual latinoamericana. Algunos de los m¨¢s brillantes pensadores sociales de la regi¨®n, como los mexicanos Carlos Monsiv¨¢is y Roger Bartra, los chilenos Tom¨¢s Mouli¨¢n y Manuel Antonio Garret¨®n o los argentinos Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano est¨¢n produciendo, hoy, un discurso autocr¨ªtico sobre las pr¨¢cticas y valores autoritarios de la izquierda latinoamericana. Ese discurso est¨¢ virtualmente desconectado de la ruidosa corriente de opini¨®n que todav¨ªa justifica la ausencia de democracia en Cuba. El primer libro de la interesante colecci¨®n de Siglo XXI, que dirige en Buenos Aires Carlos Altamirano, Entre la pluma y el fusil (2003), de Claudia Gilman, tiene como tel¨®n de fondo esa autobiograf¨ªa cr¨ªtica de la izquierda.
La nueva izquierda intelectual latinoamericana que, a diferencia de unas cuantas celebridades aferradas a la guerra fr¨ªa, ya est¨¢ de vuelta de las r¨ªgidas identidades culturales heredadas del siglo XIX, sabe que el aparato de legitimaci¨®n del castrismo descansa sobre los viejos mitos iberoamericanos. Sabe que el ¨¦xito de Fidel Castro como dictador se basa en una operaci¨®n simb¨®lica bastante simple: establecer a Cuba como ¨²ltima frontera de Iberoam¨¦rica, como el David latino y comunitario, enfrentado al Goliat saj¨®n y ego¨ªsta o, lo que es lo mismo, como n¨¦mesis moral de Estados Unidos. Sabe, al fin, que la poca autoridad que queda a La Habana es, tan s¨®lo, un regalo de sus enemigos m¨¢s intransigentes.
Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.
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