Ceguera
En los frontones de las penitenciar¨ªas y los frisos de los tribunales, la Justicia lleva los ojos cubiertos por un pa?uelo. Seg¨²n la interpretaci¨®n m¨¢s admitida, eso nos garantiza su ecuanimidad: la bella se?ora no reconoce amigos ni enemigos, no permitir¨¢ que el aspecto de tal o cual reo incline el fiel de la balanza de uno u otro lado. A m¨ª se me ocurre una traducci¨®n adicional para esta iconograf¨ªa tan difundida: la Justicia lleva venda sobre los ojos porque, igual que Cupido, maneja su espada a ciegas sin reparar en a qui¨¦n decapita. Como los del amor, damnificados de la justicia existen a millares; personas pac¨ªficas sobre las que un buen d¨ªa de sol se precipita todo el peso de las fiscal¨ªas, los alguaciles, las togas; ciudadanos aburridos que gracias a un error en la maquinaria procesal pondr¨¢n un acento de color en sus vidas con una inesperada acusaci¨®n de asesinato o un robo ficticio. Uno cree que esto s¨®lo sucede en esas pel¨ªculas en que turistas sin cautela visitan pa¨ªses muy hermosos y asfixiantes, y donde polic¨ªas turcos sodomizan a todo sospechoso de transportar hero¨ªna en la mochila. No: el otro d¨ªa le¨ª que un profesor de inform¨¢tica de C¨¢diz acababa de dejar la c¨¢rcel despu¨¦s de cinco a?os de encierro por un delito que no cometi¨®. Fue su mujer, al mejor estilo de Hollywood, la que tuvo que reunir las pruebas necesarias para demostrar a un juez rigorista y un fiscal afectado por la miop¨ªa que ¨¦l no hab¨ªa violado al ni?o que aseguraba reconocerlo encima del estrado. Quiz¨¢s, en ocasiones, la Justicia de las fachadas deber¨ªa retirarse un poquito el granito de la tela que le cubre la vista y cuidarse de hacia d¨®nde dirige sus mandobles.
Porque seamos francos, una justicia con problemas en la retina no nos asegura una vida tranquila y a salvo de las tormentas. Dos polic¨ªas estr¨¢bicos confunden en Londres a un brasile?o con un ¨¢rabe y lo acribillan a tiros sin ni siquiera solicitarle la credencial. No se trat¨® de un defecto moment¨¢neo de visi¨®n, no; los agentes siguieron al pobre muchacho por media ciudad, lo esperaron a la puerta de un par de edificios y luego aventuraron que se parec¨ªa mucho al moro Muza, y que merec¨ªa morir. A resultas de este ¨²ltimo suceso, confieso que me da algo de miedo subirme al autob¨²s sin afeitar; antes de salir de casa, el espejo del recibidor me devuelve un rostro atezado y una mara?a de pelo negro que podr¨ªan confundir a cualquier pistola. Muy a menudo la justicia se comporta no s¨®lo ciegamente, sino como una aut¨¦ntica imb¨¦cil. Dos d¨ªas despu¨¦s de la confusi¨®n con el brasile?o oigo a un magistrado de alto copete de nuestro pa¨ªs afirmar que muy bien, que los tiros estaban muy bien dados, que esto es la Tercera Guerra Mundial (sic), que en la guerra impera la ley marcial, que m¨¢s vale un inocente frito que media docena de culpables pululando por las estaciones de metro. Argumento terror¨ªfico donde los haya: ahora ser¨¢ nuestro semblante, el color del cabello, el comp¨¢s al andar y la marca del pantal¨®n lo que debe convencer al gatillo de que se muestre o no ben¨¦volo. Mejor comprarse un tinte rubio, una camisa hawaiana y lentillas para resultar debidamente cauc¨¢sicos y no merecer m¨¢s plomo todav¨ªa. No, no m¨¢s plomo, que bastante nos castiga ya la programaci¨®n televisiva de verano.
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