El m¨²sico ambulante
Recuerdo una infancia llena de m¨²sicos ambulantes. Los hab¨ªa por todas partes: en las iglesias, en las plazas, en las estaciones de ferrocarril. Tambi¨¦n, como los m¨¢s recientes de la foto, en las fronteras de la ciudad, lugares de encuentro de lo miserable y lo enigm¨¢tico. La gaita, la arm¨®nica, el viol¨ªn desafinado, instrumentos pobres para una ¨¦poca de pobreza, surg¨ªan en los intersticios de la vida urbana como reclamos de una alegr¨ªa un poco triste y casi siempre melanc¨®lica.
Era un tiempo en que la ciudad gozaba de muchas fronteras interiores. A diferencia de la actual, tan plana que parece rica, la ciudad de entonces no hab¨ªa domesticado todav¨ªa sus espacios misteriosos. Uno pod¨ªa escapar de la pesadez cotidiana y, sin salir del laberinto urbano, perderse en una ingenuidad salvaje, primitiva a menudo, pero llena de una bondad ya perdida.
Los m¨¢s habitual era dos hombres, tipos que brotaban por generaci¨®n espont¨¢nea en el margen de la ciudad. Daban la impresi¨®n de haber llegado de un lugar lejano
El m¨²sico ambulante era el sacerdote de estos rincones ind¨®mitos. Oficiaba la ceremonia que hermanaba modestamente caos y arte. Por lo general, formaba parte de un grupo n¨®mada que migraba, como los p¨¢jaros, en busca del calor. Los gitanos son insuperables en ese nomadismo sonoro que incorporaba con frecuencia otros alicientes, como el baile o la acrobacia. Pero no era extra?o toparse con d¨²os parecidos al de la fotograf¨ªa. Hombre y mujer. Casi nunca dos mujeres. Dos hombres era lo m¨¢s habitual, tipos que brotaban por generaci¨®n espont¨¢nea en los m¨¢rgenes de la ciudad, si bien daban la impresi¨®n de haber llegado de un lugar muy lejano.
Hubieran podido ser peregrinos. O, en realidad, lo eran, creyentes en su humilde m¨²sica que peregrinaban de santuario en santuario. Cuando hab¨ªa p¨²blico, por escaso que fuera, los d¨²os musicales desplegaban sus armas con inusitada rapidez. Luego, en cambio, tras el improvisado concierto, todo era muy lento. Recog¨ªan con parsimonia sus instrumentos, que guardaban cuidadosamente en las fundas, secaban el sudor de la frente con el arrugado pa?uelo y luego reanudaban su camino, vacilantes el uno junto al otro, siempre en silencio. Parad¨®jicamente, el m¨²sico ambulante es un gran amante del silencio.
Por eso la quintaesencia del sonido ambulante la proporciona el m¨²sico solitario. Habiendo renunciado al grupo e incluso a toda compa?¨ªa, este solitario es un enamorado del silencio, y ese amor de vez en cuando lo transforma en melod¨ªa. En la ciudad misteriosa del recuerdo hab¨ªa muchos de estos solitarios ante los que un ni?o sent¨ªa respeto y fascinaci¨®n ?D¨®nde dorm¨ªa ese hombre? ?C¨®mo hab¨ªa logrado dedicarse a algo tan interesante en medio de tantos adultos aburridos? ?Por qu¨¦ aparec¨ªa y desaparec¨ªa de ese modo?
El m¨²sico solitario por excelencia era el acordeonista, quiz¨¢ porque el acorde¨®n es una suerte de orquesta sinf¨®nica para pobres. M¨¢s humilde era todav¨ªa el que tocaba la arm¨®nica, el instrumento que produce el sonido m¨¢s triste del mundo. La arm¨®nica, pese a su dulzura, no hac¨ªa presagiar nada bueno. Y como contraste, aunque era mucho m¨¢s inquietante, a m¨ª me encantaba la m¨²sica que arrancaba a su rueda el afilador de cuchillos, el int¨¦rprete m¨¢s austero y penetrante que cabe encontrar en el universo de la ambulaci¨®n musical.
Sin embargo, el h¨¦roe absoluto de este universo fue y ser¨¢ siempre un viejo y elegante violinista que tocaba, por as¨ª decirlo, en los andenes de la estaci¨®n de Francia. Su viol¨ªn no ten¨ªa cuerdas y el arco era un trozo de madera. Pero cuando el violinista se aplicaba al instrumento, su cara expresaba lo m¨¢s hondo de la m¨²sica sin necesidad de que nosotros, los mirones, oy¨¦ramos el menor sonido.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.