El "fin" de la transici¨®n chilena
Hace poco, Joaqu¨ªn Lav¨ªn, el sonriente l¨ªder de la derecha chilena dura, la continuadora hist¨®rica de Pinochet (el Tancredi que en El Gatopardo sugiere que todo debe cambiar para que todo siga igual), afirm¨® que, de haber sabido hace 17 a?os lo que hoy sabe sobre ese r¨¦gimen, habr¨ªa votado que "no" a la continuidad del dictador, en el plebiscito que ¨¦ste perdi¨® en 1988 y que lo sac¨® del poder. Notable, trat¨¢ndose del apologista m¨¢s efectivo de los logros socioecon¨®micos de la dictadura con su libro La revoluci¨®n silenciosa. Por su parte, Luis Guastavino, un inteligente y carism¨¢tico l¨ªder tradicional del comunismo chileno, exiliado en Italia desde donde volv¨ªa al pa¨ªs disfrazado y clandestino con riesgo de su vida, afirmaba hace un par de a?os que tambi¨¦n la Unidad Popular de Salvador Allende deb¨ªa reconocer sus graves culpas al generar las condiciones para que se diera el golpe en Chile: "El golpe lo dimos todos los chilenos. Nosotros".
Algunos dir¨¢n que son declaraciones oportunistas, maneras de abrirse espacio en el poder actual traicionando compromisos pasados. Podr¨ªa discutirse. Pero su valor pol¨ªtico no puede desconocerse, por una raz¨®n simple. Hoy, una parte significativa de la sociedad chilena, la que apoy¨® el golpe de Pinochet en primera instancia y, por su lado, quienes estuvieron con Allende, ha venido compartiendo las mismas conclusiones. Ha sido un proceso lento y doloroso, a¨²n incompleto, pero que se ha acelerado ¨²ltimamente. Con todo, hace 30 a?os esas partes eran enemigas juradas, incapaces de cualquier entendimiento. En el exterior, ¨¦ste ha sido el m¨¦rito menos comentado de la transici¨®n chilena a la democracia.
Ahora, en Chile, izquierda y derecha unidas celebran el fin de esa transici¨®n, s¨®lo con la protesta de algunos extremos. El Senado ha aprobado nuevas reformas a la Constituci¨®n de Pinochet, eliminando lo que quedaba de una "democracia vigilada". La noticia ha alcanzado la portada de algunos peri¨®dicos internacionales, por ejemplo, ¨¦ste. Sin embargo, esta "mayor¨ªa de edad" de nuestra nueva rep¨²blica debe celebrarse con cuidado. Es posible que la transici¨®n legal haya terminado. Pero la transici¨®n chilena en un sentido m¨¢s amplio, la transici¨®n c¨ªvica, no termina todav¨ªa. E incluso es deseable que dure mucho m¨¢s.
Estos 17 a?os de transici¨®n -exactamente equivalentes a los 17 del reinado de Pinochet- son lo mejor que le ha pasado a Chile en un tercio de siglo (y es posible arg¨¹ir que en toda su historia). Ha sido nuestra edad de la raz¨®n, despu¨¦s de dos d¨¦cadas (sumando la Unidad Popular a la dictadura) de amenazar con la fuerza o recurrir a ella. Pero la transici¨®n no s¨®lo ha sido buena porque nos fuera sacando pac¨ªficamente de una dictadura, sino tambi¨¦n porque ella nos est¨¢ haciendo, quiz¨¢ por primera vez, un pueblo menos maniqueo, m¨¢s complejo y profundo. La conciencia de haber compartido responsabilidades, entre izquierdas y derechas, entre diferentes clases e instituciones, en el fracaso del Gobierno de Allende y la violenta dictadura que lo sigui¨®, se ha abierto paso poco a poco, enfrentando al pa¨ªs con sus claroscuros. Y matizando el relato en blanco y negro, propio de una naci¨®n de enemigos, con el que nos precipitamos a la dictadura y salimos de ella. A¨²n m¨¢s, en los ¨²ltimos a?os la transici¨®n ha propiciado un escrutinio de mitos chilenos ancestrales: un pa¨ªs de clase media, racialmente homog¨¦neo, de cultura europea, creyente en su larga democracia. "Un pa¨ªs donde no pasan esas cosas" (las que s¨ª pasaban en el resto de Latinoam¨¦rica), como sol¨ªan hacerme creer en mi infancia. Y lo bueno es que este escrutinio hist¨®rico poco a poco se ha generalizado. Facilitando un examen de conciencia nacional que vamos saldando con una cuenta cr¨ªtica -salvo casos irredimibles- poco complaciente con nosotros mismos.
Sin ese auto-examen al que nos ha obligado la transici¨®n -y en un pa¨ªs con una cultura de escaso espesor, como es Chile-, la prosperidad con su mercadeo "a la estadounidense", que hoy gozamos, ya nos habr¨ªa ahogado en la satisfacci¨®n del consumo rampante. Esto no es poco decir, ni es mera especulaci¨®n. No es lo mismo la brusca llegada de la cultura de masas a un pa¨ªs europeo, con una mayor diversidad y arraigo de tradiciones y opciones, que a un pa¨ªs con menos identidad cultural. La transici¨®n -precisamente por los conflictos ¨¦ticos que nos obliga a debatir- ha sido una de nuestras escasas "armas de resistencia cultural masiva" contra la far¨¢ndula materialista contempor¨¢nea. Gradualmente, la discusi¨®n sobre las responsabilidades en nuestra historia ha ido llegando a la mesa de la cena para competir con el telediario. En muchas familias chilenas se ha o¨ªdo la pregunta alemana de los sesenta: ?d¨®nde estabas t¨², pap¨¢ -o mam¨¢-, cuando todas esas violencias ocurrieron?
Estoy lejos de abogar por un victimismo perpetuo reservado a un nosotros, sim¨¦trico a una culpabilidad eterna de los otros. Al contrario, sugiero que la transici¨®n ha significado un progreso en Chile precisamente porque ha obligado a muchos a reconocer el error y la violencia propios, y no s¨®lo los ajenos. Pocas cosas pueden madurar m¨¢s a una naci¨®n que este re-conocimiento de s¨ª misma.
A¨²n m¨¢s, no es descabellado afirmar que el celebrado buen funcionamiento de las instituciones chilenas, clave en el incipiente desarrollo econ¨®mico logrado, est¨¢ relacionado con esa capacidad para ir enfrentando nuestro pasado. As¨ª como no hay instituciones sin ciudadanos que las sustenten, tampoco hay ciudadan¨ªa sin conciencia y conflicto hist¨®rico. En esta materia, la transici¨®n ha sido para Chile un verdadero "curso nacional de educaci¨®n c¨ªvica continua". En el cual, por cierto, estamos lejos de graduarnos.
La muerte legal de la transici¨®n chilena ha sido acordada por el Parlamento. Es un avance importante. Sin embargo, tambi¨¦n hay razones que aconsejan desearle larga vida a la transici¨®n en su sentido m¨¢s amplio, c¨ªvico. Porque ni la memoria ni la historia las fijan los honorables senadores, las nuevas generaciones -como fue en Alemania y va siendo en Espa?a- preguntar¨¢n m¨¢s. Querr¨¢n saber m¨¢s. Muchos ya lo est¨¢n haciendo. No bastar¨¢ con "consentir" en ese cuestionamiento, declar¨¢ndolo esfera propia de la sociedad civil. O con reducir el asunto a la necesaria prosecuci¨®n de los juicios criminales pendientes. Deber¨ªa ser responsabilidad y conveniencia del Estado -como en Alemania- estimular y desarrollar un debate cada vez m¨¢s complejo y profundo sobre esa memoria.
Fuera del pa¨ªs, la transici¨®n chilena sol¨ªa mencionarse como ejercicio ejemplar de hipocres¨ªa social. Si alguna vez lo fue, ya no es sostenible esa visi¨®n simplista. Del consenso en olvidar se ha ido pasando gradualmente -y en un plazo mucho menos largo que el de otras transiciones- a un creciente consenso en recordar y aprender. No es poco para ning¨²n pa¨ªs aprender de sus flaquezas. Para uno peque?o y todav¨ªa pobre, ser¨ªa un m¨¦rito a¨²n mayor continuar haci¨¦ndolo.
Carlos Franz es escritor chileno. Su novela El desierto (Mondadori) gan¨® el Premio La Naci¨®n-Sudamericana 2005 en Buenos Aires.
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