Dios y el diablo en la tierra del sol
La controversia de Valladolid, de Jean-Claude Carri¨¨re, que Carles Alfaro ha estrenado en el Lliure con traducci¨®n de Sim¨®n Morales, enfrenta a fray Bartolom¨¦ de las Casas, dominico, evangelizador de las Indias Occidentales y, esencialmente, defensor de los derechos ind¨ªgenas frente al salvajismo de los conquistadores, con Gin¨¦s de Sep¨²lveda, maestro de l¨®gica, traductor de Arist¨®teles, gran amigo de Cort¨¦s y, por encima de todo, postulador de que el mejor indio es el indio muerto (previa confesi¨®n y comuni¨®n). Estamos en el convento de San Gregorio, en Valladolid, hacia 1550. El juez es un cardenal italiano, enviado por el Papa para dirimir (en plena noche, a puerta cerrada) si los pobladores del Nuevo Mundo son "aut¨¦nticas criaturas de Dios o s¨²bditos del diablo". En otras palabras: si tienen o no tienen alma. Durante el primer asalto, fray Bartolom¨¦ se gana la inmediata simpat¨ªa del p¨²blico describiendo, con emocionada pasi¨®n, las atrocidades de los espa?oles: anticip¨¢ndose a Rousseau, proclama que los indios eran pac¨ªficos e incapaces de mentir y "les llevamos la mentira y la muerte en nombre de Cristo". Fray Bartolom¨¦ es un hombre de acci¨®n, inflamado de santa ira, pero nos olemos que pronto va a caer en las redes del g¨¦lido De Sep¨²lveda, quien no tarda en invocar los evangelios ("no he venido a traer la paz, sino la espada") para justificar la continuada matanza de inocentes que, para ¨¦l, merec¨ªan la muerte por id¨®latras. Y por ser esclavos de nacimiento pues, de no serlo, habr¨ªan ganado. No, Gin¨¦s de Sep¨²lveda, autor del Tratado de las justas causas de la guerra contra los indios, no tiene un pelo de tonto. Ni Carri¨¨re, porque si hubiera dibujado un malo al uso (es decir, un oscurantista de manual) no habr¨ªa combate dial¨¦ctico ni tensi¨®n dram¨¢tica. Ya puede fray Bartolom¨¦ desga?itarse hablando de la civilizaci¨®n azteca, de sus divisiones administrativas, sus obras de arte, su calendario y su medicina, que el astuto fiscal sacar¨¢ a relucir los sacrificios humanos y a mostrar, golpe de efecto, la efigie de una serpiente emplumada como ejemplo de arte diab¨®lico. El cardenal, que tampoco se chupa el dedo, no parece muy interesado en arte ni en masacres: en una de las escenas m¨¢s siniestramente conmovedoras de la obra, se saca de la manga a una familia azteca y a un buf¨®n italiano para averiguar si los indios sufren y, sobre todo, si tienen "la facultad de re¨ªr, privativa del hombre". No les voy a contar aqu¨ª todo el debate, que es apasionante por su multitud de capas, actual¨ªsimo (Guatemala, Chiapas, Per¨²) y extensivo a cualquier territorio con ocupantes en nombre de Dios y la "guerra santa". En el tramo final, fray Bartolom¨¦ se anticipa a la teolog¨ªa de la liberaci¨®n, exigiendo que la Iglesia reconozca a los indios como hermanos y les sea devuelta su primitiva libertad. De Sep¨²lveda acaba aceptando que los indios pueden tener alma y que si se hacen cristianos, por fuerza han de dejar de ser esclavos. Tercia entonces un representante de los colonos espa?oles, reci¨¦n llegado de M¨¦xico: "Entonces habr¨¢ que pagarles por su trabajo. Y eso costar¨¢ mucho, mucho dinero". Llega, giro inesperado, la soluci¨®n cardenalicia: echar mano de los negros, que est¨¢n "mucho m¨¢s cerca del animal" y suponen una mano de obra "d¨®cil, segura y robusta". La controversia sobre el alma ind¨ªgena se ha convertido en un conflicto de intereses puro y duro, que culmina, sard¨®nicamente, en el trueque de una esclavitud por otra, con el benepl¨¢cito de la Iglesia y el monarca espa?ol.
Para mi gusto, Carles Alfaro realiza aqu¨ª su mejor montaje hasta la fecha, el m¨¢s claro, sobrio, tenso y vibrante. Todo est¨¢ trabajado con una minuciosidad y un buen gusto admirables. Alfaro firma la iluminaci¨®n, con la tonalidad de los candiles de aceite de la ¨¦poca, y la escenograf¨ªa, una plataforma circular que gira, casi imperceptiblemente, para "enfocar" cada una de las intervenciones. Tambi¨¦n hay que destacar el vestuario, como siempre cuidad¨ªsimo, de Mar¨ªa Araujo. Las interpretaciones son de una gran altura. Ferr¨¢n Ra?¨¦ est¨¢ soberbio. Sabe que tiene un papelazo y no desaprovecha ni un matiz de su personaje: compone un fray Bartolom¨¦ vehemente, rebosante de dolor y de furia, cuya energ¨ªa justiciera ser¨¢ astutamente utilizada por su oponente, al que Manuel Carlos Lillo imprime una peligrosidad escol¨¢stica de inquisidor ilustrado capaz de atar cualquier mosca por el rabo para sostener su causa. Muy bien, igualmente, la sorna florentina, exenta de t¨®picos, de Enric Benavent como cardenal; la contenci¨®n expresiva de Quim Lecina (colono); el desconcierto y la dignidad extrema de la familia india (Ra¨²l C¨¢ceres, Abril Hern¨¢ndez, Antonella G¨®mez, Branco Brizuela); la locura inquietante del buf¨®n (Piero Steiner) y la ingenuidad del prior: Carles Arquimbau da absolutamente el tipo pero deber¨ªa trabajar un poco m¨¢s su dicci¨®n castellana. La controversia de Valladolid s¨®lo ha estado diez d¨ªas en el Lliure: se merece una larga gira por toda Espa?a y una estancia en Madrid, donde podr¨ªa obtener un ¨¦xito similar al de La cena de Flotats.
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