Una vieja patra?a
En los a?os cincuenta, en la ¨¦poca del auge de Jean-Paul Sartre, del existencialismo, del marxismo-leninismo, un poco antes de la muerte de Jos¨¦ Stalin, se sosten¨ªa con la mayor seriedad que la libertad de expresi¨®n era una libertad formal, burguesa, que no ten¨ªa mayor importancia para las clases trabajadoras. El mundo comunista se hab¨ªa llenado de disidentes y de presos de conciencia, gente que se hab¨ªa querido amparar en aquella libertad y que hab¨ªa atentado, supuestamente, contra los intereses del Estado sovi¨¦tico o de las democracias populares. Fue una de las grandes tragedias del siglo XX, una tragedia directamente relacionada con la libertad de pensar, de escribir, de expresarse, y muchas veces llego a la conclusi¨®n de que no hemos sabido sacar todas las consecuencias. Parte de nuestra izquierda, la de antes, desde luego, pero tambi¨¦n la de ahora, que se presenta a s¨ª misma como una izquierda democr¨¢tica y que tiene entre sus credenciales la de haber combatido contra la dictadura militar, da muestras, a pesar de eso, de una simpat¨ªa arraigada por las antiguas tendencias represivas, de una debilidad profunda, sin ir m¨¢s lejos, frente al castrismo y frente al irresistible ascenso del r¨¦gimen venezolano de Hugo Ch¨¢vez. Es decir, todav¨ªa, despu¨¦s de tanto tiempo, carecemos de claridad: todav¨ªa creemos, o pretendemos creer, que la libertad de expresi¨®n es un derecho humano secundario, que s¨®lo interesa, en el fondo, a los liberales, a los burgueses, a los empresarios. En nombre de la raz¨®n de Estado, en los reg¨ªmenes autoritarios de uno u otro signo, en el nazismo, en el fascismo, en los socialismos reales, las libertades de hablar, de escribir, de ense?ar, fueron despreciadas, arrastradas por el fango. Fueron consideradas como patra?as, como coartadas sospechosas. Y se repitieron viejas historias que deber¨ªan servirnos de modelos, de bar¨®metros orientadores: historias como la de S¨®crates, la de Galileo, la de Miguel Servet, la del capit¨¢n Dreyfus. Hab¨ªa en los a?os cuarenta y cincuenta, en la primera posguerra y en los comienzos de la guerra fr¨ªa, una convicci¨®n o una convicci¨®n a medias, una creencia difusa, que flotaba por todos lados y que se transformaba con facilidad en autocensura: la de que defender la libertad de expresi¨®n era defender intereses reaccionarios, m¨¢s bien oscuros, propios de sectores privilegiados de las sociedades modernas.
La experiencia real de las dictaduras en Am¨¦rica Latina y en Europa del Este produjo un cambio radical de conciencia en mucha gente, aunque me temo que no en toda. Hace poco, en Varsovia, me hablaron de estos asuntos en forma inequ¨ªvoca. Ellos sab¨ªan lo que era dictadura, hab¨ªan vivido el problema en carne propia. Pero en Espa?a, en Argentina, en Chile, solemos adolecer de una memoria m¨¢s corta, m¨¢s fr¨¢gil. Ahora recuerdo un debate en la Parroquia Universitaria en los inicios de la d¨¦cada de los ochenta, en ¨¦pocas de censura previa de los libros y de control casi absoluto de la prensa escrita, hablada y televisada. Pues bien, el argumento manoseado de las libertades formales, burguesas, pesaba todav¨ªa en los representantes de la oposici¨®n democr¨¢tica. Uno se puede preguntar qu¨¦ pasar¨ªa en las cabezas de la otra oposici¨®n, la de los frentes y los grupos armados. Estoy convencido de que la salida de la dictadura fue m¨¢s larga de lo necesario debido a estas mentalidades, a estas ideas ambientales que todav¨ªa no hab¨ªan sido desterradas a fondo, sin concesiones de ninguna especie. Y sin embargo, la urgencia de conquistar la libertad de expresi¨®n era urgente, obvia. Hubo un grupo al que se le ocurri¨® formar en la Sociedad de Escritores de Chile un Comit¨¦ Permanente de Defensa de aquella libertad. No est¨¢ de m¨¢s recordarlo ahora, en este pa¨ªs tan proclive a ceremonias y aniversarios y al mismo tiempo, parad¨®jicamente, tan desmemoriado. En las primeras etapas, el alma del Comit¨¦ fue Mart¨ªn Cerda, ensayista notable y cr¨ªtico de una lucidez, un rigor intelectual, una independencia de criterio que hoy d¨ªa parecen propios de una prehistoria, o de una historia, mejor dicho, que lleg¨® a su fin inexorable. Pero Mart¨ªn Cerda se enferm¨® y muri¨® en la pobreza m¨¢s extrema. ?Creen ustedes que esa enfermedad, enfermedad melanc¨®lica, y que esa pobreza fueron casuales? A m¨ª me parece que fueron emblem¨¢ticas, simb¨®licas, y que nos acusan a todos. Defender las libertades p¨²blicas a brazo partido, contra tirios y troyanos, y a consecuencia de esa lucha enfermarse, empobrecerse, morirse solo, no son circunstancias puramente accidentales. Me acuerdo de un entierro de estricta minor¨ªa y de una conversaci¨®n, al regresar por las alamedas del cementerio General, con Nicanor Parra.
Despu¨¦s de Mart¨ªn Cerda me toc¨® asumir a m¨ª la presidencia de ese minoritario y a la vez necesario Comit¨¦. La primera consecuencia personal fue que las autoridades de la ¨¦poca se dedicaron a censurarme todo, hasta los bostezos y los suspiros. En un ciclo sobre nuestra ciudad organizado por la Universidad de Santiago, me tocaba hablar de la literatura y sobre todo de la novela santiaguina. Alguien me llam¨® por tel¨¦fono a nombre del rector de turno y me dijo que mi conferencia, cosa de la cual ellos antes no se hab¨ªan dado cuenta, coincid¨ªa con un aniversario que ellos estaban obligados a conmemorar por todo lo alto. Ya ven ustedes: la man¨ªa de los aniversarios no es nada nuevo y encubre verdaderos vac¨ªos, mentalidades huecas o cosas peores. En ese caso, hab¨ªa que cancelar mi conferencia sobre la ciudad en la universidad que llevaba el nombre de la ciudad, pero el se?or rector de turno y uniformado, como se usaba entonces, me aseguraba que se me pagar¨ªa el cheque de los honorarios. Contest¨¦ que si no daba la conferencia no cobrar¨ªa por ning¨²n motivo el cheque, y mi contestaci¨®n pareci¨® ins¨®lita. Eso ser¨ªa considerado como un insulto al se?or rector, me contest¨® la voz del encargado por el tel¨¦fono. Consid¨¦relo usted como quiera, le respond¨ª, pero si no hago el trabajo, no lo cobro. Ah¨ª, con una despedida seca y un colgar el fono en forma brusca, quedaron las cosas. Despu¨¦s censuraron un libro m¨ªo que lleg¨® de Barcelona y la historia que sigui¨® ser¨ªa un poco larga de contar. Pero a m¨ª se me ocurri¨® recurrir a instancias internacionales activas: a los Pen Club de Espa?a y del Brasil, que se reconstru¨ªan en los comienzos de sus respectivas transiciones; al de Nueva York, que presid¨ªa entonces Arthur Miller, y a una interesante instituci¨®n inglesa de lucha contra todas las censuras habidas y por haber, Index for Censorship. Frente acada caso concreto de no autorizaci¨®n de un libro, en esos d¨ªas en que hab¨ªa que pedir permiso para publicar, los ministros del Interior recib¨ªan monta?as de cartas provenientes de Inglaterra, de Escocia, de Canad¨¢, de Nueva Zelanda, de Jamaica y Barbados. Uno coment¨® por ah¨ª que yo ten¨ªa, al parecer, pacto con los poderes infernales. Eran los demonios incansables de la libertad de expresi¨®n, que existen y que por lo visto no descansan: simp¨¢ticas ancianas del interior de Australia, j¨®venes irlandeses o neozelandeses, que se indignaban al recibir las noticias de Index for Censorship y que agarraban sus plumas conmovidas, castigadoras. Error grave.
Yo estoy seguro de que el tema de la libertad de expresi¨®n en Chile, a pesar de las apariencias, es dif¨ªcil, intrincado, lleno de r¨¦moras y de lastres medio inconscientes. Eso de que las autoridades deban ser m¨¢s protegidas, m¨¢s defendidas frente a los poderes de denuncia de los medios de prensa, que los ciudadanos de a pie, es muy inherente a nuestra mentalidad, a nuestra tendencia al engolamiento y a lo que s¨®lo se puede calificar como tonter¨ªa solemne. En muchas ocasiones me arrepent¨ª de haber permitido que el Comit¨¦ Permanente de Defensa de la Libertad de Expresi¨®n muriera de muerte natural despu¨¦s del final del pinochetismo. Fuimos ilusos y quiz¨¢, tambi¨¦n, fuimos negligentes. Pensar que la causa quedaba ganada en forma autom¨¢tica despu¨¦s de la ca¨ªda de la dictadura era un error grave. Y era no conocer bien la historia nuestra. Y no conocer bien, tampoco, nuestra literatura, que ha dicho tantas cosas a lo largo de generaciones y que no nos gusta nada escuchar. Porque, por ejemplo, Vicente Huidobro, el poeta de Altazor, en uno de sus regresos a Chile desde su amado Par¨ªs, observ¨® que los personajes p¨²blicos de aqu¨ª ten¨ªan una tendencia vertiginosa a "hipopotamizarse". Es decir, se transformaban en hipop¨®tamos de piel muy dura, insensible a los fr¨¢giles dardos de los periodistas criticones, mal intencionados.
Ahora, frente a la protesta un¨¢nime de las organizaciones gremiales, la clase pol¨ªtica, en el Gobierno y en todos los sectores del Parlamento, no ha tenido m¨¢s remedio que echar pie atr¨¢s. No ha prosperado la noci¨®n de que las figuras p¨²blicas deben tener una protecci¨®n jur¨ªdica especial, superior a la de los simples ciudadanos, y de que los medios de prensa deben responder en forma solidaria frente a cualquier conato de acusaci¨®n o denuncia. Era un atentado contra la todav¨ªa fr¨¢gil democracia chilena, y los representantes de la prensa actuaron con rapidez y con eficacia. Es un episodio enormemente interesante, una lecci¨®n a nivel nacional. Y me parece penoso que los escritores, salvo equivocaci¨®n m¨ªa, no hayan estado representados a nivel institucional en todo este proceso. Hasta yo, por el hecho de haber dejado morir ese comit¨¦ ya antiguo, me siento culpable.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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