Paul Bowles y los visitantes
La primera vez que vi a Paul Bowles, ¨¦l vest¨ªa un pijama y estaba recostado en el inmenso lecho de un palacete madrile?o reconvertido en hotel. Las s¨¢banas eran de un blanco resplandeciente y las almohadas de plumas se curvaban suavemente tras su espalda. Pero Bowles no estaba c¨®modo.
La noche anterior, la sed lo hab¨ªa despertado. No recordaba d¨®nde estaba el interruptor de la luz. Tanteando, encontr¨® una caja de cerillas encima de la mesilla que ten¨ªa a su lado. Encendi¨® un f¨®sforo y empez¨® a desplazarse hacia la otra mesilla, donde deb¨ªa de hallarse el vaso de agua. Apenas hab¨ªa llegado al centro de la cama cuando la llama se apag¨®. Repiti¨® varias veces la operaci¨®n. Aquel colch¨®n era tan desmesurado que la luz se extingu¨ªa antes de que pudiera atravesarlo. Bowles no bebi¨® aquella noche. Al cont¨¢rmelo se re¨ªa. Era 1993. ?l ten¨ªa 82 a?os.
Los marroqu¨ªes creen que quedarse en la cama atrae la muerte. Quiz¨¢ era eso lo que hac¨ªa Bowles: aguardar la muerte
Volv¨ª a verle en el invierno de 1995. De nuevo en pijama, pero en otra ciudad, T¨¢nger, y en otra cama, la suya, un catre esquinado cubierto por una manta oscura. Su salud hab¨ªa empeorado y apenas se levantaba. Pero cada d¨ªa, reclinado sobre un tapiz ocre y deshilachado, asist¨ªa en su dormitorio a una extra?a funci¨®n. Periodistas, escritores, traductores, editores, fot¨®grafos y curiosos entraban y sal¨ªan de la habitaci¨®n como si se tratara de un escenario. "No hay tarde", aseguraba el anciano, "en la que no reciba la visita de alguien a quien no he visto nunca ni, probablemente, vuelva a ver".
Llegar hasta ¨¦l no era, sin embargo, f¨¢cil. Para empezar, Bowles no ten¨ªa tel¨¦fono. Aunque resid¨ªa en T¨¢nger desde 1931, casi nadie en la ciudad parec¨ªa conocer su existencia. El propio inmueble donde resid¨ªa era un acertijo. En aquel feo edificio de cemento no hab¨ªa portero ni buzones. El ascensor, decorado a punta de navaja, sol¨ªa estar estropeado. Y, a menudo, tampoco funcionaba el timbre de su piso.
Cada visitante ten¨ªa una estrategia para encontrar el camino. Bowles recordaba con iron¨ªa a una joven alemana que invent¨® que era su hija para que la condujeran a su piso. As¨ª lo contaba ¨¦l:
"Dos marroqu¨ªes de aspecto poco tranquilizador llamaron a mi puerta a eso de las dos y media de la tarde. No parec¨ªan saber por d¨®nde empezar. 'Su hija desea verle', dijo uno. Cuando respond¨ª que no ten¨ªa ninguna hija, ¨¦l se limit¨® a re¨ªr. El otro dijo: 'S¨ª que la tiene y est¨¢ aqu¨ª. Se llama Catherine y viene de Alemania. No le ha visto nunca y quiere venir a conocerle'. 'Yo no quiero conocerla a ella', les dije. '?Se la traemos a las cinco?' '?No, no, no! Yo no tengo hijas. Muchas gracias, pero no deseo verla".
Unas horas despu¨¦s llamaban a su puerta: "All¨ª estaban otra vez y parec¨ªan sostener a una mujer entre los dos. 'Es su hija -me dijeron-. Ha venido de Essen'. La cosa era ya tan fant¨¢stica y rid¨ªcula que ced¨ª a la tentaci¨®n de dejarla entrar, pero obligu¨¦ a los marroqu¨ªes a quedarse fuera. La muchacha divagaba y era dif¨ªcil seguir la conversaci¨®n. Empec¨¦ a preguntarme c¨®mo librarme de ella. Durante su ch¨¢chara, declar¨® que deseaba morir. Esto hizo aumentar mi af¨¢n por hacer que se marchara. Le di una taza de t¨¦. Mientras se lo tomaba, me explic¨® que hab¨ªa querido morir en Merzouka, en lo alto de una gran duna, pero no hab¨ªa podido. Le dije que me parec¨ªa una l¨¢stima y estuvo de acuerdo".
As¨ª era Bowles: capaz de decirle a alguien que era una pena que no estuviera muerto de tal manera que el otro, lejos de ofenderse, agradec¨ªa el gesto.
Atra¨ªdos por la leyenda del exiliado norteamericano m¨¢s famoso del siglo, los visitantes entraban en el dormitorio del escritor, se sentaban a los pies de su cama y le contemplaban con devoci¨®n. Entre aquellas cuatro paredes siempre era de noche: una cortina negra, grande como un tel¨®n, cegaba el ventanal. Pero lo que all¨ª suced¨ªa no era una versi¨®n de Las mil y una noches, con Bowles rememorando su vida, aconsejando a escritores principiantes, hablando de Burroughs, de Dal¨ª, de Sartre o de Capote... No. Nada m¨¢s lejos de la realidad.
Lo habitual era que callara.
Murmuraba que no o¨ªa o que no entend¨ªa y permanec¨ªa con la mirada prendida en la nada. De vez en cuando, tamborileaba con los dedos, siguiendo un animado ritmo que s¨®lo ¨¦l o¨ªa. A la hora de merendar, merendaba, y cuando la fatiga le cerraba los ojos, dorm¨ªa. No hab¨ªa nada hostil en su silencio y ese asombroso desapego se convert¨ªa en una hospitalidad extravagante y ¨²nica. En el dormitorio, caliente y en penumbra como una madriguera, no se o¨ªan m¨¢s ruidos que el silbido de una estufa de gas y el crepitar del fuego en la chimenea del sal¨®n contiguo.
En aquellas ocasiones, Bowles me recordaba a Singer, el protagonista de El coraz¨®n es un cazador solitario, la novela de Carson McCullers. Singer es un sordomudo cuya compa?¨ªa anhelan una ni?a, un doctor negro, un comunista alcoholizado y el propietario de un restaurante. Todos son personas que sufren por su aislamiento y encuentran en ¨¦l comprensi¨®n y consuelo. La puerta de Singer siempre est¨¢ abierta. Una vez con ¨¦l, cada uno le cuenta sus frustraciones, sus sue?os, sus secretos...
El sordomudo nunca les contesta, pero los visitantes se van siempre con una extra?a paz, convencidos de que s¨®lo ¨¦l les entiende. A Singer le atribuyen todas las cualidades que desean que tenga. La ni?a, que quiere ser compositora, est¨¢ convencida de que Singer, aunque sordo, adora la m¨²sica. ?l es testigo paciente de quienes van a verle, pero su coraz¨®n est¨¢ en otra parte, lejos de esa habitaci¨®n y de esa gente.
El trance hipn¨®tico de los visitantes de Bowles duraba hasta que llegaba Abdelhuahid, el tangerino que cuid¨® al escritor durante m¨¢s de 20 a?os. Con dos palabras, aquel hombre alto y fuerte pon¨ªa a los extra?os en la puerta. Sus recelos estaban justificados: a Bowles le hab¨ªan robado, entre otras cosas, un libro de Joyce con la firma de ambos escritores. Su agente le llam¨® desde Holanda para decirle que lo hab¨ªan vendido por una cifra alt¨ªsima.
?l citaba ir¨®nico al compositor Virgil Thompson: "El problema de haberse convertido en un monumento p¨²blico es que los perros suelen venir y mearse encima de ti". Y, a la tarde siguiente, recib¨ªa con paciencia a nuevos y desconocidos visitantes.
Los marroqu¨ªes creen que quedarse en la cama atrae la muerte. Como si la posici¨®n horizontal amansara el coraz¨®n hasta detenerlo, igual que cuando se tumba un p¨¦ndulo. Quiz¨¢ era eso lo que hac¨ªa Bowles: aguardar la muerte. Ya no escrib¨ªa, porque dec¨ªa que no le quedaban ideas. En la habitaci¨®n donde antes trabajaba, estaba ahora la lavadora. La p¨¦rdida de visi¨®n le imped¨ªa leer. "Me estoy quedando ciego", comentaba. Y a?ad¨ªa: "Ya era hora, supongo". Pronunciaba un epigrama de Val¨¦ry: "Adi¨®s -le dice el moribundo al espejo que sostienen delante de ¨¦l-. No volveremos a vernos". Y, a continuaci¨®n, declaraba que para que esa despedida fuese correcta, el moribundo tendr¨ªa que a?adir tres palabras: "?A Dios gracias!".
En El coraz¨®n es un cazador solitario, el sordomundo Singer se suicida un d¨ªa. Los cuatro personajes que acud¨ªan a visitarle se dan cuenta entonces de que no saben nada de ¨¦l. Bowles falleci¨® en 1999. Le gustaba fumar kif, el cementerio de perros y gatos de T¨¢nger, Camar¨®n, ver las noticias de ciclones y anticiclones en el telediario espa?ol, el chocolate... Juan Cruz, que fue su editor, intent¨® averiguar cu¨¢les hab¨ªan sido sus ¨²ltimas palabras. "Al vernos entrar en la habitaci¨®n del hospital a la cocinera y a m¨ª", le cont¨® Abdelhuahid, "Paul dijo: 'Mi verdadera familia". "?Fueron ¨¦sas sus ¨²ltimas palabras?", insisti¨® Cruz. Abdelhuahid alz¨® los hombros.
A Bowles le hubiera gustado aquella escena.
Regres¨¦ a T¨¢nger un a?o despu¨¦s de que hubiera muerto. Sobre la puerta de su piso todav¨ªa estaba la min¨²scula y sucia placa de cobre con su apellido. Todas las cortinas de la casa estaban descorridas. Varios hombres trasladaban el contenido de las estanter¨ªas a cajas de cart¨®n, otros hablaban por m¨®viles. El dormitorio de Bowles estaba vac¨ªo.
Sus objetos se vendieron. Alguien alquil¨® el piso.
El camino que llevaba hasta ¨¦l ha desaparecido.
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