Las l¨¢grimas de San Lorenzo
Como toda liturgia, el verano interior tiene tambi¨¦n sus ritos, esas fechas y esos actos que engranan como un rosario el devenir de los d¨ªas de los veraneantes y que le dan un discurso y una estructura a sus vacaciones. Si ya ¨¦stas son amorfas y vac¨ªas de por s¨ª; si ya el verano es un gran estanque en el que el agua alimenta babas y ovas de todo tipo y especie; si la apat¨ªa nutre su naturaleza, ?qu¨¦ no ser¨ªa, adem¨¢s, si el verano no tuviera, para ir desarroll¨¢ndose y avanzando, una liturgia concreta que lo convierta en un calendario? La llegada al lugar de las vacaciones, las fiestas, las excursiones, las visitas a la familia o de los amigos, las meriendas campestres o los paseos de atardecida o de anochecida cumplen una gran funci¨®n, al margen de por s¨ª mismos, como relato de las vacaciones. Sin ellos, ¨¦stas ser¨ªan un tiempo muerto.
El veraneante del interior va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos
Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, el veraneante del interior siente el v¨¦rtigo del tiempo y la cobard¨ªa de no enfrentarse a ¨¦l
La gente, en general, no soporta no hacer nada, por m¨¢s que ¨¦sa y no otra sea la condici¨®n del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas
Pero el verano interior, como el de la playa, tiene tambi¨¦n sus ritos particulares. Ritos que le dan sentido y que ocupan y entretienen a la gente, a veces sin que ¨¦sta se d¨¦ cuenta tan siquiera. Se trata, al fin, de combatir el aburrimiento, de hacer algo para no morir de hast¨ªo, de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de no seguir sentados hora tras hora bajo la parra del corredor o debajo de la sombra del ciruelo o de la higuera, en el jard¨ªn. La gente, en general, no soporta no hacer nada, por m¨¢s que ¨¦sa y no otra sea la condici¨®n del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas, ya sean reales o imaginarias, como las fiestas.
Las fiestas son al verano lo que los s¨¢bados al invierno: ese tiempo esperado y compulsivo en el que el aburrimiento da paso a la irrealidad y el tiempo se detiene o se dispara, seg¨²n casos. Hay fiestas en las que ¨¦ste, acelerado por los acontecimientos, se convierte, en efecto, en una monta?a rusa, con las cosas sucedi¨¦ndose a toda velocidad, y otras en las que, por el contrario, se detiene bruscamente de repente hasta el punto de que a veces uno tiene la impresi¨®n de estar viviendo fuera de ¨¦l, por m¨¢s que siga corriendo en el calendario. Es lo que ocurre con esas fiestas que se prolongan durante d¨ªas, m¨¢s all¨¢ de lo normal, y es lo que pasa con esos ritos que, a base de repetirse, acaban por parecernos el mismo de cada a?o. Lo que no quita para que el veraneante los espere con impaciencia y para que se entregue a ellos como si fuera la primera vez.
De entre los ritos del veraneo, el ¨²nico que uno comparte (m¨¢s por su emoci¨®n po¨¦tica que por lo que significa para la mayor¨ªa) es el de salir al campo la noche de San Lorenzo para ver la lluvia de estrellas. O las l¨¢grimas del santo, como se dice con m¨¢s fortuna en algunas partes. Me gusta tumbarme en plena noche bajo el cielo, lejos de la luz del pueblo, para ver c¨®mo caen las estrellas sobre la l¨ªnea de un firmamento que normalmente esa noche est¨¢ tan tersa como la de la vida. Suele ser noche sin luna, oscura, sin viento al fondo, y, salvo los aviones y las luci¨¦rnagas, nada rompe su inmovilidad. Por eso las estrellas, que, ¨¦sas s¨ª, cumpliendo con la tradici¨®n, se desplazan continuamente de un lado a otro del cielo, convierten ¨¦ste en un espect¨¢culo que el veraneante del interior agradece, a falta de otros que lo entretengan.
Pedir un deseo
Con cada estrella que se desliza hay quien pide un deseo o un pensamiento y quien se acuerda de los que ya no est¨¢n. Con cada brillo que cruza el cielo hay quien recuerda otras noches y quien se olvida hasta de la que est¨¢ viviendo. Porque la sensaci¨®n que da, mirando las estrellas temblar all¨¢ en lo alto, es que la vida es mucho m¨¢s fr¨¢gil de lo que nos parece a la luz del d¨ªa, que la fugacidad del tiempo es mayor de lo que sospechamos normalmente y de lo que estar¨ªamos dispuestos a aceptar. La noche de San Lorenzo, con sus l¨¢grimas fugaces cayendo sobre un mundo que a esa hora mira al cielo o se divierte, con el olor del tomillo o del cereal emborrachando a unos y a otros, con la brisa suavizando las aristas del horizonte y del pensamiento, parecen l¨¢grimas que derrama un dios sin nombre ni rostro por nuestra propia fugacidad.
Pero el veraneante no suele pensar en ello. O, si lo hace, se lo calla para s¨ª. La noche de San Lorenzo, el veraneante del interior, ese al que la melancol¨ªa devuelve una y otra vez a los mismos sitios, a los mismos paisajes de su infancia y su memoria, a los lugares que m¨¢s y mejor conoce, prefiere imaginar que el verano es infinito y que esa noche se repetir¨¢ mil veces, si no ¨¦ste, s¨ª en pr¨®ximos veranos. Por eso sigue mirando al cielo sin preocuparse, como si las estrellas fueran luci¨¦rnagas o aviones de pasajeros (y como si el firmamento fuera un espejo y no el decorado por el que se deslizan), y por eso, cuando regresa a casa despu¨¦s de horas, a veces con el d¨ªa ya anunci¨¢ndose a lo lejos, vuelve con la sensaci¨®n de haber sido inmortal por otra noche, de haber vivido una noche ¨²nica, de haber traspasado el tiempo. Un tiempo que, mientras tanto, se ha detenido por un instante como a ¨¦l le gustar¨ªa que se detuviera tambi¨¦n el suyo y este verano incipiente, reci¨¦n inaugurado y estrenado pero que se acerca ya a su ecuador.
Luego llegar¨¢n las fiestas. O antes. O al mismo tiempo, que a san Lorenzo se le celebra en muchos lugares, al margen de sus l¨¢grimas de estrellas pasajeras y fugaces. Llegar¨¢n las fiestas, las excursiones, las comidas familiares en casa o en el restaurante ("?qu¨¦ tal los ni?os?", ?"c¨®mo te va en el trabajo?", "?te jubilas o todav¨ªa te queda?"...), las visitas obligadas a ese lugar tan bonito que hay que ense?ar al grupo de amigos, la participaci¨®n en las actividades culturales del lugar, que alguien se encarga siempre de organizar para no parecer un indiferente, la colaboraci¨®n en el arreglo de la ermita o del cementerio, que se caen y hay que evitarlo... El veraneante del interior, con mayor o menor disposici¨®n, va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos hasta que, cuando se da cuenta, comienza a ver el final de agosto y, lo que es peor, el de sus vacaciones. Lo hace ya tarde, cuando el verano est¨¢ terminando y cuando ya apenas tiene tiempo de volver la vista atr¨¢s para intentar atrapar el tiempo o por lo menos para aprovecharlo m¨¢s.
Repetir ritos
Pero le pasa todos los a?os. Le pasa cada verano y le seguir¨¢ pasando, porque el verano es eso precisamente: una lluvia de estrellas pasajeras, de l¨¢grimas de San Lorenzo que se deslizan a toda prisa para satisfacci¨®n del mundo, que no sabe o no quiere entender ad¨®nde va. Si lo sabe, lo calla para no temblar de miedo, y si no lo quiere entender, lo oculta para que no le llamen cobarde. Al veraneante interior le han llamado cobarde muchas veces, si no expl¨ªcita, s¨ª impl¨ªcitamente, por empe?arse en repetir ritos, por agarrarse al rigor freudiano de sus or¨ªgenes familiares, por conformarse con su felicidad de pueblo, tan distinta de la de la aventura o de la de la aglomeraci¨®n playera, pero eso no le importa porque ¨¦l no est¨¢ de acuerdo con esa visi¨®n tan simple de su verano; al contrario, se cree el m¨¢s valiente por atreverse a enfrentarse al tiempo en lugar de escapar de ¨¦l, como hacen los otros. Pero ahora sabe que su cobard¨ªa es cierta. Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, cuando septiembre asoma sus barbas rubias por detr¨¢s de las fiestas patronales y los fuegos, cuando la m¨²sica del verano empieza a ajarse como la fruta seca, el veraneante del interior siente el v¨¦rtigo del tiempo y la cobard¨ªa de no enfrentarse a ¨¦l y entonces vuelve sus ojos a San Lorenzo, a esa noche tan hermosa que hasta el tiempo se detiene para ver caer las estrellas. A esa noche en la que el mundo, cansado de tantas vueltas, se para por unas horas y se queda inm¨®vil y a oscuras, con el cielo convertido en un estanque en el que los desaparecidos brillan como luci¨¦rnagas y los astros toman nombre de personas o de deseos.
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