La monta?a y Mahoma
El equivalente literario a los buenos prop¨®sitos de a?o nuevo son las lecturas de vasto alcance y hondo calado que uno planea para los meses de verano. Libros imponentes, ante los que nos prometemos en marzo: "?ste lo leer¨¦ en las vacaciones de julio o agosto". Nunca cumplimos los buenos prop¨®sitos de a?o nuevo, desde luego, pero a veces ocurre que permanecemos fieles a los planes estivales de lectura. As¨ª me ha sucedido este a?o con la tarea herc¨²lea de releer o, mejor, de acabar de leer La monta?a m¨¢gica, de Thomas Mann, de quien el pasado d¨ªa 12 de agosto se cumpli¨® el 50? aniversario de su muerte, en la nueva traducci¨®n de Isabel Garc¨ªa Ad¨¢nez publicada recientemente por Edhasa. Intent¨¦ escalar un par de veces este ocho mil literario en torno a los diecinueve a?os, pero me fallaron las fuerzas o me sobr¨® impaciencia. Con los a?os uno va perdiendo prisa, convencido de que, sea como fuere, nunca tendremos suficiente tiempo; entonces llevamos a cabo las tareas aplazadas cuando a¨²n la carne nos enga?aba haci¨¦ndonos creer urgentemente eternos... La monta?a m¨¢gica es sin duda una novela genial, en el sentido m¨¢s intimidatorio, abrumador y arrebatador de la palabra. Mientras la est¨¢s leyendo, no dejas de pensar: "Ya nadie escribe as¨ª". Y a?ades con un suspiro: "?Menos mal!". Porque ciertas genialidades nos son imprescindibles, pero nos tranquiliza que sean irrepetibles. O, por lo menos, eso es lo que me pasa a m¨ª. Y, sea por mi incurable frivolidad o por la ¨¦poca veraniega en que la he le¨ªdo, la gran obra de Mann se me ha antojado semejante a una colosal paella: siempre sabrosa, acumulativa y reiterativamente suculenta hasta lo adormecedor, con algunos tropiezos deliciosos para sobresaltarnos el gusto de trecho en trecho. Aunque ya est¨¦s harto, sigues comiendo compulsivamente con placer; de vez en cuando, esperando tregua, echas una mirada a la paellera y ah¨ª sigue quedando arroz para volver a servirte, ay. Entonces uno piensa con temor que tanto y tan gran deleite nos va a llevar muchas horas de trabajosa digesti¨®n... En ella estoy ahora y, a modo de alka-seltzer lenitivo, propongo estos so?olientos apuntes.
Empiezo por decir que soy contrario a ese elogio de las grandes obras del pasado que siempre nos las recomiendan diciendo: "Su argumento, sus ideas, su trama..., tienen una rabiosa actualidad". Me parece un signo de miop¨ªa cultural interesarse s¨®lo por lo actual. Lo verdaderamente apasionante de los cl¨¢sicos de la literatura es que nos hacen comprender la vigencia de la humanidad a trav¨¦s de actitudes, enfrentamientos o dilemas que ya no conservan presencia hist¨®rica. Es bueno saber que se puede ser tan humano como nosotros ahora y aqu¨ª protagonizando formas de vida y creencias que poco o nada tienen que ver con las nuestras. Lo ¨²nico que debiera permanecer siempre actual es la culta curiosidad por cu¨¢ntas configuraciones distintas suele adoptar en el tiempo y el espacio lo que irremediablemente somos. Y, sin embargo... Sin embargo, a lo largo de las semanas del mes de julio en que le¨ªa la novela de Thomas Mann, alternando sus p¨¢ginas con peri¨®dicos y con telediarios entrecortados por ventiscas cat¨®dicas (la se?al de televisi¨®n no llegaba demasiado n¨ªtida a mi para¨ªso veraniego), no pude por menos de rendirme a la evidencia: ?caramba, en La monta?a m¨¢gica se plantea un conflicto ideol¨®gico de rabiosa actualidad! O sea, aqu¨ª se da voz y expresa la amenaza de una rabia que sigue siendo actual.
Veamos. El libro inmortal fue publicado en 1924. Como es famoso, narra la estancia en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos del joven Hans Castorp, un burgu¨¦s acomodado, conservador y sentimental...; perm¨ªtanme el pleonasmo. Llega como visitante por tres semanas y se quedar¨¢ a?os como paciente, durante los cuales madurar¨¢ y agonizar¨¢ -en el sentido unamuniano de la palabra- a trav¨¦s de experiencias minuciosamente descritas que le van revelando a medias los arabescos de la carne y el esp¨ªritu, del amor y de la muerte. La mayor¨ªa de lo que as¨ª se nos cuenta es sumamente interesante por lo inactual, precisamente: baste como ejemplo que este enfermo pulmonar se pasa gran parte del relato buscando sus cigarros favoritos y degust¨¢ndolos durante sus curas de reposo..., o intercambi¨¢ndolos con los que le ofrece el doctor que le atiende. Durante su incurable cura, mantiene relaciones y sufre la sugesti¨®n de diversos personajes, deseados, indeseables o indiferentes. Pero lo m¨¢s relevante es que dos de ellos acometen voluntariosamente la tarea de educarle ideol¨®gicamente: Lodovico Settembrini en primer lugar y despu¨¦s, contra ¨¦l, Leo Naphta. Este duelo de influencias es quiz¨¢ lo m¨¢s inolvidable de este complejo relato imposible de olvidar. Los planteamientos de ambos contendientes tienen fecha inequ¨ªvoca en sus referencias y procedimientos argumentales; sin embargo, su encontrada apuesta no s¨®lo permanece vigente, sino que ha recobrado actualidad en el hoy m¨¢s reciente, es decir, durante el pasado julio, mientras yo le¨ªa a Mann y las bombas estallaban en Russell Square, junto al hotel que durante d¨¦cadas ha sido el m¨ªo en Londres.
Settembrini es un ilustrado, un progresista: su arma es la raz¨®n, y su objetivo, la felicidad terrenal humana. Tuvo un abuelo carbonario, perseguido por la reacci¨®n, y admira al poeta Giosu¨¦ Carducci. Pretende que Castorp huya cuanto antes de la molicie rutinaria y letal del sanatorio, que le enfanga en la carnalidad perecedera, para dedicarse al trabajo y al avance humanista. ?Luz, m¨¢s luz! Pero el oscuro Naphta, una especie de jesuita revolucionario, desacredita estos ideales. Todo lo que propone Settembrini es mera moral burguesa, que no sabe lo que quiere. Peor: que oculta el nombre de lo que quiere, la glorificaci¨®n de un yo individualista cuyo ¨²nico destino es medrar en un Estado sin otra alma que el dinero. ?El demon¨ªaco imperio del dinero, la economizaci¨®n del alma que han condenado todos los verdaderos santos que en el mundo han sido! Settembrini busca el refuerzo democr¨¢tico de los Estados nacionales, por encima de los cuales se debe elevar un derecho superior basado en valores humanistas universales que zanje con su arbitraje y pac¨ªficamente los conflictos. Naphta postula la supresi¨®n de las naciones en un Estado Universal basado en la fe, que es el verdadero ¨®rgano de conocimiento. La raz¨®n es secundaria. "La ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepci¨®n del mundo, una idea; en resumen, siempre hay una voluntad, y lo que hace la raz¨®n es interpretarla y demostrarla". Lo ¨²nico que puede contrarrestar las apetencias humanas ego¨ªstas es el af¨¢n de absoluto que enfrenta a cada cual con la
jerarqu¨ªa sobrena-tural que no puede ser doblegada, cuyo poder no son los goces de la vida, sino el imperio de la muerte. Y concluye Naphta, juntamente premoderno y posmoderno, actual¨ªsimo: "No son la liberaci¨®n y expansi¨®n del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de nuestro tiempo. Lo que necesita, lo que est¨¢ pidiendo, lo que tendr¨¢ es... el terror".
Para Leo Naphta, a comienzos del pasado siglo, la catarsis del terror deb¨ªa llegar a lomos de la dictadura del proletariado. As¨ª ocurri¨®, como sabemos, pero tambi¨¦n sabemos ya que la derrota de los dictadores que se arrogaron la representaci¨®n del proletariado no ha agotado las legitimaciones del terror en nombre de lo Absoluto, que sabe transformarse y perdurar. Frente a ellas, el ilustrado y contradictorio Settembrini, abogado de la paz siempre desmentida frente a la guerra purificadora preconizada por su adversario, ofrece cada vez m¨¢s una imagen vacilante y chata, permeada torpemente en demasiadas ocasiones por la determinaci¨®n agresiva que dice querer contrarrestar. No es tanto cuesti¨®n de una religi¨®n u otra (ni de una ideolog¨ªa ascendida a religi¨®n), sino de la Fe como exigencia de exterminio y autoinmolaci¨®n: una tentaci¨®n aciaga que vuelve una y otra vez. Nuestras sociedades mimadas y tibias, sanamente ego¨ªstas pero no lo suficiente para comprender que hay que buscar c¨®mplices masivos a nuestro ego¨ªsmo del bienestar material en el mundo entero, apenas pueden comprenderlo. Al nuevo terrorismo islamista se le dan explicaciones conmovedoramente "burguesas": pobreza, injusticia, atropellos b¨¦licos, nuestra mala conciencia... Al leerlas, recuerdo el viejo chiste del borracho que buscaba la llave de su casa bajo la farola no porque la hubiera perdido all¨ª, sino porque hab¨ªa m¨¢s luz. Los verdaderos pobres de este mundo padecen a los ricos y se destruyen unos a otros, pero no causan masacres entre nosotros. S¨®lo atacan los que ans¨ªan la primac¨ªa, no los que padecen la marginaci¨®n. Intentar comprender a Al Qaeda a partir de la "humillaci¨®n de los musulmanes por los occidentales" es como querer entender el nazismo como reacci¨®n a la humillaci¨®n alemana por la capitulaci¨®n de Versalles: algo hay, pero no lo suficiente ni lo fundamental. Cuando Jomeini pronunci¨® la fatwa contra Rushdie, John Le Carr¨¦ culp¨® al escritor por la impertinencia de su blasfemia; despu¨¦s del 7-J en Londres, Le Carr¨¦ nos recuerda las vastas e inconcretas explotaciones de Occidente respecto a los dem¨¢s. Su simpleza es consecuente y, aunque quiz¨¢ no lo sepa, vanidosamente etnoc¨¦ntrica: nosotros somos siempre los protagonistas, para bien o para mal, de la historia universal. S¨®lo nosotros protagonizamos, sean haza?as o fechor¨ªas: los dem¨¢s deben contentarse reaccionando con admiraci¨®n, sumisi¨®n o rencor contra nosotros. No se le pasa por la cabeza que quiz¨¢ otros puedan tomar la iniciativa, que podamos de veras padecer y ser v¨ªctimas por decisiones ajenas y no por los errores de las nuestras, meras excusas postmodernas... El verdadero peligro est¨¢ en los creyentes y no en los ego¨ªstas racionales, como explic¨® Ian Buruma: "Los aut¨¦nticos creyentes pueden ser m¨¢s peligrosos que los h¨¢biles ego¨ªstas. Estos ¨²ltimos pueden incumplir un acuerdo; los primeros tienen que llegar al final y arrastrar al mundo con ellos".
En la vieja monta?a de Thomas Mann, donde la curaci¨®n parece siempre al alcance de la mano pero el tiempo se la lleva sin remedio, Hans Castorp asumi¨® como lema el de que deb¨ªa acostumbrarse a no acostumbrarse nunca. Quiz¨¢ debamos adoptarlo tambi¨¦n como leyenda de nuestros marchitos blasones. En cualquier caso, tras cuatro o cinco platos de paella, a¨²n queda arroz en la paellera para servirnos una y otra vez. Pero no olvidemos que se acerca la hora de hacer la dif¨ªcil digesti¨®n...
Fernando Savater es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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