El hombre que no se enfadaba
Se sabe que Juan Garc¨ªa Hortelano (Madrid, 1928-1992) se enfad¨® muy pocas veces a lo largo de su vida. Y se asegura que las pocas veces que se enfad¨®, hasta el extremo de caer en la ira, fue siempre por el mismo motivo: la muerte de alg¨²n ser querido. En tales casos, sus ojos grandes, negr¨ªsimos y saltones, se hac¨ªan m¨¢s grandes, m¨¢s saltones y m¨¢s negros y casi se le desorbitaban para lanzarse a la caza del incordiante y siempre ignoto culpable. El autor de Tormenta de verano, de El gran momento de Mary Tribune, de Gram¨¢tica parda y de Gente de Madrid, entre otros t¨ªtulos memorables, quien pose¨ªa, como pocas personas ha dado este pa¨ªs de intransigentes, el don de comprenderlo casi todo gracias a su talento para el noble ejercicio de la tolerancia y de la imaginaci¨®n, se neg¨® rotundamente a intentar comprender que los seres que nos rodean puedan desaparecer para siempre de este mundo. Lo consideraba una afrenta, sencillamente. Y la resignaci¨®n del pr¨®jimo ante la muerte le provocaba un profundo asco y una rabia sin l¨ªmites. La indignaci¨®n contra la muerte y contra la injusticia era el m¨¢s duro reproche, el ¨²nico sentimiento negativo que en contra de la condici¨®n humana anid¨® en las entra?as de un hombre que -es, incluso, t¨®pico repetirlo- fue pura bondad.
Era una bondad tan inteligente la suya que procuraba esconderla para no ofender. Era una estratagema de hombre pudoroso
Su obra, por dos veces, dos, protagoniz¨® la renovaci¨®n de la novel¨ªstica espa?ola a lo largo de cuarenta a?os
Sin embargo, no quisiera que el hecho de empezar estas l¨ªneas sobre Juan Garc¨ªa Hortelano recordando su actitud ante la muerte ajena restara luminosidad a su imagen. Pero rabia es, justamente, lo que su desaparici¨®n sigue provocando todav¨ªa hoy en muchos de sus amigos. Y rabia es lo que experimento contra la desangelada afirmaci¨®n de que "no hay nadie insustituible". Mentira: hay personas insustituibles. Y Juan Garc¨ªa Hortelano era una de ellas. Era insustituible como amigo, como conversador, inteligente, brillante, divertido, fino y generoso. Muy generoso. Porque demostraba la misma inteligencia, la misma brillantez, la misma finura y el mismo sentido del humor cuando, en lugar de hablar -ejercicio en el que era un maestro-, ejerc¨ªa otra funci¨®n en cuya pr¨¢ctica suelen estrellarse mentes consideradas privilegiadas: escuchar a los dem¨¢s.
Garc¨ªa Hortelano era un genio contando an¨¦cdotas, conversando sobre literatura, sobre f¨²tbol, sobre asuntos de la vida, por nimios que pudieran parecer; pero tambi¨¦n era un genio escuchando a los dem¨¢s. Entregado a este quehacer tan infrecuente, tan poco aparente, tan modesto y tan poco lucido, mostraba la sensibilidad y el talento propios del gran, grand¨ªsimo, escritor que era. Sus preguntas, sus miradas, su sonrisa, sus gestos de cabeza asintiendo o negando forzaban al interlocutor a no dejar hilos sueltos, a no caer en interpretaciones monol¨ªticas, a dar con los motivos ocultos de las cosas, a recurrir a pinceladas de humor o a elementos de sorpresa para a?adir inter¨¦s y vitalidad a lo que quiz¨¢ no lo ten¨ªa.
Forzoso es aclarar un aspecto de la bondad de Juan Garc¨ªa Hortelano: era indudable, s¨ª; pero, adem¨¢s, se trataba de una bondad m¨¢s escasa a¨²n que la mism¨ªsima bondad: era una bondad inteligente. Pretendo decir que no era la suya una bondad exhibicionista, ni destinada a tranquilizar a quien la practica. Era una bondad tan inteligente, la de Garc¨ªa Hortelano, que procuraba esconderla para no ofender. Era una estratagema de hombre pudoroso parecida a la que aplicaba a su portentosa inteligencia: tambi¨¦n la disimulaba. La disimulaba, sobre todo, en presencia de personajes con vocaci¨®n de pavo de real, que -¨¦l lo sab¨ªa- necesitaban mostrarse m¨¢s inteligentes que nadie. Recuerdo, en tales circunstancias, la mirada ligeramente h¨²meda, algo empapada por la bruma acorde a esa tristeza que suele embargarnos al contemplar cu¨¢n poco consistente y fiable es la naturaleza humana, una amalgama de flaquezas, miserias y grandes aspiraciones que a veces se nos presenta como un espect¨¢culo inspirador de piedad y de sensaci¨®n de extra?eza.
La ausencia de Garc¨ªa Hortelano desmiente rotundamente la manida aseveraci¨®n que nos dice que "no hay nadie insustituible". Hay personas insustituibles. Cuando desaparecen, la vida se afea y da la sensaci¨®n de haber perdido algo de luz. La vida y tambi¨¦n algunos lugares. En este caso, y personalmente, desde hace a?os, cuando llego a Madrid tardo unas horas en advertir que el luminoso cielo velazque?o de la ciudad sigue ah¨ª. Tardo el buen rato que me lleva olvidar cu¨¢n extra?o se me sigue antojando llegar a Barajas, o a Atocha, y no coger un taxi en direcci¨®n a Gaztambide, 4, donde Mar¨ªa Jes¨²s, la mujer de Juan Garc¨ªa Hortelano, se dispone ya a preparar el caf¨¦ o las copas que servir¨¢ a la catalana de turno, mientras Juan, al tel¨¦fono, confirma la concurrencia de ?ngel Gonz¨¢lez y de Jaime Salinas, impaciente este ¨²ltimo por saber qu¨¦ dijo exactamente Jos¨¦ Mar¨ªa Castellet a Carlos Barral, la noche antes, en Bocaccio. S¨ª, a muchos barceloneses amigos de Juan Garc¨ªa Hortelano y de Mar¨ªa Jes¨²s nos sigue pareciendo una injusticia llegar a Madrid y coger un taxi en direcci¨®n a un hotel, o donde sea, sin hacer un primer alto en Gaztambide, 4. Da rabia, como la muerte. Y dura lo que el tiempo, invisible, nos suelta la fr¨ªa bofetada y corrigiendo al mism¨ªsimo Jaime Gil de Biedma se atreve a decir la verdad: que de todo hace ya m¨¢s, no de veinte a?os, sino de treinta. Por el momento. Un momento del que pronto se cumplir¨¢n cuarenta. Y eso nada puede remediarlo. Nada. Ni la sonrisa m¨¢s solar de Juan Garc¨ªa Hortelano.
Pero, lamentablemente, quiz¨¢ sea preciso empezar a hablar de Juan Garc¨ªa Hortelano como si no hubi¨¦ramos disfrutado de su enorme calidad humana. Un pa¨ªs como el nuestro, una sociedad literaria como la espa?ola, taca?a hasta la impiedad, es incapaz de reconocer virtudes humanas e intelectuales en un mismo sujeto. Hay que escatimarle lo uno o lo otro. Y, por lo visto, si queremos llamar la atenci¨®n sobre su grandeza literaria, deberemos dejar de hablar de aquel hombre dulce y socarr¨®n, dotado de una sensibilidad ¨¦tica y est¨¦tica fuera de lo com¨²n. ?l, que sent¨ªa asco por la petulancia y la vanidad, eligi¨® llevar su grandeza literaria con discreci¨®n y divertida modestia, pero su posteridad, en la que ya estamos instalados, no tiene porqu¨¦ tardar en reconocer la inconmensurable val¨ªa de su obra. Una obra que, por dos veces, dos, protagoniz¨® la renovaci¨®n de la novel¨ªstica espa?ola a lo largo de cuarenta a?os. La primera se remonta a principios del decenio de los sesenta, con Tormenta de verano y Nuevas amistades, t¨ªtulos que, tem¨¢ticamente centrados en la cr¨ªtica de la burgues¨ªa, no se limitaban al cumplimiento del ideario moral e ideol¨®gico del realismo cr¨ªtico de la ¨¦poca, sino que planteaban, adem¨¢s, una b¨²squeda est¨¦tica, una ambici¨®n verbal y el rechazo al manique¨ªsmo al uso consistente en dividir el mundo entre buenos y malos seg¨²n la clase social a la que sus representantes pertenec¨ªan. Rehuyendo la prosa decimon¨®nica, chata y ramplona de la narrativa al uso, heredada del posromanticismo burgu¨¦s, opt¨® por la urgente puesta en pr¨¢ctica de un lenguaje fr¨ªo, distante y objetivo, af¨ªn al de los escritores franceses del nouveau roman (Robbe-Grillet en especial) y el uso de las t¨¦cnicas pr¨®ximas a las de los narradores norteamericanos behavioristas (Dashiel Hammet, John Dos Passos), recursos que llev¨® hasta sus ¨²ltimas consecuencias, sarc¨¢sticamente, en la memorable El gran momento de Mary Tribune. Fue una evoluci¨®n (rastreable en su volumen de Cuentos completos) hacia una radicalidad que dar¨ªa sus inquietantes frutos en el volumen Ap¨®logos y milesios y, sobre todo, en la genial Gram¨¢tica parda, donde llev¨® a la pr¨¢ctica el gran sue?o de Flaubert: "Escribir un libro sobre nada, sin tema o con un tema inasible, ¨²nicamente sostenido por la fuerza interna del estilo".
En un mundo editorial m¨¢s m¨ªsero, econ¨®micamente, que el actual, en una sociedad literaria y lectora en la que vender tres mil ejemplares de una novela supon¨ªa una aut¨¦ntica gesta, se daban estos milagros: escritores que, como es el caso de Garc¨ªa Hortelano con El gran momento de Mary Tribune, se pasaban veinte a?os escribiendo una novela. ?Y qu¨¦ novela! Eran tiempos en los que los escritores (a¨²n queda alguno de muestra) se dedicaban a la literatura. Habr¨ªa que evitar que sus obras cayeran en el olvido, sobre todo teniendo en cuenta la triste orfandad en que se forman los j¨®venes escritores.
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