El so?ador
No recordaba cu¨¢ndo se hab¨ªa aficionado a so?ar.
Eran sue?os personales, sue?os planeados. Todo el mundo sue?a, pero se abandona al subconsciente cuando duerme y el subconsciente tiene su propia l¨®gica. Lo suyo era otra cosa. Una vez acabado el d¨ªa (iba a decir la jornada laboral y se detuvo a tiempo porque estaba en paro), despu¨¦s de haber cenado, se tend¨ªa en la cama boca arriba con la cabeza apoyada en el cuadrante, cruzaba las manos sobre el pecho y preparaba el -por as¨ª llamarlo- gui¨®n de su sue?o al que se entregaba.
El amor, para ¨¦l, nunca hab¨ªa sido un juego expuesto, sino un encuentro abrigado. Lo atribu¨ªa a la falta de tiempo, desde luego, pero tambi¨¦n a la falta de ocasiones. O quiz¨¢ a ambos motivos. Se sent¨ªa como esos p¨®lipos marinos fijos en una roca que s¨®lo se alimentan de lo que pasa por delante de ellos, si pueden pillarlo. Por esa raz¨®n so?aba y preparaba sus sue?os, que siempre reflejaban situaciones de audacia, encuentros atrevidos. Con tanto tiempo libre y su buena disposici¨®n para dormir, se hab¨ªa convertido en un virtuoso del sue?o.
Por una vez, los reflejos actuaron de acuerdo con su nueva condici¨®n de hombre libre y aventurero. No cab¨ªa en s¨ª de satisfacci¨®n. Al fin ten¨ªa el contacto
Despert¨® angustiado. Era de noche. Un timbre sonaba insistentemente. El problema de los guiones es que se sabe c¨®mo empiezan, pero no c¨®mo terminan
Los golpes de fortuna que comienzan con una mirada aceptada y terminan al anochecer en un encuentro apasionado s¨®lo suceden en las pel¨ªculas y en los sue?os
Cuando se puso en marcha, sinti¨® una excitaci¨®n especial. Sali¨® al descansillo. Nadie a la vista ni al o¨ªdo. Introdujo la llave en la puerta vecina...
-Ten cuidado con los sue?os -le hab¨ªan aconsejado. ?l se re¨ªa. Nadie confunde los sue?os con la realidad porque los sue?os alegran y rejuvenecen la realidad.
Una semana antes, por ejemplo, se hab¨ªa mudado al apartamento cuya puerta estaba frente a la suya una mujer joven, desenvuelta y muy atractiva, y que viv¨ªa sola. La vio un d¨ªa, nada m¨¢s mudarse, y ¨¦se fue todo el contacto. La gente de suerte se encuentra en el ascensor o su vecina necesita algo y llama a su puerta o se crean ocasiones de encuentro. ?l, en cambio, s¨®lo se hab¨ªa cruzado con ella una vez. Iba vestida con un corto traje vaporoso que ondeaba sobre sus firmes y bien dispuestos muslos como una tentadora promesa de desnudez. Y nunca m¨¢s. No coincid¨ªan ni en el ascensor. Mala suerte. Era guapa y morena.
Al principio no puede decirse que so?ara lo que quer¨ªa, pero empezaba a construir una historia en el entresue?o que le transportaba al mundo de sus deseos. M¨¢s tarde logr¨® inducirse sus propios sue?os. La que no resultaba placentera, en cambio, era la realidad. De hecho, acababa de romper un par de meses antes con una secretaria de su oficina especializada en destrozar sus sue?os y convertir la pasi¨®n en vulgaridad y, como de costumbre, atacada de los nervios por la pasividad final que ¨¦l mostraba siempre que decid¨ªa acabar con una historia, en acoso; un caso clar¨ªsimo de incomprensi¨®n relacional.
La ocasi¨®n se present¨® inesperadamente, como en una pel¨ªcula. Una ma?ana, cuando se dispon¨ªa a entrar en la ducha, son¨® el timbre de la puerta. Decidi¨® abrir sin preguntar y se encontr¨® ante un mensajero que le tend¨ªa un paquete para su vecina. Al parecer no hab¨ªa nadie en la casa y el portero era inencontrable. El mensajero s¨®lo quer¨ªa deshacerse del paquete y salir pitando, as¨ª que ¨¦l acept¨® firmar el recib¨ª en nombre de ella, por lo que le pareci¨® un golpe de audacia bien aprovechado. Si no estaba dispuesto a dejar pasar ninguna oportunidad, esta vez hab¨ªa cumplido con su objetivo. Entr¨® en casa, dej¨® el paquete sobre la mesa del recibidor, se duch¨® y visti¨® con un conjunto perfectamente casual y sali¨® a desayunar verdaderamente contento consigo mismo. Por una vez los reflejos actuaron de acuerdo con su nueva condici¨®n de hombre libre y aventurero. No cab¨ªa en s¨ª de satisfacci¨®n. Al fin ten¨ªa el contacto.
Al mediod¨ªa ya estaba atento por si la mujer regresaba a almorzar. La estuvo recordando: alta, uno sesenta y cinco por lo menos, delgada, pero de cuerpo firme, bien moldeado, un trasero contundente, unas piernas esbeltas, unos zapatos de tac¨®n con el pie desnudo y, sobre todo, el vuelo de esa falda corta y vaporosa que obligaba a subir con la imaginaci¨®n por los muslos en movimiento. El tipo ideal. El tipo de sus sue?os.
Los golpes de fortuna que comienzan con una mirada aceptada y terminan al anochecer en un encuentro apasionado s¨®lo suceden en las pel¨ªculas y en los sue?os. Esa noche pens¨® en construir algo m¨¢s duradero, no un culebr¨®n, no un melodrama barato. Pens¨® en algo grande, un pr¨®logo a lo que se avecinaba. Era un rendido admirador de William Irish, el rey del suspense.
Por la tarde, cuando escuch¨® el ruido de la puerta de enfrente, tom¨® el paquete y sali¨® al descansillo. Decepci¨®n: la mujer de edad madura que manipulaba la cerradura le observ¨® sobresaltada, a la defensiva. ?l, sin perder la compostura, se dirigi¨® a ella con un gesto encantador para explicarle el porqu¨¦ de su repentina aparici¨®n: el paquete. La mujer era la asistenta de su vecina y acud¨ªa los lunes, mi¨¦rcoles y viernes a hacer la casa, seg¨²n se explic¨® cuando hubo recobrado la confianza. Hoy era mi¨¦rcoles. Los golpes de fortuna, en efecto, s¨®lo suced¨ªan en sus sue?os, y las situaciones que no se cumplen a la primera, espont¨¢nea y libremente, no se rehacen jam¨¢s. Eso pensaba, pero su pensamiento qued¨® interrumpido por la constataci¨®n de un hecho incre¨ªble: en su aturullamiento, la se?ora, despu¨¦s de despedirse, hab¨ªa dejado su llave en la puerta por el exterior.
?se era un verdadero punto de partida, muy Irish. A poco que las cosas rodaran l¨®gicamente, la asistenta no echar¨ªa en falta la llave hasta el viernes, cuando volviera a la casa a hacer su trabajo. Ahora ten¨ªa una excusa mucho mejor que la del paquete. Feliz, volvi¨® a meterse en la cama. Se encuentra en la ferreter¨ªa esperando a que le hagan un duplicado de la llave, pregunt¨¢ndose si no ser¨ªa una locura; el ruido chirriante del torno mordiendo la llave le embriaga. Por pura precauci¨®n, extrae otra llave de su llavero -la de su vecina la hab¨ªa introducido antes en ¨¦l y sacado ostensiblemente ante el ferretero- y encarga tambi¨¦n una copia para darle mayor naturalidad al asunto. Era imposible que as¨ª levantara sospechas. Pero ?sospechas de qu¨¦?, se dice alegremente. Un buen detalle ser¨ªa el de tener la precauci¨®n de marcar con una estr¨ªa la llave duplicada para no confundirla. No se deben correr riesgos. El ferretero la marca con un punz¨®n. Gracias, es para mi sobrina. Ahora tiene acceso libre a la casa. De todos modos resulta dif¨ªcil pensar que nadie vaya a investigar acerca del destino de una llave que una asistenta atolondrada se hab¨ªa dejado encajada en la cerradura y que ¨¦l iba a devolver inmediatamente a su verdadera propietaria recomend¨¢ndole que tuviera buen cuidado con estas cosas porque as¨ª es como uno se encuentra su casa patas arriba el d¨ªa menos pensado. S¨ª, hab¨ªa una epidemia de robos ¨²ltimamente.
M¨¢s tarde, mientras tomaba un bocado, record¨® la escena y se gust¨®. Adem¨¢s, desde que encontrara la llave olvidada en la cerradura, un deseo tomaba forma de manera persistente. No conoc¨ªa la casa de ella, que deb¨ªa ser un apartamento como el suyo, pero en espejo. Sin embargo, eso no le ayudaba a amueblar debidamente el escenario que quer¨ªa representarse previamente. Necesitaba repetir el gui¨®n, pero esta vez con mayor morosidad, con mayor deleite. Necesitaba el morbo del escenario para lograr una verdadera credibilidad, una impecable puesta en escena para entretener la espera del momento cumbre, cuando pasara a entregarle la llave de la asistenta. Hab¨ªa decidido esperar al d¨ªa siguiente, como si se resistiera a devolverla o prefiriese apurar el tiempo de tenerla en su poder, no sab¨ªa por qu¨¦, no hab¨ªa una raz¨®n salvo, quiz¨¢, la de mantener la situaci¨®n de espera. Mir¨® la hora. Madrugada. Volvi¨® a dormirse.
Al despertar, primero pens¨® en la llave y a continuaci¨®n en la asistenta. Hoy ya era jueves. Hoy libraba. El piso estar¨ªa vac¨ªo. Sali¨® al descansillo y puls¨® el timbre para asegurarse de la ausencia de su vecina, aunque era evidente que ella estar¨ªa en su trabajo. No contest¨® nadie y volvi¨® lentamente a su propio piso, d¨¢ndole vueltas a una idea audaz. Desayun¨® tranquilamente unas tostadas, un caf¨¦ con leche y un zumo de naranja natural que prepar¨® con esmero, como si se concediera toda la importancia debida a un momento trascendente. Despu¨¦s, se dedic¨® a sopesar los pros y los contras de su idea. ?Qu¨¦ bien hab¨ªa hecho al no devolver la llave inmediatamente, cuando regres¨® a su casa la mujer la noche anterior! La idea que hab¨ªa tomado forma en su cabeza le subyugaba e iba a cumplirla. Un golpe de audacia al fin.
Cuando se puso en marcha, sinti¨® una excitaci¨®n especial. Sali¨® al descansillo. Nadie a la vista ni al o¨ªdo. El ascensor, entre medias de ambos apartamentos, no registraba movimiento. Introdujo la llave en la puerta vecina y, en ese instante, un pensamiento lo paraliz¨®. ?Habr¨ªa una alarma conectada? Durante unos segundos dud¨® con la llave encajada en la cerradura. Fueron dram¨¢ticos, decisivos. Entonces, imbuido quiz¨¢ por el propio dramatismo de la escena, gir¨® la llave sin pensarlo y se introdujo en la casa cerrando la puerta detr¨¢s de ¨¦l.
No hab¨ªa alarma o no estaba conectada. Ahora se encontraba dentro. La casa era suya. Un sentimiento de satisfacci¨®n se entremezcl¨® con su propio nerviosismo. Excitado, pas¨® al sal¨®n, escudri?¨® la cocina, se asom¨® al ba?o, alcanz¨® el dormitorio. Era un apartamento gemelo al suyo, pero la diferencia le anonadaba. Era tan distinto en todo... Empez¨® a colocar la imagen de la mujer en aquel espacio, en los muebles, en los colores, en las cortinas, en los objetos. Notaba un olor especial, suave, envolvente. En el dormitorio estuvo comprobando la firmeza del colch¨®n, la textura de la colcha, el tacto de las almohadas (era una cama grande, de matrimonio, eso le gust¨®). Abri¨® el armario y abri¨® los cajones, pero tuvo buen cuidado de mirar sin descolocar. Una mano ajena en la intimidad propia se advierte en seguida. Poco a poco iba percibiendo la sensualidad de la casa, poco a poco se met¨ªa en ella.
El ba?o comunicaba directamente con el dormitorio. Y de pronto, como atacado por una iluminaci¨®n imperiosa, empez¨® a desnudarse sin dudarlo un instante, abri¨® la mampara de la ducha, y solt¨® el agua. Mientras ca¨ªa se pase¨® de nuevo por toda la casa con el ruido del agua corriendo como ruido de fondo, caminando lentamente, como apropi¨¢ndose del espacio, cada vez m¨¢s excitado no s¨®lo por motivos sexuales, sino tambi¨¦n por la emoci¨®n del riesgo. Luego volvi¨® al ba?o y se meti¨® bajo el agua. Estuvo duch¨¢ndose tranquilamente, sabiendo que si ella volv¨ªa y entraba en la casa no percibir¨ªa hasta que ella se asomase al cuarto de ba?o. Lo vivi¨® como la m¨¢s intensa situaci¨®n de peligro que recordaba. Era el peligro lo que le alteraba y, adem¨¢s, al recordar a la mujer, se excit¨® de verdad.
Cuando termin¨®, permaneci¨® apoyado en la pared de azulejos, respirando hondo, escuchando caer el agua, dispuesto a retirarse. Lo hizo en cuanto se hubo secado y vestido. Dej¨® todo en el orden en que recordaba haberlo visto por primera vez y abandon¨® la casa silenciosamente, lleno de paz, despu¨¦s de echarle la ¨²ltima mirada.
Cen¨® muy temprano en un restaurante chino que ofrec¨ªa un excelente men¨² del d¨ªa: rollos primavera, ternera con pimientos y arroz tres delicias por doce euros, vino y caf¨¦ incluido, y volvi¨® a galope. Tendr¨ªa que devolver la llave esa misma tarde, porque a la ma?ana siguiente, al llegar la asistenta, se descubrir¨ªa el pastel. De hecho tendr¨ªa que haberla devuelto la tarde del d¨ªa que la encontr¨®, ayer, pero en ese caso no habr¨ªa podido cumplir con la experiencia que acababa de vivir.
Era ya tarde cuando escuch¨® el ruido del ascensor en el descansillo; acudi¨® aprisa a la mirilla de la puerta y pudo ver a la mujer ante la suya registrando el bolso. Sin dudarlo un segundo, sali¨® afuera.
La mujer se volvi¨® sobresaltada, sobresalto que se cambi¨® en una mezcla de desconcierto, recelo y sorpresa al ver al hombre.
-Perdone si la he asustado. Soy su vecino.
-Ah -contest¨® ella, a¨²n sorprendida-. S¨ª. Es cierto. No le hab¨ªa reconocido. Yo... -segu¨ªa buscando en el bolso mientras sonre¨ªa. ?l pens¨® si en su prisa no habr¨ªa un cierto miedo. Sac¨® la llave del bolsillo y se la tendi¨® a ella.
-El caso es que ayer su asistenta se dej¨® la llave puesta por fuera, en la cerradura.
-?Ayer? ?Y por qu¨¦ no me la devolvi¨® ayer?
-Pues, no s¨¦, no la o¨ª llegar.
-Mire, perdone, pero no me hace gracia que mi llave ande en manos de otra persona. Se la pudo haber dado al portero. O echarla en mi cajet¨ªn. O... en fin, muchas gracias y buenas noches.
Cuando ¨¦l se tumb¨® en la cama, a¨²n temblaba de ira. ?Y pensar que le hab¨ªa devuelto la llave! Ahora ya no ten¨ªa remedio. Si la hubiera dado por perdida, ?a qui¨¦n le hubiera importado? Quiz¨¢ entonces hubiera venido toda melosa a preguntar si acaso hab¨ªa encontrado una llave... o ni eso, la asistenta se hubiese llevado una buena bronca y ah¨ª habr¨ªa acabado todo. Le desesperaba la ingratitud. Luego, al sofoco lo rindi¨® la fatiga.
?l llama a la puerta y ella acude a abrir; ¨¦l la empuja y se cuela dentro. No, incomprensiblemente, la situaci¨®n retrocede. Confusi¨®n. ?Qu¨¦ encierra en la mano? ?Ah, la llave duplicada! ?Bien! ?Siempre los detalles! Entonces ¨¦l se acerca a la puerta, escucha: no hay ruido dentro, ni del televisor, ni de m¨²sica, nada de eso. Sigilosamente abre la puerta, la sujeta primero y luego empuja muy lentamente. El sal¨®n est¨¢ a oscuras. Cierra tras ¨¦l con el mismo cuidado de antes, se descalza, deja los zapatos junto a la puerta y empieza a avanzar. Hay luz en la cocina. Con extrema precauci¨®n va acerc¨¢ndose paso a paso hasta echar una mirada al interior. La cocina resplandece bajo la luz de ne¨®n y la mujer est¨¢ de espaldas a ¨¦l, vestida con un pantal¨®n corto de pijama y desnuda de cintura para arriba. En ese momento, un motor rota estrepitosamente, ¨¦l trastabilla y tiene que agarrarse a la puerta de la cocina para no caer; la puerta se vence, pero el ruido de la batidora ahoga el suyo. De todos modos, algo debe llamar la atenci¨®n de la mujer, porque, sin soltar el aparato, se vuelve.
Su primera reacci¨®n es soltar la batidora y tratar de cubrirse el pecho con los brazos. Tiene los pechos muy bien desarrollados. ?l se queda prendido a ellos, con los brazos abiertos en forma de excusa, sin acabar de tomar conciencia de su situaci¨®n. Esta actitud le cuesta cara, pues la mujer abandona todo pudor, arranca literalmente el vaso de la batidora y se lo arroja a la cara. ?l lo para con las manos, siente un fuerte dolor en la mu?eca izquierda y de inmediato oye el estr¨¦pito del vaso al fragmentarse contra el suelo. La mujer tantea en busca de alguna defensa y, de pronto, le lanza una patada desesperada al bajo vientre que ¨¦l esquiva. Entonces lo ve todo rojo. Tiene su cuello entre las manos y al tiempo nota que le golpean en la cabeza y la espalda con un instrumento d¨¦bil, ?una cuchara de madera? Aprieta hasta quedarse sin aliento y luego la suelta. La mujer se va deslizando hacia el suelo, donde queda en una postura grotesca. S¨®lo sus pechos permanecen firmes. ?l se pasa las manos por la cara. Luego recoge su reloj de pulsera del suelo; debi¨® haber saltado al recibir el impacto del vaso.
Despert¨® angustiado. Era de noche. Un timbre sonaba insistentemente. El problema de los guiones es que se sabe c¨®mo empiezan, pero no c¨®mo terminan, se dijo sin saber bien por qu¨¦. Pulsaban su timbre, reconoci¨®. Una parte de ¨¦l, la parte dormida cuando el sue?o lo venc¨ªa, segu¨ªa su camino por su cuenta. Tendr¨ªa que andar con m¨¢s cuidado. So?ar era su juego favorito, pero no de esta manera. El timbre segu¨ªa sonando y se o¨ªa ruido de movimiento en el exterior, voces tambi¨¦n. Ha ocurrido algo. ?La mujer de enfrente? ?Qui¨¦n anda ah¨ª? ?Un asalto? ?Por qu¨¦ llaman aqu¨ª? Yo devolv¨ª la llave.
Mir¨® en la mesilla de noche buscando la hora. Entonces la vio, junto a su reloj de pulsera. Una llave, marcada con una estr¨ªa.
J. M. Guelbenzu
Naci¨® en Madrid en 1944. Trabaj¨® en la revista 'Cuadernos para el Di¨¢logo'. Fue director editorial de Taurus y Alfaguara hasta 1988, fecha en la que pas¨® a dedicarse exclusivamente a la literatura. Finalista del Premio Biblioteca Breve con 'El Mercurio' en 1967, recibi¨® el Premio de la Cr¨ªtica con 'El r¨ªo de la luna' en 1981, y 10 a?os despu¨¦s, el Plaza & Jan¨¦s con 'La tierra prometida'. Su ¨²ltima novela, 'La muerte viene de lejos', la ha publicado Alfaguara en 2004.
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