Menos es m¨¢s
TODAV?A NO ESTABA curado de la morri?a gallega cuando aterric¨¦ en Chicago. Ya hab¨ªa estado una o ninguna vez. Con la ciudad del blues y los rascacielos pasa como con Nueva York, las conocemos antes de visitarlas. Chicago es esa ciudad por donde James Cagney, Bogart o Edward G. Robinson demostraron que los malos tambi¨¦n eran buenos. Ellos fueron los primeros, despu¨¦s llegaron muchos m¨¢s, desde aquellos intocables de la televisi¨®n de nuestra adolescencia hasta fugitivos m¨¢s cercanos. La ciudad es un decorado. Surgi¨® de sus propias cenizas. La inventaron algunos arquitectos que revolucionaron nuestras formas de mirar, de vivir y de sentir la belleza. Los que crearon la famosa Escuela de Chicago, la buena, no la de esos economistas que limpian dictaduras con juegos monetarios. La vieja ciudad se hab¨ªa quemado, hab¨ªa que construir deprisa. El futuro era vertical. Lo estaban creando unos nuevos constructores de unas catedrales que ya no precisaban ornamentos recargados, monstruos amenazantes o ¨¢ngeles con espadas. Ahora la sofisticaci¨®n era la falta de sofisticaci¨®n. Un arte que se hace mayor con el iconoclasta, el elegante provocador, que fue Frank Lloyd Wright. Otro de los grandes de la Escuela de Chicago, el genio que vino de la alemana Bauhaus, Mies van der Rohe, encuentra la frase emblema de un estilo que cambiar¨¢ la silueta de nuestro mundo occidental: "Menos es m¨¢s".
Cuando uno pasea por este Chicago ardiente del verano, cuando se mueve por el barrio central, The Loop, o se traslada en su metro elevado que sigue el bucle de la ciudad, no puede dejar de pensar que ¨¦sta es la metr¨®poli del reinado nocturno de un tipo listo llamado Al Capone. La misma donde Dillinger fue asesinado en la puerta de un cine. La de las sublevaciones obreristas, los sindicatos revolucionarios, los movimientos feministas o los explotados de los puertos. Una jungla, como nos cont¨® Upton Sinclair, que se construy¨® con el trabajo de los emigrantes. Ahora, la ciudad sigue con sus luchas y sus huelgas. Cada ma?ana desayunamos con una ordenada protesta de empleados negros e hispanos a la puerta del hotel. Chicago es la ciudad de mayor poblaci¨®n afroamericana, hispana, polaca o ucrania. Una belleza fabricada de extremos. Heladora en los inviernos. Infernal en los veranos. Cuando crees que cae lluvia en la terraza del hist¨®rico Fine Arts Building, un camarero mexicano te informa de que no, que tranquilo, que no es lluvia, simplemente son los l¨ªquidos que desprende el aire acondicionado. ?sa es el agua de Chicago en verano. ?sa y la de esa ducha-escultura y juego que cre¨® Jaume Plensa.
Chicago, hist¨®rica capital del mejor periodismo, al menos del m¨¢s cinematogr¨¢fico, es tambi¨¦n el lugar donde hace m¨¢s de cincuenta a?os un tal Hugo Hefner cre¨® una publicaci¨®n llamada Playboy. S¨ª, ¨¦sa, la misma que tambi¨¦n leemos los que seguimos los documentales de La 2. La ciudad es un coraz¨®n que no quiere ser solitario. Es un lugar literario, una patria de poetas como Carl Sandburg o un lugar para las novelas de Saul Bellow. Una ciudad dise?ada para que apareciera la novela negra. Los callejones son tan de dise?o como los rascacielos.
Chicago, menos es m¨¢s, es una ciudad llena de m¨²sica, con su universal Orquesta Sinf¨®nica, su famosa ?pera, los musicales de su barrio de los teatros, el auditorio abierto de Frank Gehry, el nocturno mundo del jazz y, sobre todo, la capital mundial del blues. No se entiende la ciudad sin sus garitos de blues. Los que quieran entrar en el alma de la ciudad pueden perderse por muchos garitos. En el Buddy Guy's, entre el humo de los cigarros, con un ruido de fondo que llega de los jugadores de billar y el bullicio de la barra, te puedes topar con varias generaciones de amantes de la noche y sus m¨²sicas. Un p¨²blico tan informal que si te tropiezas con alguno con corbata no te extra?as... demasiado. S¨ª me sorprendi¨® que uno de los encorbatados me llamara por mi nombre y se excusara por su atuendo. Era un sindicalista espa?ol, amante del blues, que estaba en la ciudad de tanta tradici¨®n sindical por un congreso internacional. El blues propicia amistades y no conoce etiquetas. Algunos de los grandes del blues no s¨®lo llevaban corbata, sino que, como algunos rojos, tambi¨¦n llevaban sombrero.
Siguiendo la ruta Lloyd Wright, pas¨¦ por la universidad, record¨¦ a un profesor espa?ol que en esta ciudad ense?¨®, disfrut¨®, hizo amigos y amores, bebi¨® sus whiskys al atardecer y am¨® la m¨²sica de jazz. De eso hace ya muchas d¨¦cadas, pero entre sus recuerdos, a Francisco Ayala nunca se le olvidan sus a?os de Chicago.
Ayala, a las puertas de su centenario, sigue disfrutando de las amistades, las m¨²sicas, los libros y los whiskys. Una suerte muy diferente a la de Ernest Hemingway, nacido en el elegante barrio de Oak Park. Porque Ayala, adem¨¢s de una longevidad tan creadora, de poder seguir administrando sus recuerdos y sus olvidos, no tiene todav¨ªa una casa natal y una fundaci¨®n como las de Hemingway. Si piensan visitar la casa natal de Hemingway, me permito unas recomendaciones previas, tengan paciencia con su tiempo y con las gracias -es un decir- de la guardesa. Cerca hay un llamado museo Hemingway. Una especie de peque?o mausoleo con fotocopias. Es lo malo de morir famoso. Hacen con tu pasado lo que t¨² nunca har¨ªas con tu presente. Si no me creen, consulten con el escritor Manuel de Lope, ¨¦l fue testigo de mi visita a un lugar que Hemingway nunca visitar¨ªa.
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