Desaf¨ªo al desierto
Perdido en un oc¨¦ano de arena a ocho horas en todoterreno de El Cairo, surge uno de los albergues m¨¢s rec¨®nditos del planeta. El Adrere Amellal desaf¨ªa al desierto gracias a la benigna presencia del lago de Siwa. Entre sus palmeras, leyendas de faraones y la memoria de 'El paciente ingl¨¦s'.
Algunas noches, cuando el sue?o tarda en acudir, cierro los ojos y regreso a Siwa. No puedo olvidar mi primera visita, a principios de la d¨¦cada de los ochenta, cuando el viaje resultaba casi imposible porque el remoto oasis era considerado lugar altamente estrat¨¦gico debido a su proximidad con Libia. Eran necesarias varias ma?anas de papeleo en los pasillos de El Cairo para conseguir prolongar los tres d¨ªas del permiso de rigor que conced¨ªa el Ministerio de Defensa.
Una ma?ana de oto?o dej¨¦ Alejandr¨ªa y en mi viejo Fiat tom¨¦ la carretera del Mediterr¨¢neo. Llegado a Marsa Matruh, con sus playas de arena blanca y su mar turquesa, me desvi¨¦ hacia el sur. Enseguida quedaron atr¨¢s los peque?os poblados de los beduinos, con sus higueras y olivos enanos. Las ni?as, vestidas de colores chillones, conduc¨ªan sus reba?os de cabras entre matojos polvorientos. A los pocos kil¨®metros todo se hizo a¨²n m¨¢s seco. De tarde en tarde un conejo cruzaba raudo la carretera, mientras un halc¨®n oteaba desde lo alto. Pronto alcanc¨¦ un p¨¢ramo calcinado bajo un sol implacable. El viento levantaba torbellinos de arena, que corr¨ªan por el desierto como peonzas gigantes hasta que topaban con alg¨²n impedimento y estallaban en el aire. Los beduinos dec¨ªan que se trataba de ifrits o duendecillos.
En ¨¦pocas lejanas, este desierto fue la morada del dios maligno Set, que despedaz¨® a Osiris. Para los griegos era el feudo de la Medusa, cuyos cabellos eran serpientes y que transformaba a los mortales en piedra con su mirada. Para los uahat¨ªes, los habitantes de los oasis, el desierto era lugar de mal ag¨¹ero, habitado por temibles genios y ogros como la ghula, un monstruo que se metamorfoseaba en una mujer bell¨ªsima para atraer a los hombres y as¨ª devorarlos.
El oasis de Siwa era muy antiguo. Durante la ¨¦poca fara¨®nica, y al igual que los otros oasis egipcios, fue muy importante por su riqueza agr¨ªcola, pero sobre todo por su valor estrat¨¦gico, ya que era un basti¨®n desde el que se defend¨ªa el valle del Nilo del hostigamiento continuo de las tribus del desierto. Y, por encima de todo, era conocido por ser la sede del Or¨¢culo de Am¨®n, que los griegos asociaban a Zeus y que fue consultado por los grandes del mundo heleno, de Pit¨¢goras a P¨ªndaro. El Or¨¢culo alcanz¨® gran fama durante la invasi¨®n persa de Egipto. Herodoto relata que el rey Cambises II, tras conquistar Egipto en el a?o 525 antes de Cristo, se enfureci¨® por un designio desfavorable del Or¨¢culo, que vaticinaba el r¨¢pido fin del yugo extranjero, y reuni¨® en Tebas a un ej¨¦rcito de m¨¢s de 50.000 soldados, que deb¨ªa atravesar el desierto l¨ªbico para alcanzar el templo del Or¨¢culo insolente y no dejar piedra sobre piedra. Pero una tormenta del desierto levant¨® las dunas y sepult¨® a las tropas invasoras.
Dos siglos despu¨¦s, tras fundar la ciudad de Alejandr¨ªa, Alejandro Magno emprendi¨® el camino a Siwa para consultar al Or¨¢culo. El viaje result¨® dif¨ªcil; se perdi¨® en el desierto con su ej¨¦rcito y todo parec¨ªa indicar que iba a correr la suerte de los persas. Entonces, cuando el macedonio cre¨ªa que hab¨ªa llegado su fin, Am¨®n-Zeus envi¨® dos cuervos que, con sus graznidos, lo guiaron a ¨¦l y a sus hombres. Una vez en Siwa, fue recibido con todos los honores, y el sumo sacerdote se dirigi¨® a Alejandro Magno con el t¨ªtulo de Hijo de Am¨®n-Zeus y el de Due?o de Todos los Pa¨ªses.
Durante las ¨¦pocas romana y bizantina, Siwa y los otros oasis de Egipto gozaron de gran prosperidad, se cavaron pozos y se construyeron canales y acequias. Se cultivaba la vid, olivos, trigo y frutales. Eran considerados el granero de Roma. Luego el desierto avanz¨®, sepultando molinos y canales de riego. Con el islam, los oasis perdieron de golpe su importancia estrat¨¦gica. Ya no eran bastiones para defender el valle del Nilo, sino peque?as islas en el oc¨¦ano musulm¨¢n. Etapas para los mercaderes y sus caravanas. A finales del siglo XV, y debido a los ataques de tribus hostiles, los oasis se fortificaron. Durante el periodo otomano se volvieron pr¨¢cticamente independientes, aunque pagaban un tributo. En 1820, las tropas de Mohamed Al¨ª, el padre del Egipto moderno, tomaron Siwa para controlar las rutas de caravanas del desierto l¨ªbico. A lo largo del XIX, el oasis fue visitado por viajeros orientalistas como Von Minutoli, Bayle St. John, Caillaud James Hamilton, G. Rohlfs o Steindorff. Todos contribuyeron a forjar la imagen enigm¨¢tica del "oasis de los amonitas" que ha perdurado hasta hoy.
Iba pensando en todo ello cuando, a mitad de camino, mi viejo Fiat se neg¨® a continuar. Afortunadamente, no muy lejos se divisaba una construcci¨®n de adobe, donde un anciano y su nieto preparaban un t¨¦ negro como la tinta y fre¨ªan falafel en un chisporroteante aceite rojo. Muy de tarde en tarde pasaba un taxi colectivo o un grupo de militares. Cuando el sol comenz¨® a ocultarse, la escasa clientela se dispers¨® en el desierto, cada uno con un peque?o recipiente de agua con que hacer las abluciones prescritas. Una vez que el sol desapareci¨® en el horizonte, el anciano enton¨® la llamada a la oraci¨®n. Todos rezaron sobre una gran estera. Lleg¨® la noche. La luz de un quinqu¨¦ dibujaba un c¨ªrculo al que se acercaba una pareja de t¨ªmidos fenecs, los peque?os zorros del desierto de orejas puntiagudas. El anciano les arroj¨® las sobras, y los animalillos, tras lanzarse sobre ellas, regresaron a la oscuridad. Bebimos el ¨²ltimo t¨¦. Desplegu¨¦ mi saco de dormir en el suelo y me tend¨ª para contemplar el cielo m¨¢s estrellado que hubiera visto hasta entonces. Escorpio, en el horizonte, se adivinaba perfectamente con sus estrellas que dibujaban las pinzas, el t¨®rax y el aguij¨®n.
?Los oasis! Desde hac¨ªa dos a?os recorr¨ªa aquel desierto. Me hab¨ªa cautivado la extrema sencillez y el inmenso valor que se daba a cosas que en nuestra sociedad pas¨¢bamos por alto. El cuenco de agua fresca y pura de determinado manantial, comparar y distinguir entre los frutos de un vergel y los del vecino, mojar una hogaza de pan reci¨¦n hecho en aceite de oliva verde, preparar t¨¦ en el suelo con las ramas de un arbusto, ba?arse en una poza de agua cristalina? Los oasis me hechizaron. Aquellas islas en el desierto, que hab¨ªan salvaguardado su cultura durante siglos, acababan de entrar en nuestra era. Quer¨ªa capturar aquel mundo que se iba.
Por la ma?ana, tras un t¨¦ cargado, unos militares arreglaron mi Fiat y continu¨¦ a trav¨¦s de un desierto plano y mon¨®tono, hasta que comenzamos a descender, pues Siwa est¨¢ ubicada en una depresi¨®n bajo el nivel del mar. Superadas unas colinas, el oasis surgi¨® como un espejismo. De entre el inmenso palmeral se elevaban grandes formaciones rocosas de figuras geom¨¦tricas casi perfectas: cilindros, cubos, pir¨¢mides? Un gran lago de sal desped¨ªa una luz cegadora. En ning¨²n otro lugar como en Siwa he tenido la sensaci¨®n de haber conseguido penetrar en uno de aquellos libros de la infancia, en los que un camino tortuoso conduc¨ªa a un paraje m¨¢gico. Sobre la gran roca que dominaba la poblaci¨®n de Siwa se elevaba la antigua ciudadela abandonada en 1926, cuando una inesperada lluvia torrencial disolvi¨® en pocas horas el adobe de alto contenido en sal como si fuera caramelo. Aquella antigua ciudad fortificada parec¨ªa un termitero gigantesco lamido por el olvido.
Me palp¨¦ el bolsillo. S¨ª, conservaba la recomendaci¨®n que mi amigo Am Anwar, del oasis de Bahariya, hab¨ªa escrito para Mahmud Mansur, de Siwa. Las cartas consegu¨ªan maravillas. Lograban que se abrieran las puertas de una poblaci¨®n obsesionada por la genealog¨ªa y la pertenencia al clan, donde uno de los saludos era: "Inta min min? (?T¨², de qui¨¦n eres?)". Am Anwar, que era m¨²sico, hab¨ªa trabajado para Mahmud Mansur, ayud¨¢ndole en la recogida del d¨¢til y la aceituna. Recordaba a¨²n la lengua siwi, de origen bereber, y me ense?¨® la treintena de palabras que todav¨ªa no hab¨ªa olvidado.
-Mahmud te ayudar¨¢ -me dijo-. ?l es mi hermano.
Mahmud Mansur me recibi¨® con los brazos abiertos. En aquella ¨¦poca no exist¨ªa ning¨²n alojamiento en Siwa, aparte de un fonduq donde se alojaban los beduinos de Marsa Matruh cuando acud¨ªan para comprar en ¨¦poca de cosecha. No exist¨ªa un lugar como el Adrere Amellal Desert Eco-Lodge, recostado a los pies de la erosionada Monta?a Blanca y construido con vigas de palmera, roca de sal y arcilla, mediante una t¨¦cnica local conocida como kershaf. Este sencillo refugio ecol¨®gico, que ocupa varias hect¨¢reas de desierto a orillas del lago de Siwa, tiene su propia huerta de palmeras datileras y olivos, con una magn¨ªfica piscina alrededor de una fuente romana. En este lugar tan cuidado, para que la luz el¨¦ctrica no amortig¨¹e el brillo de la luna y las estrellas, la iluminaci¨®n proviene de velas artesanales y, en las fr¨ªas noches de invierno, se encienden braseros de carb¨®n para caldear el ambiente.
Mahmud Mansur me acogi¨® en su casa, una s¨®lida construcci¨®n de adobe de varios pisos, donde pas¨¦ unas semanas imposibles de olvidar. Por las ma?anas le acompa?aba en su carreta a los vergeles regados por pozos y acequias. Sub¨ªamos a las datileras y yo ayudaba a recolectar aceitunas. Desayun¨¢bamos pan reci¨¦n hecho, queso blanco y olivas, y, c¨®mo no, los renombrados d¨¢tiles de Siwa, tan dulces que parec¨ªan confitados. Sobre unas ramas humeaba siempre una gran tetera. Tras la faena se contaban historias de cuando los alemanes y los italianos estuvieron en el oasis durante la Segunda Guerra Mundial. Un vecino conservaba, al parecer, la ba?era de campo de Rommel.
Mi anfitri¨®n cont¨® que en las cercan¨ªas de Siwa se hallaba el extra?o oasis de Al Gara, habitado por negros descendientes de esclavos. La poblaci¨®n de aquel lugar se manten¨ªa siempre constante en 160 habitantes, ya que exist¨ªa una maldici¨®n por la cual si se superaba esa cifra, alguien deb¨ªa morir irremisiblemente. De modo que, cuando una mujer iba a dar a luz, el habitante m¨¢s viejo o enfermo era trasladado a la ciudad de Siwa para evitar que falleciera en el preciso momento en que naciera la nueva criatura. Una noche, alrededor de un gran fuego, me aseguraron que al sur de Siwa exist¨ªa un oasis llamado Zarzura, donde se ergu¨ªa una ciudad amurallada, resplandeciente como el m¨¢rmol y repleta de fabulosos tesoros, cuyos habitantes dorm¨ªan el sue?o del encantamiento; aunque hay quien dice que estaban convertidos en piedra. Zarzura s¨®lo la encontraban quienes se perd¨ªan en el desierto y de all¨ª jam¨¢s se regresaba cuerdo.
A pesar de su cercan¨ªa al Mediterr¨¢neo, el oasis de Siwa permaneci¨® siempre muy aislado. Conservaba sus costumbres, algunas tan peculiares como las del singular matrimonio entre hombres descrito por el viajero alem¨¢n Steindorff. Los terratenientes se esposaban con sus jornaleros, los llamados zagala, que no recuperaban su libertad hasta los 40 a?os; s¨®lo entonces se les permit¨ªa casarse con mujeres. Las dotes, mahr, que se pagaban por los chicos eran considerables, y los fastos, mayores que los de los matrimonios heterosexuales. A los zagala no les estaba permitido dormir en la ciudad y viv¨ªan en chamizos o en cuevas. Participaban en la defensa y en las frecuentes guerras civiles. Son hechos recogidos en el Manuscrito de Siwa, guardado celosamente por una de las familias principales. En 1928, el rey Fuad visit¨® el oasis y, escandalizado, prohibi¨® terminantemente los matrimonios homosexuales, aunque se dice que continuaron celebr¨¢ndose durante algunas d¨¦cadas.
Los d¨ªas transcurr¨ªan tranquilos. ?Hab¨ªa tanto por ver! No quedaba mucho del templo del Or¨¢culo, pero el lugar era soberbio, en un promontorio que dominaba el palmeral y las monta?as de Dacruur en forma de pir¨¢mide. Otro lugar asombroso era la roca de Gebel Mauta, con pasadizos asfixiantes que conduc¨ªan a tumbas egipcias repletas de frescos. Pocos placeres pod¨ªan compararse al de zambullirse de noche en el agua fresca de las pozas de piedra construidas por los romanos, rodeadas de vergeles frondosos, sin mayor preocupaci¨®n que contar las estrellas fugaces.
Lleg¨® el ¨²ltimo d¨ªa y Mahmud me hab¨ªa reservado una sorpresa. Tras rendir buena cuenta de un glorioso m¨¦choui de cordero, asado en un agujero cavado en la arena y recubierto de brasas, aparecieron los m¨²sicos. Acompa?ado de la simsim¨ªa, una especie de lira de cinco cuerdas como salida de un relieve fara¨®nico, un cantante de voz recia entonaba una letan¨ªa r¨ªtmica e hipn¨®tica. Otro de los int¨¦rpretes segu¨ªa el ritmo rascando una botella. Finalizado un largo preludio, entraron todos a la vez con palmas y el cantante elabor¨® una complicada estrofa po¨¦tica, parecida a la m¨²sica beduina de Marsa Matruh. De pronto se llev¨® la mano a la oreja y, subiendo unas octavas, comenz¨® a cantar a gritos, como en trance, sin desafinar ni un ¨¢pice. Nunca hab¨ªa escuchado algo semejante. Era como si el esp¨ªritu del oasis se expresara a trav¨¦s de aquellas prodigiosas cuerdas vocales. El lagbi, savia de palmera fermentada, iba de mano en mano. Al atardecer, Mahmud Mansur, que no beb¨ªa, consider¨® que hab¨ªa llegado el momento de irnos y de dejar a los zagala que continuaran su fiesta.
Nos detuvimos en la poza de Ain Suhna y me sumerg¨ª en sus aguas transparentes. Al poco apareci¨® un zagala con su carreta tirada por un asno y me observ¨® fijamente mientras nadaba.
-Fih haga? (?Ocurre algo?) -pregunt¨¦ un tanto importunado.
-Seg¨²n -contest¨®.
-?Seg¨²n qu¨¦?
-Cada a?o el genio de esta poza se cobra la vida de un hombre como tributo.
-Y? ?este a?o?
-?No! Este a?o a¨²n no -contest¨® desafiante como si esperara con ansia verme tragado de una vez por aquella poza milenaria.
-?Pues no ser¨¦ yo el primero!
Me apoy¨¦ en las paredes de piedra y sal¨ª de un impulso, como mi madre me trajo al mundo, ante la mofa de la chiquiller¨ªa que acababa de llegar dispuesta tambi¨¦n a refrescarse.
Al atardecer, el templo del Or¨¢culo de Am¨®n brillaba dorado sobre un pe?asco. Abajo, entre los vergeles, los zagala, tocados con burdas t¨²nicas, que imaginaba parecidas a las de los campesinos romanos, regresaban a toda la velocidad que les permit¨ªan sus carretas, compitiendo peligrosamente por los caminos de arena, levantando nubes de polvo y rodeando el lago de sal cristalizada que parec¨ªa un espejo de fuego.
?C¨®mo olvidar el oasis de Am¨®n?
Algunas noches, cuando el sue?o tarda en acudir, cierro los ojos y regreso a Siwa.
El feudo del conde Alm¨¢sy, por Jacinto Ant¨®n
?Y si el desierto no fuera m¨¢s que polvo de cielo destruido? Esa bella idea de Edmond Jab¨¨s se ajusta como la chaqueta y el gorro de piloto a la personalidad del conde Alm¨¢sy, el aviador y explorador cuya personalidad reflej¨® hermosamente retorcida por el m¨¢s arrebatado romanticismo El paciente ingl¨¦s. La sombra de Alm¨¢sy, el verdadero, nacido en 1895 en el castillo de ¨¢mbar de Bernstein, ex h¨²sar y piloto de la fuerza a¨¦rea h¨²ngara, audaz pionero del automovilismo, pol¨ªglota, homosexual, aventurero enamorado del desierto, miembro de los servicios de inteligencia alemanes, asesor de Rommel en ?frica, protagonista de una de las m¨¢s osadas incursiones de comandos de la II Guerra Mundial (la Operaci¨®n Salam), quiz¨¢ agente doble, se cierne como un halc¨®n sobre Siwa, puerta del desierto, y las m¨¢gicas extensiones doradas que rodean el oasis, especialmente el Gran Mar de Arena, al sur, verdadero feudo del conde.
Si Alejandro Magno es el santo patr¨®n de Siwa, Alm¨¢sy, a lomos de su aeroplano Rupert, merecer¨ªa ser su ¨¢ngel tutelar. Como Alejandro, el h¨²ngaro fue guerrero, valiente y so?ador -y gay-, y no cej¨® en su af¨¢n de inmensidades y maravillas (rastre¨® hasta su muerte la legendaria Zerzura, la ciudad y el oasis perdidos, el Shangri-La del desierto). El Hefesti¨®n de Alm¨¢sy -que tuvo otros amantes, entre ellos seguramente Taher Pach¨¢, sobrino del rey Fuad, y, de jovencito, el obispo Miklos, al que denominaba, para disimular, "mi t¨ªo"- se llamaba Hans Entholt (v¨¦ase la reciente e indispensable biograf¨ªa de John Bierman, The secret life of Laszlo Alm¨¢sy, the real english patient) y era un joven actor alem¨¢n al que el explorador, que lo amaba, consigui¨® rescatar del frente ruso s¨®lo para que -"el destino es m¨¢s cruel que el desierto", dec¨ªa el aventurero magiar- lo matara una mina en 1943 durante la retirada del Afrika Korps.
No hay noticia de que Alm¨¢sy, como s¨ª hizo Alejandro, consultara al viejo or¨¢culo de Am¨®n sobre la posibilidad de deificar a su amante -entre otras cosas porque Siwa, tras un corto periodo en manos del Eje (Rommel visit¨® el oasis el 21 de septiembre de 1942), volv¨ªa a ser la base de sus inveterados rivales, las patrullas del desierto brit¨¢nicas del Long Range Desert Group-. Durante a?os, Alm¨¢sy recorri¨® los oc¨¦anos de arena en torno a Siwa persiguiendo su gran obsesi¨®n, que no se llamaba Katharine, sino Cambises. Es cierto que, como Ralph Fiennes en el filme de Minghella, el conde explorador real llevaba siempre la Historia, de Herodoto, debajo del brazo, pero no porque le cautivara como al primero el tr¨¢gico relato del tr¨ªo compuesto por el rey Candaules, su mujer y el favorito Giges, sino por la informaci¨®n acerca de la desaparecida expedici¨®n enviada por el monarca persa Cambises contra el oasis de los ammonios (Siwa). El contingente entero, 50.000 hombres, seg¨²n las fuentes antiguas, ahogado por un repentino qibli, una tormenta de arena, yace sepultado en alg¨²n punto del oc¨¦ano de dunas entre los oasis de Dajla y Siwa. Alm¨¢sy hizo del ej¨¦rcito perdido uno de sus griales (el otro fue Zerzura, busc¨¢ndola hall¨® las c¨¦lebres pinturas de nadadores de Wadi Soura y los uadis del Gilf Kebir), e incluso lleg¨® a encontrar en sus exploraciones un ¨¢nfora griega y otros supuestos testimonios del desastre narrado por Herodoto. "Lo ¨²nico que me interesa es buscar el ej¨¦rcito de Cambises, y Rommel me da la gasolina para hacerlo", dijo en una ocasi¨®n, y de hecho es el mismo pacto f¨¢ustico del protagonista de El paciente ingl¨¦s, que se vende a los nazis para encontrar a su amante.
Si alguien pod¨ªa hallar algo en el desierto, ¨¦se era Alm¨¢sy, que una vez incluso encontr¨® una mariposa en medio del Gran Mar de Arena. Pero el gran pecio de las dunas le eludi¨®. Acaso porque es la naturaleza de los griales permanecer perdidos para siempre a fin de que podamos seguir busc¨¢ndolos, y porque, como escribi¨® el poeta Tom Lamont en ese himno de nuestros deseos, esperanzas y miedos que es Siwa door (La puerta de Siwa): "Pronto aprendemos que algunas cosas est¨¢n escondidas para nosotros / o al menos agonizantemente pospuestas, / que algunas puertas nunca parecen abrirse, / que otras nunca parecen cerrarse / y que todas las puertas est¨¢n / de alguna manera prohibidas".
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