El oro de Miquel Barcel¨®
No ha nacido en Barcelona ni en Madrid. El pintor Miquel Barcel¨® ha tenido la suerte de ser mallorqu¨ªn; basta eso para que los catalanes lo acepten como suyo y a los madrile?os no es que esto les importe mucho, pero ya puestos, mejor que no sea catal¨¢n. La finura de un Stradivarius no es nada comparada con la sutileza que se requiere para elevar a un pintor a la cima del coleccionismo internacional, una cumbre siempre borrascosa debido a la fuerza con que a esa altura sopla el viento del dinero. Si el artista Miquel Barcel¨® hubiera nacido en Chamber¨ª no se habr¨ªa comido una rosca en Catalu?a; si hubiera nacido en Sabadell, tal vez alg¨²n cern¨ªcalo del ministerio de Cultura le habr¨ªa puesto la proa. Por eso Miquel Barcel¨®, que es un superdotado, se dijo: me conviene nacer en Felanix, Mallorca, que es el v¨¦rtice de dos culturas, tierra de mercaderes y corsarios.
Contra la desolaci¨®n de Kiefer, tuvo el arrojo de dotar a esa materia de todo el placer que puede dar la vida
Cuando las c¨¢maras comenzaron a sacar su rostro a la intemperie, Miquel Barcel¨® siempre les ofrec¨ªa una imagen ambigua: la mirada un poco turbia, el cuello ligeramente doblado, una estudiada desgana, un bote de cerveza en la mano blanda y un silencio administrado con frases cortas y redondas, como Picasso o Mir¨®. Ese dise?o ten¨ªa un amplio espectro. Pod¨ªa ser homosexual o mujeriego, abstemio o anfetam¨ªnico, intenso o ab¨²lico, rudo o delicado. Alguien muy listo, que bien pudo ser el propio pintor, hab¨ªa dado en la diana a la hora de crear la figura exacta de un artista posmoderno de los a?os ochenta. En esa ¨¦poca la l¨ªnea m¨¢s corta para alcanzar el ¨¦xito era una circunferencia que envolv¨ªa el todo y la nada. No me refiero al arte todav¨ªa, sino a la forma de adobar a un genio silvestre para hacerlo comestible antes se sacarlo al mercado.
En arte contempor¨¢neo rige este principio: Dios cri¨® a Ad¨¢n, Armani lo visti¨®, Leo Castelli lo hizo artista y Paul Getty lo compr¨®. El pintor neoexpresionista alem¨¢n Anselm Kiefer usaba una est¨¦tica de paja quemada y paredones chamuscados por los bombardeos para expresar con esta materia podrida la presencia del mal. En esa ¨¦poca Miquel Barcel¨® estudiaba Bellas Artes en Barcelona; para sobrevivir vend¨ªa camisetas serigrafiadas; a veces ten¨ªa que comer gratis en los establecimientos de caridad, pero de regreso a Mallorca en verano llevaba una vida muy feliz: no s¨®lo buceaba en el mar muy cerca de las algas, sino tambi¨¦n en tierra bajaba hasta el coraz¨®n de las cebollas. Todas sus sensaciones se derivaban de la dicha preternatural, mientras su maestro Kiefer se serv¨ªa de una gama negra para expresar las tragedias de la humanidad. Barcel¨® tom¨® del alem¨¢n la expresividad de la materia, pero en lugar de crear ruinas y despojos, us¨® la misma t¨¦cnica para pintar paellas con arroz bomba, llenas de gambas.
El talento de este artista se revel¨® en la Bienal de S?o Paulo de 1981 y en la Documenta de Kassel del a?o siguiente. El despegue hacia la fama fue inmediato. La baraja del mercado necesitaba un nuevo as. No quiero decir que Barcel¨® fue esa carta que el galerista Bruno Bichofberger se sac¨® de la manga sino que este pintor, contra la terrible desolaci¨®n de Kiefer, tuvo el arrojo de dotar a esa materia de todo el placer que puede dar la vida. Con esta f¨®rmula Barcel¨® fue absorbido con una gran violencia hacia la cumbre. Aquel mismo a?o de su consagraci¨®n, en la escuela de Bellas Artes de Barcelona, en un examen de fin de carrera todos los alumnos pintaban paellas. En cada caballete hab¨ªa una distinta, a la valenciana o a la marinera, pero en ese tiempo el cocinero mayor ya pintaba bibliotecas y autorretratos con el lienzo en el suelo, arrodillado chorreando pintura por todos los poros de su cuerpo con una fuerza oscura que parec¨ªa asaltarle desde el fondo de la tierra.
Miquel Barcel¨® comenz¨® a profundizar en la felicidad de la materia. Muy pronto cada cuadro se convirti¨® en una charca donde los protozoos pod¨ªan fumarse las colillas que el pintor pegaba en el ¨®leo; los bulbos de ajos porros se alternaban con cabezas de griegos rodeadas de algas y frente a Mir¨®, que pintaba el sexo femenino como si fuera una estrella m¨¢s del firmamento, Barcel¨® lo expresaba con calabazas y sand¨ªas abiertas, mientras los peces plateados saltaban en sus lienzos como en una almadraba.
Miquel Barcel¨® pas¨® por Par¨ªs antes de volar a Nueva York y all¨ª el creador de artistas Leo Castelli sac¨® el dedo entre las nubes de Manhattan e hizo o¨ªr su poderosa voz, que dec¨ªa: "?ste es mi hijo en quien tengo puestas todas mis complacencias". Y a continuaci¨®n el galerista Bruno Bichofberger comenz¨® a soplar desde Z¨²rich, el marchante Lucio Amelio desde N¨¢poles y el ministerio de Cultura desde Madrid. El viento de la fama pronto se convirti¨® en especulaci¨®n, pero Miquel Barcel¨® no es un globo metido en el mercado, sino un artista poderoso, al que le ponen huevos tambi¨¦n los gallos, porque gusta a los que entienden mucho de pintura y a los que no entienden nada.
Mientras ¨¦l navega ahora en un velero fastuoso por ese mar que tanta inspiraci¨®n le ha dado, en una sala de subastas de Nueva York se exhibe uno de sus cuadros para la puja. Pegados al lienzo hay grumos de comida y de excrementos, todo muy cosmog¨®nico. Las luces de la sala extraen de esa materia unos reflejos de oro, nunca mejor dicho, y al fundirse con la pasi¨®n de los coleccionistas exhalan un perfume exquisito. Desde el estrado el subastador, con el martillo en el aire, mira como un halc¨®n a los postores y para ellos canta la mejor canci¨®n: un mill¨®n de d¨®lares, un mill¨®n cincuenta mil, un mill¨®n doscientos mil, ?alguna oferta m¨¢s? Se oye el martillazo. ?Adjudicado! El comprador desconocido est¨¢ feliz por haber cazado esa pieza de Barcel¨®, que espera disfrutar un tiempo y que, tal vez, revender¨¢ un d¨ªa por el doble de lo que le ha costado.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.