Los ojos abiertos
El mundo puede estar horrorizado por lo que est¨¢ sucediendo en Nueva Orle¨¢ns y en el profundo sur de los Estados Unidos; lo que no creo que pueda estar es sorprendido. El abandono en el que vive una gran parte de la poblaci¨®n estadounidense es notorio, flagrante. Las im¨¢genes en negro -sobre todo en negro- de miseria, viviendas arrasadas, violencia y desesperaci¨®n parecen corresponder al d¨ªa despu¨¦s del paso del Katrina, pero en realidad pertenecen a la v¨ªspera. De un modo esencial, son de la v¨ªspera. La gente de los barrios pobres de Nueva Orle¨¢ns ha muerto as¨ª porque viv¨ªa as¨ª. Ha sido tratada as¨ª porque siempre es tratada de esa manera. La violencia no ha emergido de debajo de las aguas, sencillamente ha continuado incluso con el agua al cuello.
Todo el mundo sab¨ªa que detr¨¢s de las fronteras perfectamente delimitadas de Nueva Orle¨¢ns -del parque tem¨¢tico que constituye el barrio franc¨¦s, el jazz o la est¨¦tica vampiro-g¨®tica de los cementerios a la europea- se encontraba la zona oscura donde nadie deb¨ªa adentrarse. Tanto se sab¨ªa que la indicaci¨®n de no pasarse de las rayas figuraba en los folletos tur¨ªsticos y en las recomendaciones oficiales. Todo el mundo sab¨ªa que 40 millones de personas (la poblaci¨®n de Espa?a) carece en Estados Unidos de seguro m¨¦dico. Que la violencia es la primera causa de mortalidad entre los j¨®venes negros, a quienes, por otra parte, hay que llamar afro-americanos porque decir negro es pol¨ªticamente incorrecto. Tampoco a los indios se les puede llamar tales, lo adecuado es decir nativos-americanos, pero viven en reservas.
Richard Gere con su cara de bueno y una gorra tipo b¨¦isbol (es la primera vez que le veo as¨ª y me pregunto si ha sido idea suya o de alg¨²n asesor de imagen) ha pedido por la televisi¨®n ayuda a las empresas y sociedades privadas norteamericanas para hacer frente al desastre. El presidente George Bush, con la misma cara de siempre, ha pedido ayuda a los pa¨ªses europeos. Van y vamos a d¨¢rsela en nombre de la solidaridad. Con la colaboraci¨®n de todos se reunir¨¢n los fondos para abrir el desag¨¹e de la ciudad inundada; desescombrar y dejar que se vayan secando los solares y con ellos la noticia. Se juntar¨¢ el dinero que hace falta para secar, empolvar la tragedia, en nombre de la solidaridad. Y en pago de la injusticia.
Lo que quiero decir es que la solidaridad no es un remedio, sino un s¨ªntoma; el signo del desequilibrio social, el ¨²ltimo argumento de los sistemas injustos. Si la riqueza (material y cultural) estuviera equitativamente distribuida, no habr¨ªa que recurrir a la solidaridad, o no a acepciones solidarias tan b¨¢sicas, tan de primeros auxilios. La solidaridad tendr¨ªa otra anchura, otro horizonte de empat¨ªa esencial con lo humano, de curiosidad y esfuerzo comunes; de empuje para construcciones convivenciales cada vez m¨¢s felices.
Si hubiera justicia, si la justicia fuera la ambici¨®n aplicada a la vida social, el profundo sur americano no necesitar¨ªa ahora la solidaridad internacional, le bastar¨ªan los fondos p¨²blicos, las estructuras del Estado, la din¨¢mica de las instituciones civiles, la energ¨ªa de los enunciados culturales de su pa¨ªs. Si hubiera justicia le bastar¨ªan y le sobrar¨ªan al Sur profundamente hundido los 130.000 millones de d¨®lares (qu¨¦ monstruosa significaci¨®n tienen esas cifras comparadas con los magros c¨¢lculos de una barra de pan, un par de zapatos, una cama decente, una matricula escolar o una consulta m¨¦dica en condiciones) que su Gobierno, que ahora pide la protecci¨®n de Dios y el amparo solidario de Europa, ha destinado a la siembra en Irak de otros huracanes.
La sociedad estadounidense es profunda, end¨¦micamente, injusta. El mundo puede lamentarlo, pero lo que no creo que pueda hacer a estas alturas, en este 11 de septiembre, es ignorarlo; pretender que el viento huracanado del Katrina le ha tirado del guindo a ese agua sure?a, estancada. El sistema de vida estadounidense es radical, esencialmente, injusto. Y sin embargo, de muchos modos, por muchos canales, es un modelo. Hacia su reproducci¨®n, m¨¢s o menos asistida, nos dirigimos con los ojos sin cerrar.
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