Diosa esquiva Dulcinea
En el principio fue Dulcinea. Estaba Ella en lo m¨¢s alto del cielo de Plat¨®n y Ella misma era diosa, era la Idea. No es que, enloquecido ya por los libros de caballer¨ªa, el hidalgo haya de buscarse una dama. No es que Cervantes primero piense en la locura de un lector man¨ªaco de libros equivocados y luego le asigne un amor plat¨®nico. Es que, al igual que la Divina comedia se debe a Beatriz, el Quijote se debe a Dulcinea, a aquella moza manchega que ignor¨® a Alonso Quijano -o a Cervantes-, enfermo ahora de ausencia y de desd¨¦n, tanto como para llamarla "bella ingrata" y "amada enemiga" (parte 1?, cap¨ªtulo 25). El Quijote es la eleg¨ªa del amor no correspondido.
Alonso Quijano -o Cervantes- la ha visto a Ella una vez o dos, no m¨¢s, en El Toboso o donde haya sido, en alg¨²n lugar del que no quiere ya acordarse. La ha visto o entrevisto adolescente, en la edad de las "muchachas en flor", como Dante a Beatriz, y se ha quedado con su herida, m¨¢s que su imagen, en el alma. Tan apenas la ha entrevisto y tan borrada tiene su memoria, que no es capaz de dibujarla cuando se lo pide el duque: "M¨¢s estoy para llorarla que para describirla" (2?, 32). En el Quijote nunca se deja ver el rostro de Ella. O, al contrario, s¨ª: Ella est¨¢ en todos los rostros de mujer hermosa que encuentra el caballero. El Quijote est¨¢ lleno de mujeres bellas. La belleza es ah¨ª, como en Nietzsche, una promesa de felicidad; promesa, sin embargo, que no llega a cumplirse. Y ante todas esas bellas, sean doncellas o no, y hasta si no son bellas, de Maritornes a Altisidora, Don Quijote experimenta el tir¨®n de Eros, al que s¨®lo se resiste con el pensamiento de Ella, su sue?o y su diosa.
Es Dulcinea, y no la caballer¨ªa andante, la verdadera religi¨®n y credo de Don Quijote. Cuando ca¨ªdo en tierra y derrotado, le amenace la lanza de Sans¨®n Carrasco, renuncia a cabalgar por alg¨²n tiempo, pero no a su profesi¨®n de fe: "Es la m¨¢s hermosa mujer del mundo... y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad" (2?, 64).
Don Quijote dice servir a Dulcinea sin esperar premio alguno; y el bien despierto Sancho no duda en comentarle: "Con esa manera de amor he o¨ªdo yo predicar que se ha de amar a Nuestro Se?or" (1?, 31). S¨ª, en efecto, es la manera del "No me mueve, mi Dios, para quererte...". Es Dulcinea, en verdad, la diosa de Don Quijote. Cuando ¨¦ste dice: "Ella pelea en m¨ª y vence en m¨ª, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser" (1?, 30), Dulcinea ocupa el lugar del Dios cristiano, del que asegura Pablo: "En ?l vivimos, nos movemos y somos". De ella, en fin, hace una declaraci¨®n de fe -o de agnosticismo- que s¨®lo corresponde a una divinidad inalcanzable: "Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fant¨¢stica" (2?, 32), diosa tan escondida, por tanto, como el Dios de Pascal.
No cabe desconocerlo: del siempre actual Quijote resulta del todo inactual ese amor cort¨¦s, caballeresco, plat¨®nico y m¨ªstico, no s¨®lo ajeno a la vida y los usos amorosos de hoy, sino tambi¨¦n psicopatol¨®gico, neur¨®tico. Pudo haberlo escrito Freud, pero es Marx quien en el tercero de sus Manuscritos, de 1844, dice de forma contundente: "Si amas sin despertar amor, si tu amor no produce amor rec¨ªproco, si como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia".
Pero aun en esto, el Quijote permanece actual, no caducado. Para la educaci¨®n sentimental de cualquier edad, la experiencia del amor no correspondido trae consigo una lecci¨®n, que enuncia Marcela para justificar no haber amado a Ambrosio por mucho que ¨¦ste le ame: "Todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por raz¨®n de ser amado, est¨¦ obligado lo que es amado a amar a quien le ama" (1?, 14). Cuando Don Quijote reh¨²se a Altisidora, que le acosa, dar¨¢ a entender esa misma raz¨®n: el caballero no tiene la culpa de que se enamoren de ¨¦l (2?, 57).
Alonso Quijano recupera el juicio cuando se resigna a abandonar no s¨®lo la caballer¨ªa, sino a la diosa fantaseada. Cuando a punto de morir intenta Sancho por dos veces animarle con el recuerdo de Dulcinea, supuestamente ya desencantada, Alonso Quijano no entra al trapo y contin¨²a dictando sus disposiciones testamentarias (2?, 75). No sabemos si alegrarnos o entristecernos de ese regreso del hidalgo a la cordura, al realismo resignado. Lo que queda, desde luego, es el placer de haber le¨ªdo no ya s¨®lo la m¨¢s inteligente burla de los libros de caballer¨ªa, sino la m¨¢s honda eleg¨ªa por el "tiempo perdido", no recuperable ya, por los amores no correspondidos y por la diosa -o la felicidad- entrevista una vez, prometedora, y, sin embargo, esquiva siempre.
Alfredo Fierro es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa de la Universidad de M¨¢laga.
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