Andersen en el Lhardy
A pesar de que los salvadores de esta patria y los salvadores de las otras patrias, se empe?an en decir Madrid cuando quieren decir Espa?a, el d¨ªa que Hans Christian Andersen lleg¨® a la capital, un 26 de noviembre de 1862, sus primeros versos corrieron, precisamente, en la direcci¨®n contraria. No eres m¨¢s Espa?a, escribi¨® el dan¨¦s, al encontrarse con una ciudad, a la que entre otras cosas, llama gris y cruel. No parece posible rebatir estos adjetivos, aunque conviene matizar, que parte de su decepci¨®n se deb¨ªa a la distancia que mediaba entre la Espa?a so?ada, que encontr¨® en sus viajes desde San Sebasti¨¢n hasta C¨¢diz, y este monstruo nuestro, demasiado parecido, seg¨²n sus propias palabras, a Viena o Par¨ªs.
Este fr¨ªo desenga?o no le impidi¨® disfrutar de amistades, paseos, comidas en el Lhardy o largu¨ªsimas y emocionadas visitas al museo del Prado, donde se le escapaban las horas admir¨¢ndolo todo y en especial a Vel¨¢zquez. De todo esto y mucho m¨¢s, se entera uno leyendo Hans Christian Andersen. Una vida de cuento, el delicioso libro que Teresa Rosenvinge presenta estos d¨ªas. Un repaso a la vida y obra del admirado y trist¨ªsimo cuentista, que fue repetidamente desairado por las mujeres, pero que encontr¨®, en cambio, el consuelo de un romance eterno con la historia. Mal que le pese a Kierkegaard, y me consta que le pesaba, Andersen es, sin duda alguna, el personaje m¨¢s conocido de la historia de Dinamarca, y sus cuentos, a la vez oscuros y piadosos, los conocen incluso quienes ignoran su nombre. No hay manera mejor de alcanzar la eternidad, que vivir para siempre junto a la cama de un ni?o que est¨¢ a punto de cerrar los ojos.
Poeta, novelista, dramaturgo y sobre todo, escritor de cuentos infantiles, este viajero dan¨¦s, que descubri¨® las bondades de la promoci¨®n literaria mucho antes que las propias editoriales, se recorri¨® Espa?a de arriba abajo y con todo qued¨® encantado, es decir voluntaria y rom¨¢nticamente enga?ado, hasta que puso un pie en nuestra ciudad. No pasa nada, los madrile?os nos sabemos feos y por eso buscamos siempre las esquinas. Siempre he pensado que, quitando el Museo del Prado y el Santiago Bernab¨¦u, por razones evidentemente muy distintas, en Madrid no hay casi nada que sea realmente excepcional. Nada que pueda ser sujetado en cifras exactas de entusiasmo.
Todo lo que los madrile?os queremos, incluido el Vicente Calder¨®n, responde a razones que el coraz¨®n no entiende, a los afectos imprecisos que se van construyendo con la vida. Tal vez sea ¨¦se el motivo, por el que los extra?os, terminan siempre por encontrarse aqu¨ª como en casa.
Madrid, como las mujeres no tan guapas, se muestra a menudo agradecida ante las m¨¢s insignificantes muestras de afecto. El propio Andersen, que tampoco era muy hermoso, debi¨® de intuir algo de esto, y en su descripci¨®n de la ciudad, se desliza, de cuando en cuando, una sonrisa cari?osa. Claro que tambi¨¦n puede ser que sea todo imaginaci¨®n m¨ªa, porque esta ma?ana, sin darme cuenta, me he levantado un poco cursi. Tal vez por culpa de Andersen, que guardaba sus historias m¨¢s siniestras para los ni?os, pero que en la vida real, en sus viajes, sus reflexiones y sus muchas apreciaciones sobre lo propio y lo ajeno, mostraba una disposici¨®n, casi ingenua, para la concordia y el entendimiento. Algo as¨ª como Zapatero, y he de confesar que esta comparaci¨®n me sorprende tanto como a ustedes, y que al comenzar a escribir, no la hubiera imaginado.
Puede que Andersen y hasta puede que Zapatero, y sigo sin saber c¨®mo demonios he llegado hasta aqu¨ª, comprendieran ambos, que renunciar a la victoria es tambi¨¦n renunciar a la derrota, y que la vida no es finalmente una batalla, sino m¨¢s bien un arreglo. Como dijo el escritor m¨¢s de una vez, su vida fue como un cuento de hadas. No creo que Zapatero tenga tanta suerte, ni creo que Rajoy se conforme con el papel de la bruja. En cualquier caso, y aunque s¨®lo sea para descansar un instante de tanto estatuto y de tantas y santas cruzadas, les recomiendo este hermoso libro y les pido a unos y a otros, que dejen de decir Madrid cuando quieren decir Espa?a. Los madrile?os, aunque feos, tambi¨¦n tenemos nuestro corazoncito.
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