Ni la muerte es lo que era (Fundido en negro)
A la memoria de
Josep Mar¨ªa Riera
Hace pocas semanas, en el transcurso de una entrevista period¨ªstica en la que era preguntado pr¨¢cticamente por todo lo divino y humano, el escritor mexicano Carlos Monsiv¨¢is intentaba resumir el conjunto de sus respuestas en una sola frase: "O yo no entiendo lo que est¨¢ pasando o ya pas¨® lo que yo estaba entendiendo". No hac¨ªa la afirmaci¨®n, conviene advertirlo, como el que presenta un trascendental descubrimiento o hace p¨²blica una importante revelaci¨®n, sino m¨¢s bien con el aire sencillo -incluso cansino- de quien se incorpora a un estado de ¨¢nimo compartido, de quien le pone gracia y brillo a un lugar com¨²n, a algo sabido por todos y que ha terminado por convertirse casi en uno de los rasgos definitorios de nuestra ¨¦poca.
Pero la condici¨®n de t¨®pico de la se?alada afirmaci¨®n no le resta a la misma un ¨¢pice de su valor. El principal problema de los t¨®picos no es su falsedad (a fin de cuentas, nada impide que sean verdaderos), sino la relaci¨®n acr¨ªtica que con excesiva frecuencia mantenemos con ellos, el hecho de que -por se?alar s¨®lo uno de sus rasgos- la excesiva familiaridad nos impida percibir las consecuencias de los mismos. ?ste ser¨ªa el caso, a mi entender, de lo observado por el gran cronista de la Ciudad de M¨¦xico. El sinsentido del presente, su condici¨®n de ininteligible, no constituye una tesis simple, menor, acotada a un ¨¢mbito o esfera particular de lo existente. Quiz¨¢ sea cierto que la tesis tuvo su origen en determinados episodios hist¨®ricos del pasado siglo, subsumibles todos ellos bajo el r¨®tulo de el fracaso de la revoluci¨®n en Occidente, pero tan cierto como pueda ser eso lo es tambi¨¦n que al final el convencimiento en cuesti¨®n ha desbordado el mencionado ¨¢mbito para terminar desplegando sus consecuencias en m¨²ltiples direcciones o, por cambiar de figura, inundando todas las regiones de lo real, anegando por completo la superficie del mundo.
Como casi siempre ocurre, la inundaci¨®n de alg¨²n territorio en particular es noticia, mientras que la de alg¨²n otro pasa por completo desapercibida. De los efectos de lo indicado sobre, por ejemplo, la pol¨ªtica se ha escrito hasta el hartazgo (e incluso m¨¢s all¨¢). En cambio, se han se?alado poco (o, en cualquier caso, mucho menos) los efectos sobre otras ideas, de entre las cuales resulta destacable por su enorme importancia en nuestra tradici¨®n la idea de muerte. Es verdad que algunos soci¨®logos, de adscripci¨®n difusamente fenomenol¨®gica, han llamado la atenci¨®n sobre algunos hechos que parecen estar apuntando en la direcci¨®n de una inequ¨ªvoca p¨¦rdida de presencia p¨²blica de la muerte. La tendencia a su invisibilidad (con los tanatorios convertidos en la salida de emergencia de los hospitales, y los coches f¨²nebres desviados por los circuitos de circunvalaci¨®n de las grandes ciudades rumbo a los cementerios de las afueras) puede ser interpretada como un episodio del imparable proceso de banalizaci¨®n que estar¨ªa afectando a una de las experiencias mayores del ser humano.
Pero quiz¨¢ ese orden de consideraciones, pudiendo ser del todo correctas desde determinados puntos de vista (especialmente desde el descriptivo), no toman en cuenta un aspecto que en el presente contexto merece ser resaltado. La muerte, que anta?o parec¨ªa detentar el monopolio del absurdo y el sinsentido, ha visto rebajada su importancia para incorporarse al absurdo y al sinsentido dominantes, generalizados. Y si en ¨¦pocas pasadas la desaparici¨®n de un ser querido resaltaba, en desgarrador contraste, sobre el fondo del orden cotidiano, interrump¨ªa dolorosamente las teleolog¨ªas personales en las que est¨¢bamos inmersos y hac¨ªa saltar por los aires las expectativas por cuyo cauce nos desliz¨¢bamos, ahora esa misma desaparici¨®n s¨®lo a?ade un grado a nuestra perplejidad, ¨²nicamente eleva un pelda?o el estupor en el que vivimos instalados.
No es mi intenci¨®n convertir una an¨¦cdota particular en prueba concluyente de nada, pero en los ¨²ltimos tiempos, en que desgraciadas circunstancias me han obligado a asistir a demasiados entierros, me llamaba la atenci¨®n el hecho de que ni en las ceremonias oficiadas por sacerdotes cat¨®licos ¨¦stos intentaran rebajar el dolor que padec¨ªan los m¨¢s allegados proyectando una m¨ªnima luz de inteligibilidad sobre lo sucedido. Incluso al contrario, lo m¨¢s frecuente era que tomaran como eje de sus intervenciones el sentimiento de absurdo ante la triste p¨¦rdida, declararan participar por completo de ¨¦l y remataran renunciando a aportar argumentos o razones que operaran a modo de b¨¢lsamo para las heridas de los deudos, apelando, como mucho, al misterio de la muerte. (Supongo que debe ser deformaci¨®n profesional, pero no pod¨ªa evitar, escuchando tales planteamientos, el recuerdo del entusiasmo con el que desde esos mismo sectores se reivindicaba, hace no tanto, la categor¨ªa de sentido como ant¨ªdoto contra la racionalidad cient¨ªfica, tan intransigente, seg¨²n ellos, con cualquier cosa que no fuera la explicaci¨®n causal de los acontecimientos).
Pero no terminaba ah¨ª mi sorpresa. Porque casi tan llamativas como me resultaban dichas intervenciones, con el mismo car¨¢cter se me aparec¨ªa la reacci¨®n que ellas suscitaban entre quienes escuchaban. A saber: ninguna. Se conoce que tambi¨¦n de la mente de los asistentes -incluyendo en este grupo no s¨®lo a los m¨¢s necesitados de alivio, sino tambi¨¦n a los m¨¢s creyentes- hab¨ªa desaparecido por completo la esperanza de que alguien -ni siquiera los ministros de su propia iglesia- pudiera hacer comprensible, aunque fuera en muy peque?a medida, una brutalidad tan fuera de cualquier l¨®gica.
Ahora bien, ?y si todo lo anterior tuviera otra clave de lectura? ?Y si el signo de tales fen¨®menos fuera sencillamente el inverso, esto es, que, lejos de constituir la idea de muerte una de las damnificadas por esa tendencia a la absurdizaci¨®n a la que nos hemos venido refiriendo, a lo que estuvi¨¦semos asistiendo fuera precisamente a su rotunda victoria? Con otras palabras: que fuera la muerte la que estuviera contaminando de absurdo todo lo real, devorando el mundo por dentro, vaci¨¢ndolo del m¨¢s m¨ªnimo sentido. De ser as¨ª, no podr¨ªamos argumentar en nuestro descargo que no est¨¢bamos advertidos, que la cosa nos ha venido de nuevas. Ya Sartre, al que tanto se est¨¢ conmemorando en el presente a?o, lo ha
-b¨ªa dejado escrito: 'Si se puede dar la nada, no es ni antes ni despu¨¦s del ser, ni, en general, fuera del ser, sino en el mismo seno del ser, en su coraz¨®n, como un gusano'. Si donde Sartre escribi¨® nada nosotros escribimos muerte, tal vez pudi¨¦ramos reconsiderar lo pensado, remontar la corriente del discurso e interpretar lo que est¨¢ sucediendo desde otra perspectiva. No nos hallar¨ªamos entonces ante un proceso contingente de banalizaci¨®n de lo real, susceptible de ser reconducido -esfuerzo colectivo mediante- en una direcci¨®n distinta. En realidad, eso que denominamos banalizaci¨®n vendr¨ªa a ser el grado cero de la inteligibilidad. Por formularlo m¨¢s rotundamente: si no se entiende apenas nada es porque apenas nada queda por entender. Lo que se nos muestra como ligereza de lo real (o levedad del ser, o comoquiera que se prefiera expresarlo) no esconde espesor alguno ni guarda en la sombra densidad de ninguna especie. Es tal como aparece: puro humo, mera apariencia. ?sa es toda la realidad que finalmente hemos heredado. La fina pel¨ªcula que recubre lo existente ya no oculta una dimensi¨®n repleta de posibilidades nuevas, susceptible de desarrollarse y florecer hasta ofrec¨¦rsenos como un regalo a nuestros anhelos de una existencia diferente. Sartre, a buen seguro podr¨ªa haber dicho: lo que en alg¨²n momento fue la pulpa fresca del mundo es hoy la carne inerte de una fruta podrida, devorada por el gusano de la muerte. Cayetana, el personaje de la prostituta espa?ola interpretado de manera soberbia por Candela Pe?a en Princesas, parece arrancar de aqu¨ª cuando afirma en un momento dado del filme: Qu¨¦ espanto que pudiera haber otra vida, y que fuera como ¨¦sta. El triunfo de la muerte ha terminado por hacer incluso innecesaria la idea misma de infierno. Su amenaza ha devenido in¨²til, al igual que bien pocos creen ya en que haya un cielo que venga a remediar lo que pueda tener de insoportable nuestra finitud. Ignoro si se expande el universo, pero parece seguro que lo hace la muerte. Muerte que -valdr¨¢ la pena recordar la obviedad- no es mala vida, sino ausencia de ella. Hemos descubierto (?demasiado tarde?) que aquella pregunta que una vez nos hizo sonre¨ªr no era una boutade brillante, sino lo ¨²ltimo que nos restaba por saber: ?hay vida antes de la muerte?
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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