Gatos de paja
Por influjo de alg¨²n esp¨ªritu burl¨®n o por un absurdo golpe de fatalidad, hace menos de dos semanas, en la marmita del Camp Nou, V¨ªctor Vald¨¦s y Santiago Ca?izares evocaron la ficci¨®n de Dos hombres y un destino.
Vald¨¦s fue testigo de un extra?o caso de transmutaci¨®n. El Valencia ven¨ªa de empatar con un penalti provocado y ejecutado por David Villa, uno de los duendes m¨¢s r¨¢pidos, activos y maliciosos del campeonato. Con el equipo encogido por la depresi¨®n, V¨ªctor recibi¨® un pase atr¨¢s en el aliviadero del ¨¢rea, as¨ª que se prepar¨® para recoger y alejar la pelota. Hab¨ªa ensayado ese recurso cientos de veces en las largas sesiones de barro y saliva que dan a los jugadores la p¨¢tina del especialista, pero Villa, la hormiga que se vuelve elefante, vio una se?al y se le ech¨® encima.
Cuando quiso despertar, V¨ªctor hab¨ªa consumado el suicidio imposible: en la jugada boba del mes se hab¨ªa apu?alado por la espalda.
Poco despu¨¦s, su colega Ca?izares, el portero fosforescente, sali¨® del cuadro para bloquear un centro fofo de Ronaldinho. Esta vez se trataba de una situaci¨®n estrictamente rutinaria; puesto que la jugada carec¨ªa de tensi¨®n, tendr¨ªa que descolgar uno de esos balones de celof¨¢n que caen llovidos del cielo. Santi inici¨® la pirueta de ballet que los arqueros se permiten en las jugadas de tr¨¢mite: se marc¨® tres pasos en disposici¨®n rampante, onde¨® suavemente los brazos, se suspendi¨® en el aire y, de pronto, v¨¢lgame Dios, sus huesos eran de trapo.
Le dio una colleja a la pelota, se la entreg¨® a Deco y cuando quiso darse cuenta era el autor de la jugada p¨¢nfila del d¨ªa.
En ese instante, ambos eran carne de picar. Dif¨ªcilmente podr¨ªan eludir el doble filo de la profesi¨®n: el filo de las cr¨ªticas y el filo de las miradas. Convencidos de que compartir¨ªan la misma suerte, se hicieron los encontradizos, buscaron un lugar junto al t¨²nel, desmayaron la figura y se dieron el abrazo del proscrito.
D¨ªas despu¨¦s, con el coraz¨®n entrenado y las tripas revueltas, ocupaban su garita y nos pon¨ªan a pensar. De nuevo nos dijimos que el portero, por imperativos de sobriedad, s¨®lo puede marcar su territorio con los gestos del merodeador profesional; un zarpazo, un bufido, un insulto clandestino, una carga a destiempo o quiz¨¢ la flexi¨®n imperceptible que anticipa la estirada.
En nuestra parcialidad de espectadores, sabemos que, si los otros jugadores se equivocan, sus errores se disuelven muy pronto en la memoria del partido. Los errores del portero, en cambio, se miden siempre en la escala de los cataclismos. Por eso contuvimos la respiraci¨®n cuando reaparecieron.
Clavaron en el suelo sus u?as de metal, pidieron cuatro en la barrera y volaron de nuevo hacia el bal¨®n. Estaba claro: escaldados o no, dos de nuestros mejores gatos hab¨ªan sobrevivido y volv¨ªan a cazar.
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