Identidad y democracia
En la primera e hist¨®rica acepci¨®n de la palabra, naci¨®n significa nacimiento, el acto de nacer, y s¨®lo a partir de esa descripci¨®n pudo despu¨¦s dar nombre al conjunto de individuos nacidos en un mismo territorio o pertenecientes a un grupo identificable por su lengua, su cultura, sus costumbres o su simple voluntad de estar unidos bajo un mismo gobierno. La naci¨®n no era, as¨ª, un t¨¦rmino prioritariamente pol¨ªtico, aunque a partir de ¨¦l se hayan elaborado toda clase de teor¨ªas de ese g¨¦nero durante los ¨²ltimos doscientos y pico de a?os. De modo que cuando un amigo m¨ªo catal¨¢n se ha puesto a explicarme por qu¨¦ Catalu?a es una naci¨®n he tenido que atajar su verborrea para aclararle que no necesito convencerme de lo que resulta obvio. Digo esto porque acabo de saber que el Gobierno de la Generalitat va a gastar m¨¢s de un mill¨®n de euros de nuestros impuestos en explicar en el principado, y fuera de ¨¦l, el significado profundo del Estatuto que acaba de aprobar su Parlamento. Espero que, al menos, los pol¨ªticos nos hagan gracia de nuevas pol¨¦micas ling¨¹¨ªsticas, so peligro de que acabe todo el pa¨ªs discutiendo acerca del sexo de los ¨¢ngeles, sin entrar a debatir lo que definitivamente se ha puesto sobre la mesa: la oportunidad de reformar, mediante v¨ªas pac¨ªficas y democr¨¢ticas, la estructura del Estado espa?ol. Este reclamo resulta lacerante para algunos, y levanta no pocos temores respecto al futuro unitario de Espa?a. Pero la Constituci¨®n necesita ajustes y retoques que permitan renovar el pacto de convivencia entre los espa?oles que, en su d¨ªa, no qued¨® suficientemente perfilado en torno a lo que eufem¨ªsticamente se llama la cuesti¨®n territorial. En mi opini¨®n era, pues, la Constituci¨®n lo que hab¨ªa que reformar antes que los estatutos, y no a la inversa. El camino elegido ahora me parece m¨¢s costoso que ning¨²n otro, pero hay que reconocer tambi¨¦n que las posturas cada vez m¨¢s ultramontanas del Partido Popular hac¨ªan inviable un debate honesto y constructivo sobre la reforma del Estado.
La puesta al d¨ªa del pacto constitucional demanda, en cualquier caso, un consenso generalizado. En el tema del Estatuto catal¨¢n, ha sido extraordinariamente amplio y representativo por lo que concierne a las fuerzas pol¨ªticas locales, pero no en lo que se refiere a las del resto de Espa?a. La primera dificultad a vencer por los apologetas del documento es, por eso, garantizar que el hecho diferencial que reclaman para su pa¨ªs no ha de equivaler a la concesi¨®n de privilegios a sus habitantes, lo que acabar¨ªa por desfigurar el principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos del Estado. (Por eso es de tan capital importancia el cap¨ªtulo dedicado a la financiaci¨®n). En una democracia, los titulares de los derechos y obligaciones son los individuos, no los territorios, y es en nombre de aquellos en el que se ejerce el poder pol¨ªtico, a lo que se llama soberan¨ªa. Ahora pretendemos cambiar las reglas de juego del ejercicio de ese poder, pero ser¨¢ imposible abordar una tarea semejante sin la base del consenso al que me refer¨ªa. Catalu?a puede aprobar su Estatuto con el voto en contra de la derecha espa?olista, pero el Congreso de los Diputados no puede permitirse el lujo de refrendarlo en id¨¦nticas condiciones. Por lo mismo, la responsabilidad de que este proceso llegue a buen puerto es primordialmente del presidente del Gobierno, desde luego, pero el jefe de la oposici¨®n har¨ªa bien en tomar nota de que los intereses generales demandan m¨¢s templanza y menos demagogia que la que habitualmente emplea. Le guste o no, andamos todos embarcados en un asunto que reclama un esfuerzo com¨²n. Los sarcasmos y las rabietas est¨¢n de m¨¢s.
Ello no quiere decir que a la derecha, y a no pocos representantes del partido socialista, no les asistan algunas buenas razones a la hora de se?alar los excesos que la propuesta del Parlament encierra. El uso ambiguo del t¨¦rmino naci¨®n; la forma de financiaci¨®n de la autonom¨ªa, que equivale a un cupo encubierto; la total autonom¨ªa de la administraci¨®n de justicia y un cierto peligro de discriminaci¨®n de los castellanohablantes son cuestiones que ocupar¨¢n la atenci¨®n del debate durante los pr¨®ximos meses.
En lo que respecta al primer punto, convendr¨ªa recordar que la naci¨®n, cualquier naci¨®n, es en muchos aspectos una invenci¨®n cultural que s¨®lo funciona verdaderamente cuando se ve potenciada desde las instancias de la autoridad, pues se trata de una creaci¨®n en gran medida artificial. La naci¨®n y el poder se retroalimentan: aquella es una emanaci¨®n de ¨¦ste que, a su vez, tiende a buscar sus ra¨ªces en las esencias m¨¢s o menos trascendentes de esa realidad abstracta que pretende encarnar. El papel de la cultura en la creaci¨®n de esa misteriosa identidad colectiva de los pueblos sobre la que se edifica toda construcci¨®n nacionalista es, por ende, decisivo, y la lengua, instrumento primario de comunicaci¨®n entre los hombres, juega un papel fundamental. En la versi¨®n de Pujol, "el catal¨¢n es el nervio de nuestra naci¨®n".
La impostaci¨®n nacionalista se recrea en la b¨²squeda y defensa de una identidad propia, diferente y reconocible respecto a la identidad del otro. De nada sirve que el presidente Maragall diga que "ya no hay nosotros y ellos, porque nosotros somos ellos", si al mismo tiempo se esfuerza en promulgar un texto en el que el reconocimiento de la identidad propia de Catalu?a se confunde y entremezcla con el establecimiento de derechos y deberes de todos los ciudadanos. La democracia atiende a estos ¨²ltimos y no a la cuesti¨®n identitaria. Por eso el derecho de autodeterminaci¨®n de los pueblos ha sido hist¨®ricamente aplicado a las colonias, pero no a las potencias coloniales. Pero la necesidad de recrear ese mito una y otra vez por parte de las fuerzas pol¨ªticas es tan grande, que acaba a veces desfigurando cuestiones aparentemente b¨¢sicas en la ideolog¨ªa de muchos partidos. Sorprende que los representantes de la izquierda catalana se vean constre?idos a explicar que, efectivamente, defienden los principios de solidaridad, o que se hayan apeado con tanta facilidad del establecimiento de una ense?anza laica en la redacci¨®n final del documento. Es como si la identidad de esos partidos de izquierda residiera m¨¢s en el hecho de ser catalanes que en su condici¨®n de progresistas.
?sta es, a mi ver, una cuesti¨®n sobre la que tienen que discutir los socialistas espa?oles, los de Badajoz y los de Barcelona, a la hora de sacar el Estatuto adelante. De otro modo, me parece casi evidente que Catalu?a no se separar¨¢ de Espa?a, en contra de las apocal¨ªpticas predicciones de la bancada de la derecha en el Congreso, pero hay una seria probabilidad de escisi¨®n en las fuerzas del partido gobernante. Por lo dem¨¢s, ning¨²n estruendo: ni llantos de emoci¨®n de unos ni de desesperanza de otros. Aqu¨ª no hay un Mois¨¦s conduciendo al pueblo elegido frente a la irritaci¨®n de los opresores. Necesitamos un debate sobre el Estado federal, no una reflexi¨®n sobre el destino hist¨®rico de las naciones. Porque se est¨¢ hablando desde el poder, y entre sus representantes, sobre cuestiones que afectan a la identidad de los pueblos, pero tambi¨¦n, y sobre todo, al ejercicio de la democracia.
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