?Bailamos?
"UN T?O QUE EST? l¨ªado con una prima-segunda de Bicoca ley¨® EL PA?S hace dos semanas". La frase no es como para ponerla en titulares, pero esa es la que mi amiga del Fresno me solt¨® por tel¨¦fono despu¨¦s de un a?o de no decir ni mu. Despu¨¦s de un a?o va la t¨ªa y me llama a las ocho de la ma?ana de un s¨¢bado neoyorquino, dos de la tarde en Embassy, cafeter¨ªa del barrio de Salamanca donde los del Fresno atornillan el culo a la hora del aperitivo generaci¨®n tras generaci¨®n, como si viniera escrito en su carta gen¨¦tica. Suena el tel¨¦fono. Yo ya estaba despierta porque los americanos, que no tienen sensibilidad (son pioneros y tienen los sentidos de cart¨®n), no ponen cortinas en las ventanas, s¨®lo laminillas de pl¨¢stico, que quedan muy cinematogr¨¢ficas pero dejan que el sol salvaje americano se cuele desde las siete y te saque a patadas del sue?o. A veces, en la desesperaci¨®n, colgamos una toalla con dos trozos de esparadrapo, pero entonces nos sentimos un poco tardohippies y nos deprimimos. A veces echamos mano de los antifaces de Iberia. Es curioso, siempre hab¨ªamos cre¨ªdo que el antifaz era un toque sofisticado de Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany's, ahora entendemos que era un detalle realista. Pero a nosotros los antifaces de Iberia nos hacen da?o, se nos marca la gomilla en las sienes. No quisiera convertir este art¨ªculo en un c¨²mulo de reivindicaciones, ya s¨¦ que yo estoy s¨®lo para distraerles del problema maragallesco; pero quisiera que esta columna sirviera para que los fabricantes de antifaces de Iberia hicieran, por favor se lo pido, un poco m¨¢s grandes las gomas (me refiero a las del antifaz), porque a las criaturas al cabo de seis horas se nos corta el riego y es una pena dado que trabajamos con el intelecto. Pero vengo a hablar de gomas. Bicoca me llama a las ocho de la ma?ana el s¨¢bado, hora en la que mi santo y yo rumiamos nuestro rencor hacia los americanos por tener esa guerra declarada a las cortinas. Hora de la eterna disyuntiva: ?toalla o antifaz? Hora en la que estamos a punto de hacer lo que hacen ellos: calzarse unas zapatillas de deporte y tirarse a la calle a comer huevos como cerdos. Bicoca no se disculpa ni por la hora de llamar ni por haberme olvidado un a?o entero. Un a?o esper¨¦ d¨ªa a d¨ªa que sonara el tel¨¦fono en la soledad de este piso 27. Y nada. Ella sigue en su estilo. Va directo a lo suyo: dice que un t¨ªo que conoce ley¨® lo que escrib¨ª sobre las sillas de ruedas a motor que hay en este pa¨ªs de las oportunidades, y eso le hizo acordarse de una amiga suya que vive en Nueva York a la cual se le ha muerto su madre recientemente dejando la silla en perfecto estado. Su amiga iba a sacar la silla a la calle este s¨¢bado para venderla, que es lo que hacen muchos neoyorquinos los s¨¢bados, poner tenderetes con las cosas de sus madres muertas, no como hacemos nosotros, que las tiramos al contenedor del vecino que est¨¢ haciendo obra. Son formas diferentes de honrar a los muertos. El caso es que Bicoca quiere esa silla porque la silla de su madre se cay¨® en una zanja de Gallard¨®n este verano con madre y ecuatoriana incluidas, y con la indemnizaci¨®n del Ayuntamiento, Bicoca pagar¨¢ el transporte a¨¦reo. Total, que ah¨ª entro yo. Para que el transporte salga m¨¢s barato, la silla va a hacer escala en Francfort, Mil¨¢n, Manchester, Madrid. O sea, que la silla va a pasar tanto tiempo en el espacio a¨¦reo que es posible que cuando llegue, la madre de Bicoca haya muerto y se haya reencarnado en bandera espa?ola, por ejemplo. Esto no se lo digo a Bicoca, porque ella tiene mucha ilusi¨®n con la silla. La chacha de la amiga de Bicoca me llev¨® la silla a una esquina de Park Avenue. Me sent¨ª un poco como una traficantes de sillas, tipo French Conection o as¨ª. Y como una reina me fui sentada en la silla a Gracious Home, una tienda del hogar. All¨ª dej¨¦ la silla en manos de unas empleadas negras que me trataton como si fuera del comit¨¦ directivo del Ku-Klux-Klan, y mientras la empaquetaban di una vuelta por ese para¨ªso del consumismo. Una empleada india me invit¨® a tumbarme en un colch¨®n para medir el nivel de dureza del colch¨®n apropiado para mi espalda y lo que se tercie. De pronto me vi tumbada en el colch¨®n, dentro del escaparate, con personas desde la calle mir¨¢ndome como si fuera una prostituta holandesa. De all¨ª fui a la zona de humidificadores. Me encantan los humidificadores: cerr¨¦ los ojos y met¨ª la nariz en el vapor de uno de ellos moviendo la cabeza de un lado a otro. Cuando abr¨ª los ojos, veo un hombre enorme a mi lado haciendo lo mismo, balance¨¢ndose, dej¨¢ndose llevar por un ritmo interior, como si escuchara una m¨²sica. Era negro, el pelo largo peinado en trenzas, gafas oscuras y una sonrisa permanente. Le miro y no doy cr¨¦dito. ?Estoy bailando con Stevie! Le digo: "T¨² eres el rayo de sol que ilumina mi vida". ?l extiende la mano hacia donde viene mi voz y yo se la estrecho. Stevie Wonder, he bailado con todas tus canciones, en la discoteca, en mi casa, por la calle, y pasan los a?os y a¨²n cada vez que oigo una canci¨®n tuya me siento alegre y siento que el tiempo no ha pasado. Le quiero decir eso y quiero seguir bailando en los humidificadores, pero ya hay otros clientes que esperan para darle la mano. Bailar con Stevie, qui¨¦n me lo hubiera dicho cuando le imitaba cantando Isn't she lovely? Era mi gran imitaci¨®n. Salgo de la tienda feliz pensando en Stevie y en la silla de ruedas que me gustaba tanto y que ya va rumbo a Espa?a, esa plurinaci¨®n de naciones estatales.
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