El asesino del bistur¨ª
Jack el destripador, el monstruoso asesino de mujeres, aterroriz¨® en 1888 a las prostitutas del barrio de Whitechappel, en Londres. Fr¨ªamente y con precisi¨®n de cirujano, descuartizaba a sus v¨ªctimas y se jactaba de ello en sus misivas a la polic¨ªa. Muchos a?os despu¨¦s, Scotland Yard tuvo casi la certeza de que este repugnante asesino era el duque de Clarence, nieto de la reina Victoria.
Londres es una de las ciudades m¨¢s sutilmente dif¨ªciles del mundo. Los londinenses verdaderos -que ya son muy pocos, y los que quedan se esconden en sus clubes y en algunas zonas disimuladas al profano por una entrada de garaje o por un arco peque?¨ªsimo- se ocultan del mundo y pretenden pasar inadvertidos en sus miserias, pero tambi¨¦n en sus glorias. No quieren notoriedad y, protegidos por unas leyes y hasta por un sistema pol¨ªtico elitista, cierran los ojos a la apabullante realidad que los circunda y que los devora poco a poco. Las generaciones mas j¨®venes, digan lo que digan, querr¨ªan mantener ese estatus proteccionista de sus squares, de sus galer¨ªas y sus clubes, y se agarran como locos a los ¨²ltimos bastiones del poscolonialismo y todos sus tics, desde el t¨¦ hasta la cachimba, en un vano intento de permanencia de un mundo y una cultura que se les escap¨® de las manos el d¨ªa en que entraron a formar parte de la Comunidad Europea.
Cont¨® c¨®mo se hab¨ªa comido guisado el ri?¨®n de su v¨ªctima
Hallaron el cuerpo de Mary Kelly con las v¨ªsceras desperdigadas
Yo he conocido Londres bastante tiempo antes, cuando era una ciudad barat¨ªsima en la que se pagaba en medias guineas y chelines, lo cual era una tortura m¨¢s, pero tambi¨¦n una barrera m¨¢s ante el for¨¢neo. Los s¨ªmbolos de Londres, al menos los oficiales, como el Parlamento, el T¨¢mesis y hasta el New Scotland Yard, son s¨®lo un decorado -bell¨ªsimo, eso s¨ª- que ya no corresponde a nada. En el West End, bandadas de ni?os multicolores saltan a la comba, se tiran piedras, gritan y corren coexistiendo con una minor¨ªa de british que salen de casa s¨®lo lo estrictamente necesario. A esta sociedad, la invasi¨®n hind¨², caribe?a, surafricana, es decir, ex¨®tica en general, no la ha terminado de echar a¨²n de su ciudad, pero le falta muy poco. Ya no existe pr¨¢cticamente esa fr¨ªa y proverbial cortes¨ªa, ni esos salones de t¨¦ de las cinco. Ya no se encuentran apenas rosas de Picard¨ªa en los pocos puestos de flores que van cerrando, se van clausurando para siempre, mientras los viejos cabs han pasado a mejor vida. Si queda alguno, s¨®lo ser¨¢ hasta el d¨ªa en que el viejo y bigotudo driver se retire de una pu?etera vez a Mallorca o a la Costa del Sol.
Si hago esta breve introducci¨®n, es para que el lector entre un poco en el ambiente del pa¨ªs que yo todav¨ªa conoc¨ª de exclusivismos y silencios, donde lo que no era british era denostado o simplemente despreciado, y lo aut¨®ctono, mantenido aparte, en urnas intocables, con la muda complacencia de todos los lores de la C¨¢mara. La misma existencia de esas dos C¨¢maras, la de los lores y la de los comunes, era, en el fondo, un simple subterfugio para evitar que los comunes se identificaran demasiado con los otros, con los elegidos. Yo viv¨ª ese rechazo, estando invitado a una conferencia de prensa en la que mis interlocutores, ingleses e irlandeses, se mostraron sorprendid¨ªsimos cuando les inform¨¦ de que yo hab¨ªa hecho varias pel¨ªculas inglesas. El m¨¢s simp¨¢tico y comunicativo de ellos, con un sorprendido arqueo de cejas, dijo: "?C¨®mo, unas pel¨ªculas brit¨¢nicas dirigidas por un espa?ol?". Me encog¨ª de hombros: "?Qu¨¦ puedo hacer yo? Un productor, compatriota de ustedes, me contrat¨®".
S¨®lo en una sociedad as¨ª pueden nacer personajes como Jack el Destripador. No exagero si afirmo que en aquel momento cualquiera de mis interlocutores se habr¨ªa servido del bistur¨ª y el escalpelo para acallar mis pretensiones de coexistencia -modesta, desde luego- con sus vacas sagradas.
Cuando en 1888 se produce el primer crimen conocido de Jack the Ripper sucede al final del verano y en Whitechappel, un barrio infame, de prostituci¨®n y miseria; un pr¨®logo del turismo er¨®tico de nuestros d¨ªas. La degradaci¨®n y el crimen eran elementos tan cotidianos como los mercados al aire libre con pescado putrefacto, los cuencos enormes de caf¨¦ imbebible o el olor nauseabundo a grasa de pato o de cordero con que se cocinaba en aquellos tiempos. Para la famosa polic¨ªa de Scotland Yard, la desaparici¨®n de una puta no era m¨¢s importante que la de una paloma en Marbel Arch o una rata en las cloacas de Mayfair. Ni siquiera exist¨ªa un censo -ahora parece que empiezan a interesarse por ese tipo de minucias-. S¨®lo en semejante ambiente puede un hombre asesinar impunemente con extra?a perfecci¨®n, y burlarse de la justicia, llegando incluso a anunciar a la polic¨ªa sus haza?as, y dejar las repugnantes trazas de sus actos a la vista de todos, vanaglori¨¢ndose de sus mutilaciones siniestras, de su habilidad para la disecci¨®n, en vivo muchas veces, de sus v¨ªctimas, quienes, por el hecho de ser unas desheredadas de la fortuna, no merec¨ªan siquiera una investigaci¨®n a fondo.
A principios de noviembre de 1888, Jack cometi¨®, seg¨²n parece, su ¨²ltimo crimen, en la persona de una joven y bella prostituta, muy popular en el barrio, y una alcoh¨®lica para m¨¢s precisiones. Mary Jeannette Kelly, de 25 a?os de edad, viv¨ªa en un cuarto insalubre en la calle Millers Court, adonde sol¨ªa llevar a sus clientes. Uno de ellos y en principio uno de los m¨¢s elegantes y generosos que la pobre Mary Kelly tuvo como cliente fue su cruel verdugo. Encontraron su cuerpo sobre su pobre cama, con sus v¨ªsceras desperdigadas por toda la habitaci¨®n. Sus senos hab¨ªan sido arrancados; sus orejas, cercenadas, igual que su nariz, y sus ri?ones, extra¨ªdos con precisi¨®n de cirujano expert¨ªsimo. En esta ocasi¨®n, Jack adorn¨® la escena cubriendo los muros de la estancia con la sangre de su v¨ªctima, cuyo coraz¨®n jam¨¢s fue hallado. Luego, Jack desapareci¨® para siempre de la escena macabra de sus cr¨ªmenes. Nunca fue detenido, y parece incluso que si alguna vez los hombres de Scotland Yard estuvieron cerca de poder aprehenderlo, algo les detuvo en el ¨²ltimo instante.
Poco a poco, la repugnante aventura de Jack el Destripador se fue diluyendo en el olvido. ?C¨®mo es posible que en una sociedad civilizada pueda ocurrir algo semejante? Cr¨ªmenes ha habido siempre desde el nacimiento del hombre, pero la sangrienta serie de Jack el Destripador, su c¨ªnico exhibicionismo, las continuas pistas que ¨¦l mismo daba a la polic¨ªa, son una muestra m¨¢s de ese tradicional clasismo brit¨¢nico. A nadie le interesaba destapar las tripas de unos sucesos que eran casi un elemento impagable para un sensacionalismo period¨ªstico que relegaba a segundo t¨¦rmino asuntos peligrosos para el Gobierno e incluso para la Corona. Seg¨²n los documentos de la ¨¦poca, fueron cinco los monstruosos asesinatos comprobados de El Destripador, todos en un breve espacio de tiempo (desde agosto de 1888 hasta el 9 de noviembre del mismo a?o). Hubo algunos sospechosos, basados en las informaciones de algunos testigos, que daban a la polic¨ªa pistas contradictorias. Para unos, Jack era un hombre elegante, distinguido, un verdadero gentleman. Para otros era un hombre fornido, casi vulgar, que hablaba con un acento extranjero. Esta pista, que agradaba sobremanera a Scotland Yard -el poder colgar las propias lacras a un p¨¦rfido for¨¢neo era m¨¢s que apetecible-, llevaron a acusar a un carnicero jud¨ªo de origen polaco, pero no pas¨® de ser una sospecha sin fundamento s¨®lido. El hombre, John Pizer, present¨® una coartada que deb¨ªa de ser de una solidez total, ya que qued¨® en libertad al poco tiempo sin cargos. Entre los sospechosos se encontraba tambi¨¦n James Maybrick, muerto en extra?as circunstancias a los 49 a?os. Era un respetado comerciante de algod¨®n de Liverpool y un drogadicto. Se sabe que conoc¨ªa muy bien la zona de Whitechappel y que trataba a menudo con prostitutas. Algunos testigos oculares describieron a Jack como muy parecido a Maybrick y aproximadamente de la misma edad. Maybrick era un hombre col¨¦rico, que golpe¨® a su esposa en varias ocasiones por supuesta infidelidad. Seg¨²n un informe oficial, Maybrick muri¨® de gastroenteritis, pero se sab¨ªa que inger¨ªa drogas y hasta sustancias venenosas, como el ars¨¦nico, en peque?as dosis. Cuando Maybrick muri¨®, la justicia aprovech¨® para acusar a su esposa de haberle envenenado y empez¨® a rumorearse que quiz¨¢ ella pod¨ªa ser Jack el Destripador.
Sir Arthur Conan Doyle, uno de los escritores m¨¢s notables del siglo XIX ingl¨¦s, tambi¨¦n abund¨® en la teor¨ªa de un Jack el Destripador femenino, aunque admiti¨® que tambi¨¦n pod¨ªa ser un polic¨ªa o un cl¨¦rigo. Otros quisieron hacer de Jack el Destripador un carnicero de oficio que conoc¨ªa las t¨¦cnicas de la mutilaci¨®n y el descuartizamiento, y que por su oficio pod¨ªa pasearse impunemente con ropas llenas de sangre. Bernard Shaw, que no perd¨ªa ni una posibilidad para mofarse, como buen irland¨¦s, de la sociedad inglesa, escribi¨® que El Destripador era en definitiva un reformador social que usaba m¨¦todos expeditivos para atraer la atenci¨®n sobre "las miserias de la sociedad brit¨¢nica y la miseria del proletariado ingl¨¦s". Claro que las teor¨ªas de Bernard Shaw no pasaban de ser una muestra m¨¢s de su ¨¢cido sentido del humor. M¨¢s serio fue el personaje de George Chapman. Chapman fue acusado y condenado a la horca en 1902 por haber asesinado a tres mujeres. Durante la estancia de Chapman en Estados Unidos, en Nueva Jersey concretamente, fueron perpetrados en ese Estado varios cr¨ªmenes muy semejantes a los de Jack el Destripador. Finalmente fue ejecutado, pero no pudo probarse que ¨¦l fuera tambi¨¦n el autor de los cr¨ªmenes de Jack. Todas esas acciones de la justicia, todas esas b¨²squedas de un asesino que act¨²a con descaro y desverg¨¹enza en un ¨¢rea reducid¨ªsima como era el d¨¦dalo de callejas de Whitechappel en donde se cometieron los cr¨ªmenes de Jack, nos llevan a enormes dudas sobre la acci¨®n de una polic¨ªa considerada, adem¨¢s, una de las mejores del mundo. Jack mataba, descuartizaba, llenaba un peque?o barrio de sangre, pero nadie consegu¨ªa cazarle. ?Por qu¨¦? ?C¨®mo pudo un solo hombre burlar la ley de una manera tan desvergonzada? ?C¨®mo pod¨ªa pasearse por un barrio m¨ªsero en el que la presencia de un se?or bien trajeado, cubierto con sombrero de copa, deb¨ªa llamar poderosamente la atenci¨®n, sin ser detenido, sin despertar siquiera sospechas a la polic¨ªa? ?C¨®mo pod¨ªa regar un barrio de Londres de sangre y de v¨ªsceras sin que nadie frenara en seco su macabro fest¨ªn de horrores? Cartas enviadas por Jack el Destripador a Scotland Yard informaban habitualmente de sus haza?as, sin omitir los m¨¢s repugnantes detalles, en los que no quiero insistir, pero que tampoco puedo olvidar. Firmando "Jack el destripador" informaba, por ejemplo, a la polic¨ªa de que se hab¨ªa comido guisado una buena parte del ri?¨®n de una de sus v¨ªctimas. Tambi¨¦n hubo extracciones de ovarios y hasta de ¨²tero.
Fred Abberline, uno de los cerebros de Scotland Yard, investig¨® durante largo tiempo el caso de Jack y, sin embargo, sus sospechas, por extra?o que pueda parecer, se volcaron en dos personajes cuya relaci¨®n con los horribles asesinatos parec¨ªa una burla a la justicia. El primero fue el actor Richard Mansfield, un histri¨®n capaz de desbancar al mism¨ªsimo Anthony Hopkins y que representaba en Londres El doctor Jekyll y Mister Hyde, de Stevenson, lo cual le hac¨ªa altamente sospechoso (Vincent Price o Christopher Lee habr¨ªan sido ejecutados sin remisi¨®n). Tambi¨¦n, durante un momento, Fred Abberline investig¨® a un cochero, John Netley, por el simple hecho de que ten¨ªa algunos conocimientos de cirug¨ªa y que iba y venia mucho por el barrio. Mientras tanto, El Destripador segu¨ªa ejerciendo su oficio tranquilamente y mandando notas a la polic¨ªa. En una de ¨¦stas comunic¨® que ten¨ªa pensado matar a 16 mujeres m¨¢s y que luego desaparecer¨ªa de la circulaci¨®n. Y as¨ª fue. Desapareci¨® sin cumplir, afortunadamente, su terrible anuncio.
El paso del tiempo hizo que el monstruo fuera poco a poco olvidado, pero muchos a?os despu¨¦s, Scotland Yard public¨® una serie de documentos secretos que hab¨ªan sido desclasificados. Entre ellos hab¨ªa un diario de Jack en el que relataba c¨®mo y por qu¨¦ asesin¨® a esas mujeres. El autor, que firmaba su diario con su nombre completo, no era otro que Eduardo, duque de Clarence, hijo de Eduardo VII y nieto de la reina de Inglaterra, muerto a los 28 a?os, poco tiempo despu¨¦s de la siniestra serie de asesinatos. El joven gastaba su tiempo en la caza del ciervo, deporte en el que parece ser que mostraba mucha destreza. Era un elegante, y en sus frecuentes aventuras por los prost¨ªbulos londinenses nadie vio una mancha sobre sus ropas, cortadas por el mejor sastre de la corte, pese a sus sanguinarias aficiones cineg¨¦ticas. Eduardo gustaba de descuartizar ¨¦l mismo a sus presas de caza y frecuentaba los prost¨ªbulos de Whitechappel. Se hablaba de ¨¦l como un ser col¨¦rico y altivo. Despu¨¦s del ¨²ltimo crimen reconocido de Jack, hubo alg¨²n testigo ocular que describi¨® a El Destripador como alguien muy parecido al duque de Clarence. ?ste muri¨® ro¨ªdo por la s¨ªfilis a pesar de que los m¨¦dicos de la corte intentaron diagnosticar su enfermedad como una neumon¨ªa.
El doctor William Gull, antiguo m¨¦dico de la casa real, afirmaba, y hasta escribi¨®, que Jack no era otro que el duque de Clarence. Por supuesto que en su momento hubo una contraofensiva en defensa del duque, e incluso documentos de dudosa veracidad que insist¨ªan en la neumon¨ªa como origen de la muerte. Lo que fue cubierto cada vez m¨¢s por el silencio fue la autoinculpaci¨®n de Clarence en su diario, a pesar de que hasta la caligraf¨ªa del mismo no ofrec¨ªa ning¨²n tipo de duda. Se dice que la reina Victoria lo hizo encerrar en una prisi¨®n de las colonias. Se dice tambi¨¦n que directamente lo mand¨® ejecutar en secreto. El hecho cierto es que el olor a podredumbre, a pescado cocido y tripas putrefactas de Whitechappel se aliaron sin querer con Jack una vez m¨¢s y echaron tierra sobre un asunto que hubiera debido remover las conciencias consentidoras e ignorantes en pro del buen nombre de una oligarqu¨ªa culpable y apegada s¨®lo a aparentar un esplendor que ya anunciaba su derrumbamiento irrecuperable. Esos asesinos elegantes, estos caballeros con sentidos literarios, nunca pudieron fructificar en Espa?a. Nuestros asesinos nunca supieron manejar el escalpelo, ni siquiera leer o escribir.
?Por qu¨¦ asesinaba Jack el Destripador? ?Qu¨¦ siniestros impulsos le llevaron a cometer cr¨ªmenes tan atroces? Era un hombre instruido, elegante, poderoso.
La respuesta a estas inc¨®gnitas s¨®lo puede encontrarse en el estatus social de su tiempo en Inglaterra, en una Inglaterra colonial, cruel y perversa, en la que no todas las vidas humanas ten¨ªan el mismo valor. La muerte atroz de un ramillete de pobres putas apenas contaba para la justicia. Esas desheredadas de la fortuna, prisioneras de aquel barrio infame, s¨®lo pod¨ªan terminar violentamente. Nadie, sino sus familias, si es que las ten¨ªan, las echar¨ªa en falta. Poco importaba si mor¨ªan devoradas por la s¨ªfilis, la malaria o el c¨®lera. No exist¨ªan, no estaban censadas, no pod¨ªan esperar ninguna protecci¨®n. Si El Destripador hizo de Whitechappel su coto de caza, fue sobre todo un juego, una diversi¨®n, m¨¢s apasionante a¨²n que perseguir a los animales salvajes y contemplar c¨®mo la jaur¨ªa los devoraba. Si no hubiera ido tan lejos, si unos molestos testigos no le hubieran acusado de forma tan directa, es posible que Jack hubiera completado su lista de prostitutas ajusticiadas. No sabemos si la reina Victoria tuvo conocimiento desde el principio de las haza?as de su nieto, o si s¨®lo lo supo al final. Tanto da. En el fondo, puede que a ella no le importara demasiado, como no le importaron las ejecuciones masivas en la India, en Pakist¨¢n, en las West Indias. Por eso, el que no sepamos ahora qu¨¦ suerte corri¨® aquel sangriento asesino llamado Jack el Destripador no tiene mayor importancia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.