Viento en el yunque
En la fotograf¨ªa que abre el cat¨¢logo de la exposici¨®n del escultor Mart¨ªn Chirino en la Galer¨ªa Marlborough de la calle Orfila se perciben las sombras de dos hombres acariciando el hierro bajo la tenue luz de un fuego que da al espacio retratado un misterioso ¨¢mbito de santuario. Esos dos hombres, con apariencia de aplicados artesanos, que se entregan a su trabajo en el yunque, son el propio artista, uno de los escultores espa?oles m¨¢s notables, y su ayudante, el pintor Rafael Moraga. En un lateral de aquel recinto que se nos muestra aparece a trav¨¦s de una cristalera el paisaje de Madrid, de un Madrid del sur, de la zona de Chinch¨®n, en Valgrande, donde las casas tienen sus nombres y la del escultor el preciso nombre de Valyunque.
Puede verse con m¨¢s claridad este paisaje yermo, alegrado por una vegetaci¨®n austera que sobrevive a la escasez del agua, en la portada del cat¨¢logo, detr¨¢s de un yunque limpio, tal cual una peana de escultura, sobre el que reposa una de las espirales m¨¢s caracter¨ªsticas del artista canario. Antes de que la m¨²sica de la fragua y el golpe seco sobre el yunque sonar¨¢n en este territorio madrile?o, donde el escultor se relaciona con el espacio por medio de la mirada que vaga por el aire libre en el que sue?a sus esculturas, Chirino aliment¨® sus ojos en otro madrile?o paisaje agreste, tan hostil como el de algunos campos canarios, en San Sebasti¨¢n de los Reyes. Pero entonces, a?os sesenta, la mirada del artista abarcaba desde su jard¨ªn modesto un horizonte que le anunciaba el mar inexistente al final de una vasta extensi¨®n de tierra parda. All¨ª tambi¨¦n tuvo el yunque su templo, el artista su eremitorio familiar y algunos activistas de las artes de aquellos tiempos un lugar de encuentro. Chirino hab¨ªa venido de Las Palmas de Gran Canaria con Manuel Millares y el poeta Manuel Padorno.
Hu¨ªan de la provincia hecha isla y buscaban un espacio m¨¢s abierto para que el arte renovador por el que se afanaban y su posici¨®n ante la vida y el mundo fueran entendidas, buscaban la complicidad de otros artistas para emprender en compa?¨ªa su propia aventura. El grupo El Paso naci¨® en Madrid con Millares y con Mart¨ªn, entre otros, venidos de Arag¨®n, de Toledo o de otras tierras, otras islas en la grisura ambiental de aquel tiempo. Me parece estar oyendo all¨ª la voz ir¨®nica del cr¨ªtico Jos¨¦ Ayll¨®n o la m¨¢s entusiasmada del poeta Manuel Conde, tan apresurado en el habla como pausado era el arquitecto Antonio Fern¨¢ndez Alba, autor de la casa de San Sebasti¨¢n de los Reyes, cuya modesta belleza -Fern¨¢ndez Alba es la negaci¨®n del espect¨¢culo y se refugia en la honestidad de la meditaci¨®n- pereci¨® para siempre cuando la ahogaron las altas torres de viviendas que impidieron a Chirino seguir so?ando esculturas en el nuevo laberinto de la modernidad cutre, con los pol¨ªgonos industriales interponi¨¦ndose como vallas a su mirada. Cuando los pol¨ªticos llamaron a Chirino para salvar de la quema el C¨ªrculo de Bellas Artes de Madrid, aunque lo abandonaran despu¨¦s en aquella aventura, le quit¨® tiempo a su sue?o de espirales, abandon¨® un poco sus geometr¨ªas del viento, para entregarse a una tarea que ha dado al fin excelentes resultados en la vida cultural de Madrid. Pero, afortunadamente, volvi¨® a pelearse en el yunque o, si se quiere, a acariciarlo, porque la po¨¦tica de su obra da vuelo al hierro, mete a los vientos a entenderse con el fuego para convertir la materia pesada en p¨¢jaro ligero. Ahora, con ochenta vigorosos noviembres, me confesaba haberse suavizado con los a?os.
No ser¨¦ yo quien lo desmienta, pero su suavidad no es nueva sino el resultado de una amable manera de enfrentarse a lo m¨¢s contundente, a la fuerza del hierro, para conseguir as¨ª apresar el aire. Decir que el resultado de ese proceso es esta hermosa exposici¨®n que se exhibe ahora en Madrid ser¨ªa una verdad a medias, porque en sus esculturas en las calles de las ciudades, tambi¨¦n en la nuestra, hemos visto c¨®mo rejuvenec¨ªa Chirino estilizando sus ladies, desplumando a sus p¨¢jaros, dando m¨¢s intensidad a sus vientos a medida que los amainaba. Pero es cierto que esta exposici¨®n de ahora nos trae la fruta madura de toda una vida. Chirino, que volvi¨® a Canarias para dirigir un museo de arte moderno, aunque se sab¨ªa de paso, le coge a la vida el vuelo en Chinch¨®n y nos la ofrece, homenajeando a su amigo Padorno, ya muerto, como un ¨¢rbol de luz y sombra.
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