El ¨²ltimo forajido
Butch Cassidy fue el ¨²ltimo de los bandidos del Viejo Oeste y el primero de los delincuentes internacionales: cuando se estrech¨® el cerco en EE UU, se traslad¨® a Suram¨¦rica. Vendi¨® una imagen amable y tuvo la fortuna p¨®stuma de ser canonizado por Hollywood, con la espl¨¦ndida percha de Paul Newman.
Es uno de esos momentos definitorios del cine con coraz¨®n hippy de 1969. Ocurre en Butch Cassidy and the Sundance Kid (en Espa?a, conocida como Dos hombres y un destino). Butch (Paul Newman) y Sundance (Robert Redford) est¨¢n reposando, una temporada de tranquilidad tras varios golpes. Sundance ha conseguido una bella novia, Etta Place (Katharine Ross), maestra atra¨ªda por la vida peligrosa de la pareja de forajidos. Es entonces cuando Butch decide subirla a una bicicleta, un moderno aparato que -advierte ella- no parece seguro de manejar:
-?Sabes lo qu¨¦ est¨¢s haciendo?
-Te¨®ricamente.
El paseo, en glorioso tecnicolor y con incongruente m¨²sica de Burt Bacharach, derrite a los espectadores. Pero hay m¨¢s. Sundance mira incr¨¦dulo y pregunta: "?Qu¨¦ est¨¢s haciendo?". Butch no se corta: "Te estoy robando a tu mujer". Su compinche parece haber recibido una patada en la entrepierna, pero se repone: "Ll¨¦vatela".
Dos hombres y un destino logr¨® 30 millones en taquilla, cuatro Oscar y la reprobaci¨®n de un cierto sector de la sociedad estadounidense. Molest¨® la laxitud de la moral sexual de los protagonistas, bandoleros convertidos en h¨¦roes de di¨¢logos chispeantes. En verdad, los guardianes de las buenas costumbres descubrieron inmediatamente que Dos hombres y un destino es una comedia corrosiva con disfraz de noble western para todos los p¨²blicos, una pel¨ªcula que respira el esp¨ªritu iconoclasta de la ¨¦poca. Parte de un gui¨®n que se toma todo tipo de libertades con lo que se conoce de la vida de Butch y Sundance. De hecho, existe un especial del History Channel, History vs. Hollywood: Butch Cassidy & the Sundance Kid, donde los actores, el guionista y los familiares de los forajidos reconocen la discrepancia entre la realidad hist¨®rica y la ficci¨®n cinematogr¨¢fica. Otro documental televisivo, Butch Cassidy and the Outlaw Trail, tambi¨¦n explora esas nieblas.
La popularidad de Dos hombres y un destino explica que se rodaran otras dos pel¨ªculas en los a?os setenta, ya sin Newman ni Redford: Butch Cassidy & the Sundance Kid: the early days y Wanted: the Sundance woman (otro t¨ªtulo de 1969, The Wild Bunch, de Sam Peckinpah, usa el nombre de su banda, pero nada que ver). De rebote, se multiplicaron las investigaciones sobre los personajes reales, alimentando una amplia bibliograf¨ªa y una creciente industria tur¨ªstica: los lugares que atemorizaron ofrecen ahora hoteles como el Butch Cassidy Inn y ranchos que recrean la vida de los fuera de la ley a finales del siglo XIX. Los viajeros m¨¢s audaces se acercan a lo que queda de su residencia en la Patagonia o a los olvidados pueblos bolivianos donde se cierra su biograf¨ªa.
Aun antes de su canonizaci¨®n por Hollywood, Butch Cassidy y Sundance Kid concitaban abundantes adhesiones. Se preocuparon de mantener su reputaci¨®n de hijos espirituales de Robin Hood, basada en dos pregonadas caracter¨ªsticas: que s¨®lo robaban a los ricos -los grandes ganaderos, los ferrocarriles, los bancos- y que evitaban matar. No hay bondad en esas opciones profesionales: los pobres no generaban suficiente bot¨ªn, y al racionar la violencia pretend¨ªan mantener la presi¨®n policial en un nivel aceptable. Sab¨ªan lo que se hac¨ªan. Todo se torci¨® para ellos cuando su captura se convirti¨® en cuesti¨®n de honor para la agencia Pinkerton.
A caballo entre los siglos XIX y XX, la trayectoria de Butch Cassidy y Sundance Kid nos sit¨²a en mundos que se solapan. Ellos son el producto de tierras reci¨¦n colonizadas, donde no existe el imperio de la ley o es lo suficientemente tenue para que los encargados de mantenerla puedan tranquilamente proteger a sus amigos forajidos. Una fluidez que explica que los delincuentes tengan abundantes oportunidades para reciclarse en ciudadanos convencionales, aunque muchos rechacen rehabilitarse: es m¨¢s rentable robar (y m¨¢s entretenido). A la vez, son tiempos en que la prensa funciona como eficaz diseminadora de noticias m¨¢s o menos fiables, unos a?os en que los medios de transporte unen rutinariamente Norteam¨¦rica y Suram¨¦rica. Amanece el siglo XX, y Butch Cassidy y Sundance Kid comprobar¨¢n que ya no es posible perderse en la inmensidad de la Patagonia, sobre todo si se arriesgan a retomar su antigua vocaci¨®n, minusvalorando las habilidades detectivescas de sus enemigos.
Butch Cassidy surge de la desilusi¨®n con una sociedad fronteriza ordenada con criterios religiosos. Robert Le Roy Parker nace en 1866 en Utah, territorio morm¨®n. Sin embargo, su padre pasa un bache econ¨®mico y se va desencantando con la jerarqu¨ªa local cuando un obispo morm¨®n le despoja de parte de su rancho. El hijo encuentra su modelo en Mike Cassidy, un cowboy marrullero que le ense?a los trucos de su oficio, incluyendo los ilegales.
En 1886, Robert abandona a su familia tras ser implicado en varios hurtos. Para solemnizar su nueva vida se cambia el nombre a George Cassidy, al que luego se adhiere el apodo Butch, aplicable entonces a los hombres duros y, jugarretas del lenguaje, posteriormente ampliado a las lesbianas y los gays m¨¢s masculinos.
Butch Cassidy recorre las rutas de los vaqueros itinerantes por Utah, Montana, Colorado, Wyoming. Hombre afable, procura mantener las amistades y pagar sus deudas, con vistas a crearse apoyos para su carrera semisecreta de asaltante y cuatrero. El robo de caballos o vacas tiene m¨¦todos reveladores: el abigeo parte con unos pocos animales de su propiedad y engorda su manada con lo que encuentra a su paso, en una razzia relampagueante que concluye en alguna estaci¨®n de ferrocarril donde siempre aguarda un tratante que paga sin hacer preguntas. M¨¢s sofisticada es la variante de los relevos, con unos puntos de encuentro convenidos donde se cambian los conductores de la manada, lo que sugiere un grado de confianza entre cuatreros que testimonia lo extendido de esa ocupaci¨®n.
Tras militar en la banda de McCarty, Cassidy usa sus beneficios para establecerse en un peque?o rancho. Acusado de comprar caballos robados, es condenado a dos a?os de prisi¨®n, recortados por el gobernador de Wyoming debido a su buena fama entre los vecinos y a sus promesas de enmendarse. Algunos creen ver all¨ª una trampa urdida por un cattle baron, un potentado de origen alem¨¢n detestado por los peque?os rancheros. A los ojos del pueblo llano, tal manipulaci¨®n de la ley por un malvado poderoso -la injusticia trascendental que nunca falta en estas narraciones- lanza a Cassidy a una vida de gran ladr¨®n.
A partir de 1896, Cassidy monta su Wild Bunch, gavilla de bandoleros por la que pasan docenas de personas. La Pandilla Salvaje se olvida de arrear con el ganado ajeno: su especialidad son los bancos, los pagadores y los trenes. Los golpes destacan por su precisi¨®n: aparentando ser ricos hacendados, exploran el terreno y establecen un sistema de postas para alejarse r¨¢pidamente de los perseguidores; se supone que la planificaci¨®n es asunto de Cassidy, que a veces no participa directamente en el atraco. Puede as¨ª presumir de manos limpias, pero sus subordinados tiran de pistola sin remordimientos: Harvey Kid Curry Logan presume de haber matado a nueve hombres, incluyendo al sheriff del condado de Converse, que le acosaba tras el asalto a un tren que incluy¨® la voladura de un puente (la dinamita es un gran invento). Es una haza?a comentada en todo Estados Unidos, que incluso inspira una impactante pel¨ªcula de 1903, The great train robbery, con final tranquilizador: los bandidos cinematogr¨¢ficos son cazados.
Aun as¨ª, el nombre de Pandilla Salvaje parece ser una licencia creativa de la Pinkerton, agencia de detectives con escasos prejuicios a la hora de asegurarse encargos. La Union Pacific quiere resarcirse tras haber soportado la arrogancia de Cassidy, que propone dejar sus actividades si el ferrocarril le proporciona un buen empleo: se llega a concertar una cita para negociar, que se frustra por un retraso. ?l y cuatro asociados se trasladan a Fort Worth (Tejas) para asistir a una boda, y all¨ª se fotograf¨ªan con traje, corbata y sombrero hongo, como si quisieran burlarse de los empresarios que sufren sus exacciones. Una copia del solemne retrato del grupo queda expuesta en el escaparate del fot¨®grafo; una v¨ªctima de la banda reconoce a uno de sus asaltantes, y la foto termina en los pasquines de "se busca".
Eso todav¨ªa no lo sabe Cassidy, pero s¨ª intuye que el bandolerismo al estilo cl¨¢sico tiene los d¨ªas contados: el tren, el tel¨¦grafo, la prensa conspiran en su contra. Aunque cuente con la complicidad de mucha gente humilde (y m¨¢s de un sheriff), ya no pueden disfrutar con tranquilidad de las ganancias acumuladas. Apuesta por marcharse del pa¨ªs en compa?¨ªa de Harry Longabaugh, alias Sundance Kid, tal vez el m¨¢s culto de sus pandilleros, que ha formado pareja con una mujer bella y desenvuelta conocida como Etta Place, posiblemente una prostituta tejana. Harry est¨¢ prendado: en Nueva York acude a Tiffany para comprarla un reloj de 150 d¨®lares.
A principios de 1901, el tr¨ªo embarca en Manhattan rumbo a la Patagonia (algunas fuentes sugieren que el precavido Butch evita el viaje directo y toma dos barcos, pasando por Liverpool, Canarias y Cabo Verde antes de pisar Buenos Aires). Una genialidad de Cassidy: aquellas extensiones suramericanas, que han vivido una fiebre del oro, ejercen de im¨¢n para muchos colonos que se sienten asfixiados en unos Estados Unidos cada vez m¨¢s regulados. La Patagonia es efectivamente una nueva tierra de las oportunidades, sobre todo si el aspirante tiene pasaporte. La xenofobia argentina ante los pobladores chilenos se manifiesta en facilidades para que se instalen empresas y particulares ingleses, galeses, escoceses o estadounidenses: aparte del usufructo de generosos lotes de terrenos, los anglos reciben animales, materiales de construcci¨®n y ¨²tiles de labranza. Perfecto escondite: aparte de que pueden camuflarse en una poblaci¨®n internacional, las autoridades les acogen con los brazos abiertos, con categor¨ªa de inmigrantes preferenciales.
La desdichada aventura suramericana coronar¨¢ la leyenda de Butch Cassidy. Al mismo tiempo, le har¨¢ un personaje hist¨®rico. Los estudiosos argentinos han sido muy minuciosos con su figura: un libro como La Pandilla Salvaje: Butch Cassidy en la Patagonia (Norma, Buenos Aires, 2004), de Osvaldo Aguirre, nos proporciona un n¨ªtido mural de la ¨¦poca, presentando a "los pistoleros yanquis" como catalizadores de fuerzas -pol¨ªticas, econ¨®micas, culturales- que determinar¨¢n la desolada realidad patag¨®nica. Escritores como Luis Sep¨²lveda y Osvaldo Soriano tambi¨¦n se han sentido atra¨ªdos por los bandoleros.
En Cholila, junto a la porosa raya con Chile, llaman inevitablemente la atenci¨®n por su sofisticaci¨®n, su fortuna y su idiosincrasia. Las mujeres de all¨ª saben cabalgar y disparar, pero Etta alardea de amazona y de tiradora. Cassidy, que se hace llamar Santiago Ryan, tiene buena planta y arrasa entre las mozas de la zona, aunque tambi¨¦n recurre a las prostitutas (y pilla alguna enfermedad desagradable). Sundance Kid, alias Harry 'Enrique' Place, es m¨¢s taciturno, pero se hace querer de sus peones por su seriedad para pagar las soldadas, toda una rareza en unas latitudes donde se les trata como a siervos.
El paisaje, con lagos y cordillera al fondo, les recuerda gratamente lo que han dejado atr¨¢s. Construyen una amplia casa de madera al estilo de Wyoming y se consagran a materializar su sue?o de grandes ganaderos. Hacia 1904, sobre 6.000 hect¨¢reas, "los americanos" son due?os de 900 reses y 40 caballos. Con cuenta abierta en la central bonaerense del Banco de Londres y el R¨ªo de la Plata, pueden pasar por pr¨®speros ciudadanos. Seg¨²n los actuales habitantes de la Patagonia, con su laboriosidad podr¨ªan haberse convertido en una de las grandes fortunas argentinas.
Pero han sido descubiertos. Cassidy comete un desliz de principiante: escribe a amigos y familiares en Estados Unidos. A la Pinkerton no le cuesta mucho sobornar a empleados de Correos -puede que el esp¨ªa incluso se cuele en las casas- para copiar las cartas que llegan con tan ex¨®tico remite. Los detectives se quedan pasmados al enterarse de que Harry Place (Sundance Kid) y se?ora han vuelto tranquilamente a Nueva York en al menos una ocasi¨®n. En 1903, un detective desembarca en Buenos Aires y se entrevista con el director del Banco de Londres, el jefe de polic¨ªa y el vicec¨®nsul de Estados Unidos. Este ¨²ltimo le disuade de intentar la captura: la Patagonia est¨¢ inundada (!), y duda de que la guarnici¨®n m¨¢s cercana se preste a ayudarle en "tan peligrosa tarea".
En verdad, el vicec¨®nsul no siente m¨¢s que admiraci¨®n por Cassidy y compa?¨ªa, aun conociendo sus episodios delictivos: atribuye a los anglosajones una m¨ªtica funci¨®n civilizadora en aquellos parajes inciertos donde ni siquiera est¨¢n claras las fronteras. El hombre agita en los peri¨®dicos de Buenos Aires pidiendo que se les otorgue la plena titularidad de sus haciendas, y logra incluso que el gobernador de los llamados Territorios Nacionales, de visita a Cholila en compa?¨ªa del jefe de polic¨ªa, pase una noche en la c¨®moda caba?a de aquellos simp¨¢ticos colonos.
Los cabecillas de la Pandilla Salvaje est¨¢n m¨¢s seguros de lo que pueden imaginar. En su patria, ni los banqueros, ni los hombres del ferrocarril aceptan el aquilatado presupuesto de la Pinkerton (5.000 d¨®lares) para conseguir echar el lazo y extraditar a quienes les dieron tantos dolores de cabeza. Adem¨¢s, la cordialidad y el dinero de Cassidy le han creado un sistema de alarma en la Patagonia: hasta ha confesado sus correr¨ªas a varios vecinos; no tiene gracia el ser famoso si no puedes alardear en tu c¨ªrculo.
Hoy nos cuesta entender lo que pasa por sus cabezas cuando se empe?an en volver a las andadas, cuando tantos saben de sus antecedentes. A principios de 1905, dos gringos asaltan el Banco de Tarapac¨¢ en R¨ªo Gallegos; todav¨ªa se discute sobre la identidad de los ladrones, pero el modus operandi lleva la firma de la Pandilla Salvaje. El gobernador que se acogi¨® a su hospitalidad ordena su arresto, pero el encargado de atraparles, un comisario gal¨¦s, les avisa para que liquiden sus pertenencias y se trasladen a Chile. En Antofagasta, Butch se mete en problemas y otro vicec¨®nsul le saca de la c¨¢rcel. Son, o se creen, invulnerables: comparten el ¨ªntimo desprecio de su presidente, Theodore Roosevelt, por los hispanos y sus "rep¨²blicas bananeras".
Vuelven con frecuencia a Argentina, y a finales de ese a?o es desvalijado el Banco Nacional de Villa Mercedes. Son Butch, Sundance y un c¨®mplice. El asalto tiene eco nacional por circunstancias chuscas: hay un tiroteo, pero la polic¨ªa, temerosa de que haya estallado una revoluci¨®n, se atrinchera en la comisar¨ªa, y son los arrojados vecinos los que emprenden la persecuci¨®n. Esta vez son plenamente identificados. La prensa porte?a levanta la liebre, publicando las fotos y los historiales aportados por la Pinkerton. De la noche a la ma?ana se desvanece su disfraz de ganaderos respetables. Aun as¨ª, Sundance reaparece en Cholila para vender unos animales que ha dejado al cuidado de un simpatizante. Y parte de nuevo hacia Chile, donde se rompe el m¨¦nage ¨¤ trois: Etta toma un barco para San Francisco y se pierde su rastro. En In Patagonia, Bruce Chatwin recoge la explicaci¨®n m¨¢s difundida: su instinto de preservaci¨®n se habr¨ªa acrecentado al quedarse embarazada de un estanciero ingl¨¦s.
Con toda seguridad, Cassidy y Sundance se enteran de que han desatado una pesadilla en sus antiguos predios. La sospecha de que aqu¨¦lla es una regi¨®n sin ley -en 1909 se destapan unos supuestos casos de canibalismo- inspira la creaci¨®n de la Polic¨ªa Fronteriza, un feroz cuerpo represivo que se ensa?a con los pobres, especialmente si son chilenos o ind¨ªgenas. Palizas, encarcelamientos, requisa de caballos, torturas, levas forzosas, ejecuciones fingidas, ley de fugas: se aplica, como se demanda desde Buenos Aires, la misma "energ¨ªa utilizada en la pacificaci¨®n de los indios". Dos amigos gringos de la Pandilla Salvaje, tambi¨¦n dedicados al bandidaje, son acribillados en una quebrada, aunque se llevan por delante a un soldado. Estamos en tiempos modernos: se les ocupa una libreta donde se ha apuntado la letra de un tango -"yo soy la morocha, / la m¨¢s agraciada, / la m¨¢s renombrada / de esta poblaci¨®n"- y una revista estadounidense donde se habla de otro miembro de la banda, tambi¨¦n emigrado a Argentina; uno de los sabuesos de la Pinkerton se ha transformado en plumilla sensacionalista y mantiene vivas las llamas del recuerdo de los forajidos.
En 1906, Cassidy es el hombre de confianza del gerente de una mina de esta?o boliviana. Se le une Sundance y juguetean nuevamente con la idea de establecerse como ganaderos, ahora en la zona de Santa Cruz de la Sierra. Escribe un p¨ªcaro Cassidy: "Es un pueblo de 18.000 habitantes, de los que 14.000 son mujeres. Uno nunca es demasiado viejo si tiene ojos azules y rostro bronceado". Efectivamente, se trata de una tierra con potencial para criar ganado si logran extraer agua, pero el plan es otra fantas¨ªa. Recurren a sus viejas ma?as: en 1908, aquella regi¨®n comienza a sufrir atracos, realizados por dos -a veces, tres- bandidos "americanos".
El 4 de noviembre se apoderan en la sierra de los sueldos de un mes de la principal empresa minera de Bolivia, una cantidad que algunos calculan equivalente a m¨¢s de medio mill¨®n de d¨®lares actuales. Una decisi¨®n arriesgada: saben que est¨¢ visitando la zona el Regimiento de Caballer¨ªa Abaroa, que efectivamente destaca patrullas en su busca; los indignados mineros participan en el rastreo. El d¨ªa 6, dos gringos llegan a San Vicente, un poblacho a 4.500 metros de altura. No saben o desprecian el hecho de que un pelot¨®n de cuatro soldados se les ha anticipado. Se alojan en el cobertizo de un vecino, donde r¨¢pidamente se presentan los soldados. Se supone que, sin cruzar palabra, uno de los for¨¢neos, identificado como Butch, reacciona veloz y mata a uno de los uniformados. Cercados, los bandidos -nada que ver con el final de la pel¨ªcula, que les inmortalizar¨ªa enfrent¨¢ndose a pecho descubierto con lo que parece todo el ej¨¦rcito boliviano en masa- se suicidan. Son enterrados, y, oficialmente, se acaba la epopeya de Butch Cassidy y Sundance Kid.
Sin embargo, esto no funciona como desenlace cre¨ªble. Parece inconcebible que la pareja renunciara a su pr¨¢ctica habitual de poner distancia entre ellos y sus perseguidores. Todav¨ªa m¨¢s improbable resulta que, en vez de acampar en un lugar defendible, se dejen atrapar en una casucha sin v¨ªa de salida. Y lo incre¨ªble: que decidan acabar con sus vidas cuando toda su experiencia anterior les dice que tienen suficiente arte para torear a los hombres de la ley.
Existe evidencia circunstancial que sugiere que los muertos de San Vicente no son los jefes de la Pandilla Salvaje. El armamento que portan no es el que reconoci¨® el pagador asaltado unos d¨ªas antes. Uno de los suicidas lleva tarjetas de visita que le identifican como Enrique Hutcheon, un escoc¨¦s del que se sabe poco, aparte de papeles donde se hace referencia a un apartado de Correos en La Paz. O bien eran objetos ajenos, o bien los militares ten¨ªan el gatillo f¨¢cil y mataron a las personas equivocadas.
Lula, la hermana menor de Butch, insisti¨® en un libro de 1975 en la teor¨ªa del error: su ilustre hermano retorn¨® a Estados Unidos y vivi¨® bajo identidad falsa hasta 1937. Suena m¨¢s po¨¦tico el rumor que le sit¨²a como un extra en Hollywood; hay sarcasmo en la historia de que se transform¨® en banquero y se arruin¨® en la Gran Depresi¨®n. Con Sundance Kid, la imaginaci¨®n popular no tuvo l¨ªmites: se cont¨® que luch¨® con Pancho Villa, que particip¨® en la I Guerra Mundial al lado de T. E. Lawrence. En 1991, un equipo de investigadores lleg¨® a San Vicente y desenterr¨® los dos esqueletos, intentando comparar su ADN con el de sus descendientes estadounidenses. No hubo coincidencia. Finalmente descubrieron que estaban tirando al aire: nadie recordaba d¨®nde yac¨ªan realmente los restos de "los bandidos yanquis".
Butch Cassidy se hab¨ªa vuelto a escapar.
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