Las tribulaciones de la Casa Blanca
Hemos entrado en el siglo XXI en una situaci¨®n curiosamente contradictoria, con grandes esperanzas respecto al progreso y la inventiva del mundo, pero con enorme angustia por la fragilidad de la naturaleza y lo f¨¢cil que es desbaratar nuestro optimismo sobre la capacidad humana de seguir avanzando.
Dado que muchos de nuestros medios de comunicaci¨®n (sobre todo los que se rigen por el mercado) se dedican a subrayar los grandes progresos que lleva a cabo la humanidad, merece la pena adoptar una posici¨®n contraria y hacer una pregunta inc¨®moda: si somos tan listos y tenemos tantos recursos, si tanto controlamos nuestros destinos, ?c¨®mo es posible que las cat¨¢strofes nos hagan perder la br¨²jula con tanta frecuencia?
Todos sabemos que, por ejemplo, unas sociedades africanas debilitadas pueden f¨¢cilmente quedar machacadas con cada nuevo golpe espantoso que reciben, pero, cuando el pa¨ªs m¨¢s poderoso se ve asolado por los desastres, parece que es preciso hacer alguna indagaci¨®n. Las siguientes reflexiones tratan de desentra?ar este rompecabezas.
Las cat¨¢strofes -es decir, sucesos que afectan y da?an a seres humanos, comunidades grandes o peque?as o incluso sociedades enteras- siempre nos han acompa?ado. Inundaciones, plagas, erupciones volc¨¢nicas, genocidios, torturas y expulsiones en masa muestran el lado oscuro de la vida humana, del mismo modo que los climas favorables, los periodos de prosperidad y la mutua comprensi¨®n nos transmiten un mensaje positivo y la capacidad de confiar en el futuro. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, escribi¨® Charles Dickens hace m¨¢s de un siglo. Y lo mismo ocurre hoy. Las buenas y las malas noticias se entremezclan.
No obstante, durante los ¨²ltimos meses, cualquiera que observe la pol¨ªtica de Estados Unidos, en especial la presidencia de George W. Bush, estar¨¢ de acuerdo en que corren unos tiempos excepcionalmente dif¨ªciles para la Casa Blanca. Da la impresi¨®n de que los desastres, uno tras otro, se estrellan contra la nave del Estado norteamericano, con olas que llegan de diversos lados.
Ser¨ªa natural explicar estos tropiezos como una rara combinaci¨®n de "mala suerte", pero me parece que el asunto es m¨¢s complicado. No cabe duda de que, en los ¨²ltimos tiempos, las desgracias persiguen a la presidencia de Bush, normalmente tan efervescente, pero no todos los golpes ten¨ªan que haber sido una sorpresa. Algunos se pod¨ªan ver de lejos, esperando en el camino para hacerles da?o.
El caso m¨¢s caracter¨ªstico es el de la fallida y decepcionante operaci¨®n militar en Irak, que, como dec¨ªa la rese?a de un libro en The Economist del 15 de octubre, "ha sido una de las peor planeadas y ejecutadas de la historia de Estados Unidos".
Esperemos que el reciente refer¨¦ndum nacional sobre la nueva constituci¨®n iraqu¨ª permita salvar alg¨²n resto del naufragio y disminuya -en vez de fomentar- los ataques de los sun¨ªes indignados. Sin embargo, los votos emitidos no sugieren una victoria de la democracia liberal sino una reafirmaci¨®n de la profunda divisi¨®n en tres del pueblo iraqu¨ª en funci¨®n de criterios ¨¦tnicos y religiosos. La sangrienta lucha sigue adelante.
Al margen de los progresos limitados que las votaciones puedan permitir, lo cierto es que el presidente Bush -empujado por los neoconservadores estadounidenses y con la colaboraci¨®n de un Gabinete cuyos miembros no fueron capaces de decir no- se lanz¨® a una guerra lejana sin tener en cuenta todas las se?ales de advertencia.
Los especialistas en Oriente Pr¨®ximo, tanto estudiosos como veteranos funcionarios del cuerpo diplom¨¢tico que conoc¨ªan el mundo ¨¢rabe, fueron ignorados y relegados. La opini¨®n manifestada por el Ej¨¦rcito estadounidense de que iban a hacer falta cientos de miles de soldados no se tuvo en cuenta; el jefe del estado mayor del Ej¨¦rcito, el general Eric Shinseki, fue abiertamente ridiculizado. Los informes del Organismo Internacional de la Energ¨ªa At¨®mica, que declaraban no haber encontrado pruebas de la existencia de armas de destrucci¨®n masiva, se recibieron con una incredulidad muy en l¨ªnea con el desprecio general de los neocons hacia las organizaciones internacionales.
Los temores a que esto se convirtiera en otro Vietnam y las referencias a las dificultades que hab¨ªan encontrado los brit¨¢nicos cuando gobernaban Irak se consideraron irrelevantes e incluso insultantes. Los c¨¢lculos de que una guerra iba a costar cientos de miles de millones de d¨®lares se calificaron de absurdos. Las advertencias de los pa¨ªses amigos se desoyeron.
Con todo eso, la Administraci¨®n de Bush irrumpi¨® en las arenas de Mesopotamia. El desastre actual era "predecible", no porque hablemos a posteriori; la verdad es que muchos observadores lo predijeron. Casi todos han tenido la elegancia de no decir "ya os lo avis¨¦". Pero las advertencias se hicieron, y lo ¨²ltimo que puede hacer el Gobierno de Bush es asegurar que nunca supo nada de ellas.
?Y qu¨¦ decir del segundo gran golpe contra la credibilidad del Gobierno estadounidense, la cat¨¢strofe causada por el hurac¨¢n Katrina? Es evidente que la terrible tormenta fue un desastre "natural", en el sentido de que no la fabric¨® el hombre, subi¨® y baj¨® de intensidad antes de acumular toda su fuerza, y su trayectoria fue, hasta los ¨²ltimos d¨ªas, imprevisible (pod¨ªa haber barrido las selvas de Yucat¨¢n en vez de la costa baja del Golfo). Fue obra de la Madre Naturaleza, un recuerdo grandioso y siniestro de la limitada capacidad de los seres humanos para controlar su fuerza latente. Supongo que nadie va a discutir que las autoridades estadounidenses -para no hablar de los desgraciados residentes de Nueva Orleans y las ciudades vecinas- fueron v¨ªctimas de un suceso sorprendente e inesperado, ?no?
Pues s¨ª y no. La fuerza del hurac¨¢n y el punto exacto en el que iba a tocar tierra eran imposibles de controlar, incluso para el pa¨ªs m¨¢s poderoso y rico de la tierra. Fue un caso desafortunado para Nueva Orleans, para las autoridades de Luisiana y para el Gobierno de Bush.
Ahora bien, todas las indagaciones preliminares sobre la cat¨¢strofe, a las que seguir¨¢n (es de suponer) investigaciones de alto nivel por parte del Congreso, indican que no fue meramente un caso de mala suerte. Numerosos estudios del Cuerpo de Ingenieros del Ej¨¦rcito y otros expertos hab¨ªan avisado que los diques de Nueva Orleans no pod¨ªan soportar un hurac¨¢n de categor¨ªa 5. Sin embargo, los republicanoshab¨ªan recortado el gasto en obras de refuerzo, seguramente porque ten¨ªa cierto aroma a eso que tanto les horroriza, financiaci¨®n p¨²blica.
Los diques eran (y siguen siendo) burdas crestas rellenas de tierra, sin nada que ver con el eficaz sistema de protecci¨®n de los holandeses o la asombrosa Barrera del T¨¢mesis que protege las zonas bajas de Londres. Los planes de emergencia eran rudimentarios. Las diversas autoridades no se llevaban bien entre ellas. Y, quiz¨¢ lo m¨¢s importante, no parece que las repetidas advertencias, desde hace 15 a?os o m¨¢s, de que los huracanes del Caribe iban a tener cada vez m¨¢s intensidad -independientemente de que el motivo sea el calentamiento global o no, las se?ales estaban claras- despertaran ninguna inquietud.
Para colmo, el caos que se desat¨® en Nueva Orleans dio a los espectadores horrorizados de todo el mundo la imagen de que Estados Unidos no s¨®lo era incompetente a la hora de gestionar cat¨¢strofes, sino adem¨¢s una sociedad terriblemente injusta, en la que los negros y los pobres (normalmente, los mismos) se encontraban todav¨ªa en el fondo del orden socioecon¨®mico.
Sin duda, otros estudios nos recordar¨¢n lo que s¨ª funcion¨® bien en esta emergencia, especialmente la rapidez de reacci¨®n de las autoridades militares (a diferencia de las civiles) bajo presi¨®n. Pero el argumento general est¨¢ ah¨ª. El Gobierno de Bush -y, con ¨¦l, la reputaci¨®n de Estados Unidos- ha sufrido dos graves tropiezos en los ¨²ltimos tiempos, y est¨¢ adquiriendo fama de ser propenso a los desastres. Ninguna persona razonable desea que ocurra una tercera desgracia, por ejemplo una crisis financiera y del d¨®lar como consecuencia de los grandes d¨¦ficits comerciales y federales del pa¨ªs, pero los m¨¢s inteligentes no descartan la posibilidad.
Esto suscita una inquietante reflexi¨®n final. Si la Administraci¨®n estadounidense puede cometer tales errores en desastres que, en muchos aspectos, se hab¨ªan predicho, y si reacciona con tanta torpeza ante las cat¨¢strofes "naturales" por falta de preparaci¨®n, ?con qu¨¦ grado de competencia e informaci¨®n se llevan a cabo los procesos de decisi¨®n y los planes de emergencia en la primera superpotencia del mundo?
Tal vez con menos refinamiento y, desde luego, mucha menos eficacia de lo que quiere reconocer gente como Donald Rumsfeld y los dem¨¢s guerreros del Gobierno de Bush. Algunos lectores pueden pensar que ¨¦sta es una pregunta poco caritativa, pero los pol¨ªticos que se jactan y presumen de su autoridad merecen que se les exija un alto grado de responsabilidad. ?se es un mensaje que Washington, en estos momentos, no parece dispuesto a digerir.
Paul Kennedy ocupa la c¨¢tedra J. Richardson de Historia y es director de Estudios Internacionales en la Universidad de Yale. ? 2005, Tribune Media Services. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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