Desiertos, incendios, extinciones
Salamandra, la nueva obra de Benet i Jornet, despega en el desierto de California, cerca de las monta?as de Santa Rosa, para volar luego a una peque?a ciudad alemana cerca de Dachau, y despu¨¦s a una isla griega y m¨¢s tarde al Marais parisino, antes de alcanzar el centro del mundo que, como todo el mundo sabe, es la barcelonesa y ruinosa pero invicta plaza del Padr¨®. Es decir, que Salamandra comienza como Buried Child, de Sam Shepard (aunque aqu¨ª m¨¢s que hijos enterrados hay padres y, sobre todo, abuelos), se expande en desv¨ªos, meandros y cajas chinas que a m¨¢s de uno le recordar¨¢n los procedimientos y la inventiva cosmog¨®nica de Les sept rivages de la rivi¨¨re Ota, de Lepage, y acaba, naturalmente, en Benetlandia o Papitulandia, como prefieran, con tres referentes o vectores de fuerza brotados de su trayectoria anterior: la narraci¨®n pura como motor dram¨¢tico (Descripci¨® d'un paisatge), el mazo de relatos que se intersectan como naipes y ascienden como una escalera de color, r¨ªo arriba, hasta las fuentes (El manuscrit d'Ali Bey), y la sangre de sus heridas eternas -la extinci¨®n de la identidad, el peso del dolor, la herencia inexcusable- que culminaron en Testament, de la que Salamandra bien podr¨ªa ser un codicilo que multiplica sus cl¨¢usulas, como un algoritmo iterativo o un mapa generando nuevos territorios.
A prop¨®sito de Salamandra, la nueva obra de Benet i Jornet, en el Teatro Nacional de Catalu?a
En Santa Rosa vive Emma (?ngels Poch), una Madre Tierra que habla y siente como Margot Duras y tiene dos hijos adoptivos y errantes, Claud (David Selvas), un cineasta de ¨¦xito, y Travis (Julio Manrique), un documentalista que llega con Hilde (Cristina Genebat), una alemana, observadora y callada. Los dos hermanos (mitad Narciso, mitad Goldmundo) fueron, en su adolescencia, una unidad indivisible, hasta que Travis cay¨® en el lado de la sombra, de la herida permanente. Pero pronto vamos a olvidarnos de Travis (¨¦se es uno de los dos ¨²nicos problemas de la obra: aludir¨¦ al otro m¨¢s adelante) porque parece no haber espacio dram¨¢tico para ¨¦l, salvo como sombra, en la caja de Pandora que Emma le entrega a Claud, el incierto Abel de este "viaje vertical" rodeado de incendios y surcado por una salamandra metaf¨®ricamente ign¨ªfuga. La caja es una vieja maleta de cart¨®n que contiene juguetes antiguos y una carta de despedida: s¨®lo eso queda del padre biol¨®gico de Claud, "un alcoh¨®lico sin oficio ni beneficio" que viv¨ªa en el desierto, en una caravana.
Claud, naturalmente, reniega de esa herencia: estamos en una obra de Benet. Y, como en cualquier obra de Benet, tenemos una protagonista, Hilde, poderosa, compleja, enigm¨¢tica y escasamente "simp¨¢tica" que acabar¨¢ convirti¨¦ndose en la gasolina ardiente del relato, de la b¨²squeda. Naturalmente, no voy a contarles lo que encontrar¨¢ Claud al final de su viaje, ni lo que revelar¨¢ Hilde cuando pise Mittenwald y el pasado se desborde. Benet siempre huye de los senderos transitados, as¨ª que no esperen la consabida evocaci¨®n de la barbarie nazi sino algo mucho m¨¢s perturbador. En cuanto a Claud, su periplo va a concluir con otra carta familiar, tan desgarradora como la primera, y que enlaza, en potencia emotiva, con la tonalidad heroica y elegiaca de El pianista, de Montalb¨¢n, quien no en vano compart¨ªa con Benet historia, rabia y territorio. En ese tercio final se produce otra revelaci¨®n de clausura, un tanto truculenta, que constituye la "otra" pega que comentaba al principio; en escena llega muy tamizada por una iron¨ªa tr¨¢gica y distanciadora, pero no deja de parecerme un deus ex machina bastante forzado para que encaje en su funci¨®n simb¨®lica, un poco en la l¨ªnea de las cegueras (o daltonismos) de Buero.
Salamandra ha sido recibida con el enorme respeto que siempre rodea un estreno de Benet pero, a mi entender, se le ha reprochado lo que para m¨ª es motivo de elogio: su extrema ambici¨®n y su "desmesura narrativa". Se ha dicho que en Salamandra hay material para cuatro o cinco obras, o para una gran novela, y es absolutamente cierto. El t¨¦rmino "desmesura narrativa" parece aludir tambi¨¦n a una forma en la que lo narrado podr¨ªa primar sobre lo "dramatizado". No creo que haya aqu¨ª "exceso de informaci¨®n" sino una po¨¦tica muy coherente con su asunto primordial, donde las emociones aparecen detonadas por los ecos del pasado en vez de serlo por las contingencias del presente, forma que han trabajado incontables dramaturgos (de O'Neill a Shepard) y que obliga a una cierta gimnasia por parte del espectador, acostumbrado a ver en escena acciones y reacciones instant¨¢neas, y, desde luego, a un trabajo interpretativo y de direcci¨®n mucho m¨¢s arduo de lo habitual.
La funci¨®n est¨¢ puesta con gran sobriedad y elegancia por Toni Casares y, dir¨ªa yo, con un cuidado extremo para evitar que se desboque hacia el melodrama, pero la noche del estreno en el Teatro Nacional de Catalu?a no acab¨® de "bajar", de comunicar con el p¨²blico. Tengo ganas de volver a ver Salamandra porque creo que a su reparto (con la excepci¨®n de Pep Cruz, impecable en un dif¨ªcil "personaje m¨²ltiple" sin recurrir en ning¨²n momento a la composici¨®n de tipos) le faltaba, por as¨ª decirlo, un hervor. Cristina Genebat, una joven actriz con misterio, peligro y densidad, es la que est¨¢ m¨¢s cerca de ese slowburning que caracteriza a su endiablado personaje, y que estalla rotundamente en la dolorosa evocaci¨®n de su pasado familiar. ?ngels Poch s¨®lo alcanz¨® a dibujar el imponente perfil de la madre, sabia y terrible, mediada la funci¨®n. A Julio Manrique le falta, adem¨¢s de texto, m¨¢s sombra y m¨¢s furia, y David Selvas lidia sin descabello con un personaje que rara vez expresa verbalmente el torbellino en que se convierte su existencia desde que abre la caja de Pandora. Salamandra, para decirlo a la manera de Brook, es un carb¨®n espl¨¦ndido, de m¨²ltiples facetas, que requiere un ¨²ltimo toque de fuego, de inflamaci¨®n actoral.
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