Las culpas ficticias
Una tarde de la pasada primavera, mientras nos tom¨¢bamos un gin-tonic, mi amigo el abogado Carles Monguilod me cont¨® que el editor V¨ªctor Seix hab¨ªa muerto en Francfort, durante la Feria del Libro de 1967, atropellado por un tranv¨ªa cuyo conductor se llamaba Adolf Hitler. Convencido de que la ginebra se le hab¨ªa subido a la cabeza, le dije que no le cre¨ªa; me contest¨® que lo hab¨ªa le¨ªdo en el ¨²ltimo tomo de las memorias de Carlos Barral, socio de Seix en la editorial Seix Barral; le dije que yo hab¨ªa le¨ªdo las memorias de Barral y que no recordaba esa an¨¦cdota; me dijo que si ¨¦l hubiera sido capaz de inventar esa an¨¦cdota no habr¨ªa sido abogado, sino escritor, un escritor genial, y luego me dijo que me fuera a la mierda. Pedimos otro gin-tonic. Mientras nos lo tom¨¢bamos, nos preguntamos si el conductor homicida ser¨ªa pariente del F¨¹hrer, si lucir¨ªa un bigotito recortado, si cada vez que escuchaba a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia, si se sentir¨ªa tan culpable de la muerte de Seix como su hom¨®nimo de la de seis millones de jud¨ªos, nos preguntamos cu¨¢ntos Adolf Hitler habr¨ªa en la Alemania de posguerra y qu¨¦ clase de sentimientos deben de inspirarte tus padres si, en un arrebato de entusiasmo por el III Reich, van y te infligen el nombre del asesino m¨¢s competente de la historia; tambi¨¦n nos preguntamos cu¨¢ntos Francisco Franco habr¨ªa en Espa?a, cu¨¢ntos Benito Mussolini en Italia, cu¨¢ntos Mao Zedong en China, cu¨¢ntos I¨®sif Stalin en Rusia (al menos estos ¨²ltimos no tienen ning¨²n problema, porque los rusos han digerido su pasado sin despeinarse: el padrecito Stalin se carg¨® a 20 millones de compatriotas y su busto siniestro sigue presidiendo la plaza Roja). Al final, sin sentirnos apenas culpables por el feroz ataque de humor negro del que hab¨ªamos sido v¨ªctimas, nos despedimos.
D¨ªas m¨¢s tarde recib¨ª en casa un paquete enviado por Monguilod. Lo abr¨ª: conten¨ªa una edici¨®n completa de las memorias de Barral; la p¨¢gina 563 estaba marcada, y all¨ª comprob¨¦ que, en efecto, Monguilod no hab¨ªa inventado nada: el conductor del tranv¨ªa letal se llamaba Adolf Hitler, "lo s¨¦ bien porque semanas m¨¢s tarde me hice cargo de los tr¨¢mites judiciales", remacha Barral, quien a?ade tambi¨¦n dos detalles curiosos. Primero: que, justo mientras Seix era atropellado, ¨¦l estaba hablando con unos escandinavos de la muerte, por atropello y en Francfort, del gran editor Kurt Wolf. Y segundo: que durante muchos d¨ªas le persigui¨® la obsesi¨®n de que el accidente mortal le estaba destinado a ¨¦l y no a su socio, y que esta obsesi¨®n le merec¨ªa el siguiente comentario: "La vanidad llega hasta lo macabro". Lo m¨¢s curioso, o lo que mientras le¨ªa me pareci¨® m¨¢s curioso, no es la obsesi¨®n -en aquel momento, Barral y Seix estaban re?idos-, sino el comentario. ?No confund¨ªa Barral la vanidad con un sentimiento de culpa absurdo, pero no por ello menos real? ?No es la culpabilidad el resultado l¨®gico de la violaci¨®n de unas normas autoimpuestas y constituye por tanto, al menos hasta cierto punto, una garant¨ªa de decencia, puesto que si Hitler hubiera sentido un atisbo de ella no habr¨ªa matado a seis millones de jud¨ªos? ?Puede alguien en su sano juicio acusarse por vanidad de un crimen que no ha cometido?
Incapaz de contestarme a estas preguntas, las olvid¨¦. Pas¨® el tiempo. Y no fue hasta hace unos d¨ªas cuando me las encontr¨¦ contestadas en un libro de El¨ªas Canetti: Fiesta bajo las bombas. Cuenta all¨ª Canetti su reencuentro en Londres, a principios de la II Guerra Mundial, con el pintor checo Oskar Kokoschka. Apenas empezaron a hablar Canetti y Kokoschka, ¨¦ste le hizo una confesi¨®n tremenda: ¨¦l era el verdadero culpable de la guerra; la explicaci¨®n era sencilla: ¨¦l era el culpable de que Hitler, que siempre quiso ser pintor, se hubiera hecho pol¨ªtico, porque ambos se hab¨ªan presentado a la misma beca de la Academia de Bellas Artes de Viena y mientras que Kokoschka fue admitido, Hitler fue rechazado. Si en lugar de admitirlo a ¨¦l, razonaba Kokoschka, hubieran admitido a Hitler, ¨¦ste no se habr¨ªa dedicado a la pol¨ªtica, no existir¨ªa el partido nacionalsocialista y no habr¨ªa estallado la guerra. Dej¨¦ de leer; levant¨¦ la vista del libro: pens¨¦ en las carcajadas de Monguilod cuando le hablase de Kokoschka y su culpa ficticia; pens¨¦ en Barral y la suya. Volv¨ª al libro: con verdadero asombro le¨ª que Canetti no atribu¨ªa el razonamiento de Kokoschka al delirio, sino, en cierto modo como Barral, a una suerte de vanidad, es decir, al hecho de que "le parec¨ªa intolerable estar involucrado en el curso de la Historia sin significar algo en ella, aunque s¨®lo fuera por una culpa". Fue entonces cuando lo comprend¨ª todo: fue entonces cuando comprend¨ª que a menudo nos sentimos culpables, sin serlo en absoluto, para significar algo, para que las cosas tengan sentido o una ilusi¨®n de sentido -aunque sea un sentido delirante-, para no precipitarnos en el v¨¦rtigo sin fondo de la verdad, que es siempre absurda. Y entonces, a¨²n no s¨¦ por qu¨¦, como si algo se me hubiera subido a la cabeza, sent¨ª de golpe una absurda alegr¨ªa (o tal vez fuera euforia) que no hab¨ªa sentido en mi vida, una alegr¨ªa o una euforia que se parec¨ªa much¨ªsimo a la felicidad. Todav¨ªa no he conseguido desprenderme de ella.
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