Las fieras del aduanero
Ingenuo, primitivo y so?ador. Henri Rousseau (1844-1910) fantaseaba con mundos ex¨®ticos en sus largas guardias como aduanero en Par¨ªs. De aquellas vigilias salieron sus cuadros de junglas y animales feroces, a contracorriente del impresionismo de moda. La Tate Modern de Londres, Par¨ªs y Washington celebran su recuperaci¨®n por el arte moderno.
Cuando Henri Rousseau ten¨ªa 46 a?os, en 1890, se pint¨® bajo el t¨ªtulo de Yo mismo, retrato-paisaje. Lo hizo junto al r¨ªo Sena, en el puerto de San Nicol¨¢s, donde cobraban el peaje fluvial los aduaneros parisienses. ?l era uno de ellos, aunque pedir¨ªa la excedencia poco despu¨¦s. A la derecha del cuadro se advierten las garitas de estos funcionarios, y no es casualidad que les d¨¦ la espalda. Al obrar de este modo se situaba de cara a la pasarela peatonal tendida entre la Escuela de Bellas Artes y el Museo del Louvre, orientando sus ambiciones hacia coordenadas m¨¢s prometedoras que aquel trasfondo ganap¨¢n, municipal y espeso.
El Aduanero se ten¨ªa en tan alto concepto que retoc¨® su efigie para agrandarla, hasta elevarse por encima del globo aerost¨¢tico de los hermanos Montgolfi¨¨re que campea entre las nubes, y de la torre Eiffel entrevista a la izquierda, reci¨¦n inaugurada como emblema de la exposici¨®n que el a?o anterior acababa de conmemorar el centenario de la Revoluci¨®n Francesa. Junto con Seurat, fue el primero en pintar aquella mole met¨¢lica llamada a convertirse en el icono de Par¨ªs. Todo eso ser¨ªa muy obvio andando el tiempo, pero ¨¦l fue capaz de verlo sobre la marcha.
"Pablo", le dijo a Picasso, "t¨² y yo somos los m¨¢s grandes pintores. T¨², en estilo egipcio; yo, en estilo moderno"
Adem¨¢s se represent¨® de negro, el color anatematizado por el impresionismo. Lo que, de paso, hace destacar las plateadas Palmas Acad¨¦micas que luce en el ojal. En su paleta de pintor, empu?ada como un escudo, escribi¨® el nombre de su primera mujer, Cl¨¦mence, muerta dos a?os antes. Pero no olvid¨® a?adir el de su amante en aquellos momentos, Marie, a la que seguir¨ªan otras. Que a su vez sustituy¨® m¨¢s tarde por el de su segunda esposa, Jos¨¦phine.
?Es ¨¦ste el autorretrato de un na?f, de un amateur, de un dominguero? (pues todos esos sambenitos, y muchos otros, se han propinado al Aduanero Rousseau). ?Era realmente tan ingenuo?
Hay una frase que se le atribuye, mientras visitaba en 1907 la retrospectiva del reci¨¦n fallecido C¨¦zanne: "Como ustedes saben, yo podr¨ªa terminar todos estos cuadros", dijo ante el pasmo de los presentes. ?Qu¨¦ hab¨ªa entendido de la propuesta c¨¦zanniana alguien que la ve¨ªa como esbozos inconclusos? Sin embargo, la del Aduanero comparte con ella la decidida recuperaci¨®n de los vol¨²menes diferenciados, que el impresionismo hab¨ªa tirado por la ba?era al lavar las ro?as acad¨¦micas. Y as¨ª le fue reconocido a Rousseau por Pissarro, Gauguin o Picasso. Por no hablar de Kandinsky, quien lo consider¨® el padre del nuevo realismo, equivalente, en el terreno de la figuraci¨®n, a lo que ¨¦l aspiraba mediante la abstracci¨®n.
Pues as¨ª de contradictorio es este personaje al que demasiado a menudo se quiso reducir a la sola dimensi¨®n del pazguato autodidacta. Tampoco resulta demasiado ajustada su caracterizaci¨®n como pintor de domingo -concepto acu?ado para ¨¦l por una de sus grandes coleccionistas, la baronesa Von Oettingen-, porque en 1893 pidi¨® el retiro anticipado para dedicarse s¨®lo a sus pinceles. Adem¨¢s, pintores de domingo han sido gentes tan poco buc¨®licas como Churchill, Franco o Hitler, y otras compa?¨ªas a¨²n menos recomendables a efectos art¨ªsticos.
En realidad, el Aduanero distaba de ser un incauto. No por sus problemas con la justicia, ni porque sus dos supuestas haza?as b¨¦licas nunca tuvieran lugar: no estuvo en M¨¦xico, ni particip¨® de modo activo en la guerra franco-prusiana. No por eso. Sino porque estaba dotado de una ambici¨®n art¨ªstica y una tenacidad indomables, junto a un rencor que, a falta de mejor munici¨®n, tampoco es tan mal combustible para sobrevivir.
Jam¨¢s perdon¨® a sus padres haber especulado con el considerable patrimonio familiar hasta arruinarse, dej¨¢ndole a merced de una pobreza cr¨®nica: "Si mis padres hubiesen reconocido mis dotes para la pintura", afirm¨®, "hoy ser¨ªa yo el pintor m¨¢s grande y rico de Francia". Y a¨²n aseguraba poco antes de su muerte: "Mi nombre ser¨¢ un d¨ªa famoso no s¨®lo en Francia, sino en el extranjero".
Llevaba raz¨®n. Lo consigui¨®, a trav¨¦s de una biograf¨ªa contumaz, iniciada en 1844 en la localidad bretona de Laval, y concluida en 1910 en Par¨ªs, donde muri¨® de una septicemia y hubo de ser enterrado en un funeral casi clandestino, al que s¨®lo asistieron siete personas.
Por muy autodidacta que fuera en cuestiones de pintura, Rousseau estudi¨® hasta los 17 a?os. La ruina familiar le oblig¨® a trabajos precarios al trasladarse a la capital francesa, Par¨ªs. Y terminar¨ªa gan¨¢ndose la vida en uno de los fielatos que cobraban los impuestos sobre consumos en las puertas de la ciudad. De ah¨ª le vino el sobrenombre de Aduanero con el que suele apod¨¢rsele, para distinguirlo del otro Rousseau por antonomasia, el ilustre escritor Jean-Jacques.
Su vida familiar tampoco fue un lecho de rosas. Basta con observar sus retratos infantiles -tan inquietantes, l¨®bregos, siniestros-, que causan verdadero espanto. Pero es que perdi¨® seis de sus siete hijos.
Razones no le debieron faltar para aferrarse a la pintura. Y decidido a darse a conocer, acudi¨® al ¨²nico lugar en el que todo el mundo ten¨ªa derecho a exponer: el Sal¨®n de los Independientes, donde colg¨® en 1886 su cuadro Noche de carnaval. Cuando el p¨²blico lo vio, no pudo contener la risa.
Rousseau no se amilan¨®. Volvi¨® al a?o siguiente, y al otro, sin perdonar convocatoria, a excepci¨®n de 1899 y 1900. Con el tiempo, empezaron a acostumbrarse a ¨¦l. Hasta que en 1894 present¨® un lienzo de considerable tama?o y aliento, La guerra. Esta vez nadie se ri¨®. Todas las miradas retuvieron aquella visi¨®n apocal¨ªptica. Y en especial su paisano Alfred Jarry, quien la exalt¨® hasta el paroxismo.
Sin comerlo ni beberlo, acababa de poner un pie en el resbaladizo umbral de los cen¨¢culos vanguardistas. Y no es que fuera ingrato ante estos arrumacos. Pero ¨¦l habr¨ªa preferido el reconocimiento oficial. Nunca cej¨® en ello, ni dej¨® de acometer briosas alegor¨ªas republicanas, donde las virtudes c¨ªvicas sobrevuelan el cielo de Par¨ªs ta?endo el clar¨ªn sobre mansardas y chimeneas tiznadas. Pues ese era, a sus ojos, el esp¨ªritu de la Tercera Rep¨²blica, una apelaci¨®n a las energ¨ªas del pueblo tras los desastres de la guerra franco-prusiana y la subsiguiente Comuna anegada en sangre en 1871. De modo que la utilizaci¨®n como modelos de almanaques y otros santorales populistas distaba de ser un f¨¢cil recurso iconogr¨¢fico, y se elevaba al rango de una profunda convicci¨®n.
A esas alturas, due?o de un estilo inconfundible, le faltaba una marca de f¨¢brica, un concepto. Y fue a encontrarlo en sus junglas y fieras feroces. La posterior leyenda creada por Apollinaire las derivar¨ªa del pretendido viaje a M¨¦xico del Aduanero, a pesar de que nunca sali¨® de Francia, ni apenas de Par¨ªs. De hecho, sus selv¨¢ticos paisajes se inspiraban en sus visitas al jard¨ªn bot¨¢nico, postales o revistas ilustradas.
El Aduanero ya hab¨ªa explorado esas posibilidades en ?Sorpresa!, una obra de 1891 que pas¨® bastante inadvertida. Pero en 1905 las cosas estaban cambiando de un modo vertiginoso. A la imaginaci¨®n popular le cautivaban las aventuras coloniales, a mitad de camino entre El libro de la selva (1894), de Rudyard Kipling, y el Tarz¨¢n de los monos (1912), de Edgar Rice Burroughs. Y la gente empez¨® a aglomerarse alrededor de su lienzo El le¨®n hambriento. Es verdad que se hallaba entronizado en el coraz¨®n mismo del Sal¨®n de los Independientes, junto a los cuadros de Matisse, Derain y Vlaminck, en lo que luego se llamar¨ªa la jaula de las fieras. Una denominaci¨®n que empez¨® siendo sarc¨¢stica, para terminar etiquetando a todo un movimiento, los fauves o salvajes, debido a los motivos selv¨¢ticos del Aduanero y los estridentes colores de sus vecinos de jaula.
Sorprendido por aquel ¨¦xito inesperado, Rousseau reiter¨® incansable estas junglas corrupias. Robert Delaunay no tard¨® en elogiar su menestral probidad artesanal, al modo de los primitivos iluminadores medievales. Una corroboraci¨®n que abri¨® ante el Aduanero todo un nuevo entorno de legitimaciones. ?l se dej¨® querer. "Soy un primitivo moderno", admiti¨®, encantado.
Hab¨ªa encontrado su camino. La palabra primitivo estaba cargada de un prestigio inveros¨ªmil. Tanto serv¨ªa para rendir homenaje a los prerrenacentistas como a la incipiente vanguardia que no tardar¨ªa en celebrar las tallas africanas. El propio Picasso lo iba a hacer muy pronto en sus Se?oritas de Avignon.
Por eso no result¨® tan chocante que en 1908 el pintor malague?o le ofreciera un banquete en su estudio. All¨ª acudi¨® la flor y nata del Par¨ªs art¨ªstico. Con el tiempo el homenaje se convirti¨® en un acontecimiento poco menos que legendario, pero en realidad fue un peque?o desastre sobrellevado con buen humor y mucho alcohol. La comida encargada nunca apareci¨®, porque se equivocaron de fecha y la hab¨ªan apalabrado para el d¨ªa siguiente. Ante lo cual, dieron cuenta de las sardinas en aceite que ten¨ªan a mano, comi¨¦ndolas directamente de las latas. Y regadas -eso s¨ª- con m¨¢s de cincuenta botellas de buen vino. Con tanto trasiego, nadie prest¨® atenci¨®n a una vela que goteaba cera sobre la cabeza del Aduanero. De modo que aquel feliz y embriagado Rousseau que se despidi¨® de su anfitri¨®n ten¨ªa todo el glorioso aspecto que se puede imaginar. Pero a¨²n lo acab¨® de arreglar profiriendo una de sus lapidarias frases, convertida con el tiempo en la m¨¢s famosa. Seg¨²n Picasso, le dijo, poni¨¦ndole la mano sobre el hombro: "Pablo, t¨² y yo somos los m¨¢s grandes pintores de nuestro tiempo. T¨², en estilo egipcio; yo, en estilo moderno".
?Risible? Bueno, seg¨²n se mire. Basta recordar lo sucedido con el cuadro La gitana dormida. Tras una serie de avatares, esta tela termin¨® dando con sus huesos en una carboner¨ªa, donde fue descubierta en 1923. En un principio se la consider¨® un picasso, por el flagrante cubismo deducido del la¨²d, o el brazo de fuerte pesantez y monumentalidad, etc¨¦tera. Hasta que se descubri¨® que La gitana dormida hab¨ªa sido pintada por el Aduanero en 1897.
Si al cabo de 26 a?os segu¨ªa pareciendo tan moderna -como sucede con otros cuadros: La encantadora de serpientes o El sue?o-, ello se debe a su extra?a cualidad m¨¢gica, que cautiv¨® a los ¨®rficos o los surrealistas. Pues Rousseau pose¨ªa el don de someter lo cotidiano a un peculiar extra?amiento, ese onirismo incubado en las m¨¢s oscuras instancias de lo irracional.
La encantadora de serpientes ser¨ªa su primer lienzo en entrar en el Louvre, junto al cual se hab¨ªa pintado el Aduanero en su premonitorio autorretrato de 1890. El sue?o ha terminado por convertirse en la postal m¨¢s vendida del MOMA. Y ahora, cuando la Tate Modern londinense, el Grand Palais parisiense y la National Gallery de Washington se disponen a celebrar su obra, lo hacen a sabiendas de su inmensa popularidad. Rousseau se mantiene tan presente en alg¨²n recoveco del imaginario colectivo que ni siquiera necesita estar de moda. Es lo bueno que tienen los primitivos modernos.
La exposici¨®n 'Junglas en Par¨ªs', de Henri Rousseau, puede verse en la Tate Modern de Londres hasta el 5 de febrero de 2006. Entrada, 10 libras. Abierto de 10.00 a 18.00.
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