Nuestras barbas
Las im¨¢genes de los incendios nocturnos en Francia queman los ojos, abrasan los corazones y congelan los cerebros. Las barbas del vecino llevan mucho tiempo en pleno afeitado. Tambi¨¦n ingleses, holandeses, alemanes y estadounidenses tienen calientes experiencias de protestas furiosas surgidas, muchas veces, de una aparente nimiedad. Desde hace tiempo, los suburbios de las grandes y medianas ciudades del mundo son un polvor¨ªn, un experimento de aprendices de brujo: en ellos se encierra lo que nadie quiere conocer o mirar; se trata, pues, de ignorar el tama?o de un gran fracaso colectivo.
En contra de lo que dijo Ak¨ªo Morita, ex presidente de la primera y mayor multinacional japonesa de los a?os noventa, las cosas no suceden porque s¨ª. En esos suburbios se cuecen a fuego lento ingredientes malditos: la exclusi¨®n; la pobreza; la frustraci¨®n; el desamparo; la falta de perspectivas humanas, personales y colectivas; el paro; la incultura, y el bombardeo publicitario de una sociedad excesiva, prepotente, que ha hecho del dinero su valor principal, de la competencia salvaje su lema y del consumo irresponsable su premio.
Estos ingredientes, concentrados en territorios inh¨®spitos en los que viven miles de personas alimentadas cada d¨ªa con este potaje diab¨®lico, resultan a la larga de imposible digesti¨®n, como estamos viendo. Cuando los humanos no saben o no pueden serlo, se tornan bestias implacables que act¨²an fuera de toda l¨®gica. No es un fen¨®meno nuevo, ni mucho menos. Lo novedoso, en nuestra Europa privilegiada -y por supuesto Espa?a est¨¢ en ella-, es la enorme cantidad de afectados por estos condimentos contaminados: la demograf¨ªa desbordante del mundo ha penetrado en el campo de golf europeo y las protestas adquieren la dimensi¨®n correspondiente. Que en ellas participen europeos de origen europeo o de cualquier otra parte del mundo es ya lo normal, por ello no hay que atribuir a la inmigraci¨®n o a la religi¨®n lo que no le corresponda.
Parece l¨®gico, en cambio, que los j¨®venes -sean o no europeos de primera o segunda generaci¨®n- colaboren con m¨¢s fuerza y mimetismo en unas revueltas que, sobre todo, denotan un malestar cultural grave que va mucho m¨¢s all¨¢ de la guerra de civilizaciones para convertirse en una forma seria de cuestionar nuestro sistema de vida en su totalidad. Ah¨ª es donde m¨¢s duele: ?qu¨¦ futuro estamos ofreciendo a los j¨®venes, a cualquier joven? Aunque cualquiera, en este nuevo mundo global, puede darse cuenta de que los privilegios de 1.000 millones de personas se construyen sobre la precariedad y el mal vivir de 5.000 mil millones, es algo que no gusta reconocer. Y a¨²n es m¨¢s dif¨ªcil abrir los ojos a una fea realidad que las ciudades cuidan de encerrar en guetos para que los dem¨¢s crean que nada sucede. Los j¨®venes siempre protestar¨¢n cuando se les roba la posibilidad de hacer proyectos vitales.
En Barcelona se ha cuidado, durante mucho tiempo, de que eso no sucediera. Se cosieron los barrios degradados, se repar¨® el abandono del franquismo. Pero la demograf¨ªa tambi¨¦n aprieta, el mundo ya es global en casi todo y han aparecido nuevos pobres, nuevos excluidos y nuevos analfabetos, que son aquellos que s¨®lo entienden las im¨¢genes y las instrucciones de la publicidad y la propaganda. Mal asunto cuando el Ayuntamiento tiene que promover campa?as de civismo: algo falla en el proceso de socializaci¨®n com¨²n, algo est¨¢ enfermo si hay que ense?ar qu¨¦ es el respeto a lo colectivo o a los otros. Lo m¨¢s probable es que fallen ejemplos y referencias compartidas.
La referencia b¨¢sica de hoy es el miedo. Europa hab¨ªa dejado de tenerlo, y nosotros con ella. Si fue posible dejar de tener miedo, habr¨ªa que pensar por qu¨¦ (para qu¨¦) hoy nos reclama otra vez el lado oscuro de la existencia colectiva. Una Europa desestabilizada es un porvenir m¨¢s que indigesto, imposible. En nuestras barbas.
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