Asesinos de miedo
El sacamantecas, o el Hombre del Saco, o Camu?as. La rumorolog¨ªa popular ha bautizado con estos nombres a los asesinos crueles. Sacar las asaduras, chupar la sangre eran expresiones que aterrorizaban con s¨®lo mentarlas. El aut¨¦ntico Sacamantecas fue un labrador alav¨¦s, un descuartizador de mujeres sanguinario.
"Duerme tesoro
que viene el Coco
y se come a los ni?os
que duermen poco".
Esta siniestra amenaza no procede de ninguna leyenda de la Espa?a negra ni de una mente literaria distorsionada por drogas o enfermedades degenerativas. Es simplemente una canci¨®n de cuna. Los ni?os espa?oles, y yo entre ellos, fuimos acunados, en general por nuestra madre que nos cantaba con dulzura historias horripilantes. Con esto consegu¨ªan dos objetivos muy dispares. El primero era crear en nuestra mente una sensaci¨®n de inseguridad, de peligro, con lo cual se supon¨ªa que el ni?o ser¨ªa prudente y sumiso, obedecer¨ªa a sus mayores para alejar el quim¨¦rico peligro de hallarse solo, abandonado por los suyos ante El Coco o cualquiera de sus pros¨¦litos. Por otra parte, era bueno mantener el principio de autoridad en manos de los mayores pensando que as¨ª se alejaba a los peque?os de los aut¨¦nticos peligros de la noche, y en general de la vida. Estas intenciones, m¨¢s o menos sanas, se ve¨ªan en realidad frustradas porque los peque?os, en general m¨¢s impresionables que los adultos, se ve¨ªan afectados por el terrible s¨ªndrome del miedo. Miedo, miedo a todo lo ins¨®lito, miedo a la noche. Era un paraguas protector para los peque?os y una tranquilidad para los mayores, que supon¨ªan que as¨ª sus criaturas no se alejar¨ªan de ellos, no se aproximar¨ªan a carreteras o caminos frecuentados por desconocidos y huir¨ªan como alma que lleva el diablo ante lo desconocido, fuese un vagabundo, un buhonero o un mendigo. Ah¨ª los uniformes empezaron a adquirir un prestigio inmerecido. Por influencia materna, un guardia o un militar se ve¨ªan exentos de cualquier sospecha de peligrosidad.
Esto por definici¨®n sabemos de sobra que es rid¨ªculo, pero respond¨ªa a una especie de consigna t¨¢cita, entre los mayores, de crear en el ni?o una sensaci¨®n de seguridad ante la autoridad en contraste con los extra?os, sobre todo, que parec¨ªan de condici¨®n modesta o iban pobremente trajeados. Los ni?os, generalmente, est¨¢n menos preparados a afrontar situaciones ins¨®litas: Un hombre que aborda a un ni?o en una calle oscura, quiz¨¢ con la ¨²nica intenci¨®n de preguntarle por la tienda de la esquina o la ubicaci¨®n de una iglesia, deb¨ªa producir terror al chico y hacerle huir sin llegar siquiera a comprender lo que le han preguntado. A esto contribu¨ªan, por supuesto, la proverbial mala y escasa iluminaci¨®n de nuestros pueblos y facilitaban las reuniones alrededor del fuego del hogar, las charlas bajo soportales o atrios, pero teniendo siempre a los peque?os m¨¢s o menos a la vista. En nuestro pa¨ªs se tuvo muy poco en cuenta la opini¨®n de los peque?os y se acallaba con una bofetada o un azote cualquier intento de escapar a esa obediencia rutinaria. Lo terrible para los mayores es que, como los peque?os nunca fueron especialmente est¨²pidos, muchos empezaron a darse cuenta de que las cosas no eran exactamente como se las contaban y que las amenazas de ser devorados si cruzaban la calle, aunque fuera s¨®lo para comprar un tebeo, no se cumpl¨ªan nunca. Si eran obedientes se quedaban sin tebeo, eso es todo. Hab¨ªa, pues, una rebeli¨®n soterrada entre los m¨¢s audaces. Claro que hab¨ªa algunos malvados que de verdad abusaban de los ni?os, pero eran un n¨²mero tan m¨ªnimo que los mayores para asustar a sus hijos ten¨ªan o que inventarse seres quim¨¦ricos como El Coco o buscar referencias for¨¢neas -que por supuesto ellos no situaban en el mapa-, para que los peque?os no supieran si estas amenazas de perder las mantecas, la sangre o incluso la vida ven¨ªan de tierras remotas -remoto era todo lo que no se situaba a menos de veinte kil¨®metros- o del vecino de al lado.
A pesar del natural y casi institucional miedo creado por los mayores, nuestros ni?os empezaron a tomarse esos peligros a beneficio de inventario. Durante siglos ha sido una lucha desigual, una lucha sobre todo intelectual, a pesar de que casi nadie intu¨ªa siquiera las consecuencias para la formaci¨®n de los j¨®venes de esa investigaci¨®n al acojonamiento como prevenci¨®n de males mayores. As¨ª, con el miedo por delante, con la amenaza de la llegada inminente del Hombre del Saco para llevarse a los ni?os a unas cuevas s¨®rdidas donde ser¨ªan devorados lentamente, donde les sacar¨ªan la sangre y las grasas, pensaban conjurar los peligros reales -que el ni?o tirara una piedra al ventanuco del vecino, o se comiera las manzanas del huerto cercano-. Pero lleg¨® un momento en que estos monstruos imaginarios empezaron a perder prestigio. Esto sucedi¨® cuando las cabecitas peque?as pero pensantes fueron conscientes de la poca veracidad de esas amenazas. No hab¨ªa ninguna referencia seria de que un ni?o real como nosotros fuera devorado por el simple hecho de comerse las manzanas del vecino, romper un cristal o dormir poco.
Y sin embargo esta amenaza, y otras muchas que han sido espada de Damocles para la tranquilidad del pobre infante hispano, existen desde tiempo inmemorial. El Coco no es otro que el Hombre del Saco, el T¨ªo Camu?as, El Bute (hombre del saco andaluz, de gran prestigio entre los ni?os de la provincia de Granada, sobre todo), el T¨ªo Sa¨ªn y el T¨ªo Garramp¨®n (creaciones levantinas), y otros muchos de mayor o menor importancia, pero que en general no son sino una repetici¨®n ligeramente adaptada a la regi¨®n o a la ciudad en que se situaba a esos malvados. Todos ellos, menos quiz¨¢ El Cortasebos, carecen del menor encanto literario. Son en general gente tosca, brutal, incapaz de originar una leyenda e inspirar a un Hoffmann, Poe o hasta nuestro modesto pero no menos aterrador Gustavo Adolfo B¨¦cquer. Todos ellos proceden del acervo popular m¨¢s tosco, empecinado en la creaci¨®n de asustadores folcl¨®ricamente posibles. Forman parte de nuestra terrible leyenda negra, tan dada a la carnicer¨ªa, a la casquer¨ªa casi, como siniestro precedente del gran Gui?ol franc¨¦s o el m¨¢s retrogrado cine gore. El Cortasebos, un Sacamantecas extreme?o, es posiblemente la ¨²nica de las variantes del monstruo devorador de criaturas que fue inventado por una imaginaci¨®n algo m¨¢s sutil. Es un fantasma, el fantasma de un agricultor que robaba a los ni?os porque ¨¦l nunca los tuvo, era est¨¦ril y esto le produc¨ªa los mayores traumas. Sal¨ªa a las doce de la noche, la hora de los esp¨ªritus, en busca de ni?os que se hubieran portado mal y les sacaba la sangre y las mantecas. Puede que estuviera inspirado en una leyenda ligeramente m¨¢s plausible, "la del coche de la sangre". En ¨¦sta, unos seres diab¨®licos recorr¨ªan p¨¢ramos y bosques en una sanguinaria b¨²squeda de ni?os perdidos o simplemente durmientes y les chupaban la sangre, se la extra¨ªan para d¨¢rsela al hijo tuberculoso de alg¨²n rey o de una familia muy rica, con el pensamiento de que la mezcla de la sangre corrompida de los nobles y la sana de los vasallos curar¨ªa o al menos aliviar¨ªa las enfermedades de los poderosos. De paso, conven¨ªa crear el terror entre los pobres ni?os para que ¨¦stos se quedaran en casita y no se atrevieran a la menor travesura. Esto origin¨® las bandas de adolescentes conjurados en la defensa del grupo contra la perfidia de los mayores. Incluso las mujeres participaron de esta reacci¨®n. Las m¨¢s fuertes y con sentido corporativo fueron las monjas, que se encerraban a cal y canto en sus conventos, prestas a defenderse de todo Hombre del Saco, de todo Camu?as o Sacamantecas que se acercara por all¨ª.
La verdad es que ninguno de estos seres ten¨ªa el menor soporte real, ni siquiera el perfume de lo legendario. Eran malvados para andar por casa; crueles asesinos, eso s¨ª, pero sin el menor valor literario. Es curioso que en un pa¨ªs tan imaginativo art¨ªsticamente -pensemos en la pintura negra de Goya, en Solana- los asesinos hayan sido siempre tan torpes, tan poco creativos. Los cr¨ªmenes espa?oles tienen casi un argumento ¨²nico: hombre embrutecido que descuartiza a su parienta por celos o en un momento de c¨®lera insuperable -debido, eso s¨ª, a razones f¨²tiles-. Al cabo de unas horas, este salvaje se suicidar¨¢ despe?¨¢ndose o colg¨¢ndose de un ¨¢rbol. Con lo cual, no se precisa de la menor indagaci¨®n, no tiene misterio. Y ese es el drama del crimen espa?ol. No tiene misterio, es un hecho violento y no responde en general a ninguna creaci¨®n maligna ni siquiera a la menor sutileza intelectual. As¨ª pues, nuestros Sacamantecas fueron, casi seguro, producto de la invenci¨®n popular para asustar a los peque?os de la casa. No era el Sacamantecas, sino los diversos Sacamantecas, con nombre gallego, vasco, catal¨¢n, bable o castellano, quienes con las peque?as variantes localistas eran los encargados de alimentar y distribuir los terrores populares. Creo que el ¨²ltimo de ellos, cronol¨®gicamente, fue el Sereno, un personaje ya desaparecido de nuestras calles, pero que supo como pocos congeniar la ley y el terror. En principio era un hombre de autoridad muy limitada, un peripat¨¦tico de la noche en ciudades y pueblos, un solitario y misterioso individuo que, armado solamente de un chuzo (una especie de estaca coronada por un agudo pincho), era encargado por las autoridades municipales de mantener la ley y el orden en la noche, aunque tambi¨¦n era empleado muchas veces para otros menesteres m¨¢s simples, como dar la hora a grito pelado, rompiendo el silencio y despertando a m¨¢s de un ciudadano; de anunciar (por cierto, mucho mejor que el hombre del tiempo actual) la temperatura aproximada y cualquier inclemencia climatol¨®gica; de avisar al m¨¦dico cuando alguien se pon¨ªa a parir (en sentido figurado y tambi¨¦n en el m¨¢s realista), y de velar, en fin, por la seguridad y la calma. La verdad es que esto ¨²ltimo no lo cumpl¨ªa estrictamente. La mayor¨ªa de ellos apestaban a vino, mistela o cazalla, seg¨²n la regi¨®n, y aunque su misi¨®n era tambi¨¦n la de abrir la puerta a los vecinos de su sector, no siempre encontraban la cerradura. Este hombre, este aut¨¦ntico guardaespaldas, modesto y casi siempre servil, viv¨ªa de una rid¨ªcula remuneraci¨®n mensual y de las propinas y regalos de los vecinos. Ni que decir tiene que la presencia del sereno produc¨ªa inquietud y hasta miedo a los ni?os, con su guardapolvos gris¨¢ceo o azul, seg¨²n la regi¨®n, y su gorra, am¨¦n de su lanza de andar por casa. A menudo era espectacular, teatral, cuando daba un golpe en el empedrado con su chuzo y anunciaba: "Las tres y media y sereno", su voz resonaba en las calles vac¨ªas y seguro que muchos ni?os perd¨ªan el sue?o despu¨¦s de su deambulante pasada. Este sereno era un Sacamantecas en ciernes para los cr¨ªos de la vecindad, que cre¨ªan que su misi¨®n principal era la de acogotar, lancear y asesinar a los ni?os desobedientes o d¨ªscolos con la anuencia de sus progenitores. No s¨¦ por qu¨¦ tradici¨®n secular los serenos eran asturianos o gallegos y hablaban con un fuerte acento. No estaban preparados en gimnasios o academias, pero ten¨ªan una mala leche que compensaba estas carencias. A golpe de chuzo pod¨ªan dejar fuera de combate a todo tipo de delincuentes por peligrosos que ¨¦stos parecieran. Pero un solo individuo, por bruto que fuera, no pod¨ªa resistir largo tiempo, apenas armado, y mal alimentado. El mal, los terrores, fueron acrecentando sus poderes y los hombres del saco se adue?aron de la situaci¨®n.
Corr¨ªan cada vez m¨¢s historias espeluznantes, de sacamantecas, chupasangres y otras lindezas. Seria muy dif¨ªcil dar una entidad humana a estos personajes de pesadilla si no fuera porque uno de ellos se humaniz¨®, se concretiz¨® en un hombre de carne y hueso. Por una vez la leyenda precedi¨® a su fundamento real. Se ten¨ªa noticia de sujetos que asesinaron a personas para extraer manteca, cosa que ocurri¨® muy frecuentemente en tiempos de la Inquisici¨®n y hasta bien entrado el siglo XX, y si se asustaba a los ni?os con ellos era para evitar que se acercasen a los desconocidos. Eran hombres que encargaban a otros matar a ni?os lustrosos y hasta alguna mujer y luego les extra¨ªan la sangre y la manteca para venderlas. (La ¨²ltima versi¨®n conocida de esta figura tan gen¨¦rica como siniestra es El Sereno).
Ha habido en Espa?a candidatos al Oscar de los horrores en todos los rincones de nuestra tierra, pero ninguno como un verdadero creador del crimen artesanal: el alav¨¦s Juan D¨ªaz de Garayo y Argando?a, que se hizo un puesto de honor en la cr¨®nica negra, no s¨®lo del Pa¨ªs Vasco sino de Espa?a entera. No se trataba de ning¨²n ga?¨¢n abotargado, de ning¨²n cerebro minus desarrollado. Hab¨ªa nacido en Eguilaz en el a?o 1821, y su carrera de cr¨ªmenes, en cierta manera muy similar a la de Jack el Destripador, fue, sin embargo, mucho m¨¢s larga y generosa en cuanto a su cantidad y tambi¨¦n a su ensa?amiento. ?l se convirti¨®, con toda justicia, en el aut¨¦ntico Sacamantecas, un ser mitificado en coplas de ciego y otras leyendas populares. Era labrador y fue el asesino en serie m¨¢s importante del pa¨ªs, con la excepci¨®n del Hombre Lobo de Allariz, Manuel Blanco. Durante casi diez a?os, Juan D¨ªaz cometi¨® por lo menos 10 cr¨ªmenes probados, aunque se supone que debieron ser muchos m¨¢s. Nunca sali¨® de su regi¨®n. Y en ella asesinaba, siempre a mujeres. A diferencia de otros criminales m¨¢s selectivos o de gustos m¨¢s refinados, Juan D¨ªaz de Garayo responde perfectamente al esquema del asesino impulsivo que mata indiscriminadamente a viejas y j¨®venes, ricas y pobres? bastaba que fueran mujeres. Era un hombre de complexi¨®n fuerte que eleg¨ªa sus victimas obedeciendo casi siempre a un estado de excitaci¨®n criminal que le convert¨ªa en un verdadero depredador.
Su primera v¨ªctima conocida fue una prostituta de muy modesta condici¨®n, una ramera callejera. Fue abordada por el asesino y ambos discutieron durante un momento sobre el precio. Garayo ya era un hombre mayor de cincuenta a?os y no precisamente un tipo desenvuelto u ocurrente. Al no llegar a un acuerdo con la mujer, ¨¦l, que se hab¨ªa ido excitando durante la discusi¨®n, se lanz¨® sobre ella y la estrangul¨®. Despu¨¦s se llev¨® el cuerpo hasta un lugar apartado y all¨ª lo viol¨® y sodomiz¨®. Durante el proceso, a?os despu¨¦s, los jueces no encontrar¨ªan ning¨²n atenuante en los actos de Garayo. Se dictamin¨® que no se hab¨ªa apoderado de ¨¦l ning¨²n impulso invencible, ninguna locura transitoria que nublara su mente llev¨¢ndole al crimen. Estaba excitado, s¨ª, pero habr¨ªa podido vencer sus impulsos si as¨ª lo hubiera querido. Parece ser que, como colof¨®n a su crimen, abri¨® el vientre del cad¨¢ver y eyacul¨® una segunda vez sobre el mismo. As¨ª fue la primera vez y as¨ª fueron las siguientes. Su sistema, si es que se puede hablar de sistema, era siempre el mismo. Abordaba a las mujeres en cualquier sitio solitario, las forzaba y las asesinaba sin la menor piedad. Con el transcurso del tiempo sus cr¨ªmenes se fueron haciendo m¨¢s monstruosos, incluyendo el desgarramiento de las entra?as de la victima, la mutilaci¨®n -para la que usaba un cuchillo de monte para cazar osos-. Cuando hab¨ªa terminado con ellas, abandonaba los cuerpos en el bosque y no hab¨ªa en ¨¦l el menor rastro de piedad, de arrepentimiento. Parec¨ªa alguien ignorante del da?o irreparable que produc¨ªa a cada vez que se dejaba llevar por el impulso de sus deseos. Era como una bestia humana.
El tiempo que transcurr¨ªa entre sus cr¨ªmenes parece que la vida de Garayo era normal y aburrida. Se cas¨® en cuatro ocasiones y sus matrimonios fueron cada vez m¨¢s frustrantes para ¨¦l. El primero, con una viuda del lugar apodada la Zurrumbona, fue el m¨¢s duradero y ¨¦l vivi¨® un periodo de paz, dedicado a las labores del campo y a la caza. Pero al cabo de 13 a?os, tras la muerte, en circunstancias extra?as, de la Zurrumbona, Garayo inici¨® su carrera sangrienta. El espacio entre sus cr¨ªmenes se fue acortando lentamente. No hay ninguna prueba de que ¨¦l asesinara a sus siguientes esposas, aunque al menos dos de ellas murieran en circunstancias extra?as. Pero eso no levant¨® sospechas razonables entre los habitantes de la zona y mucho menos entre la escasa representaci¨®n de la justicia -una pareja itinerante de la Guardia Civil-.
Sin duda, envalentonado por su siniestra impunidad, Garayo continu¨® su terrible carrera dejando rastros y pistas que apenas se preocupaba en ocultar. Sus v¨ªctimas segu¨ªan siendo siempre las mismas: mujeres pobres, solitarias, viejas o j¨®venes. Asesin¨® y se ensa?¨® tambi¨¦n con algunas jovencitas, pero era realmente una fiera, cuyo placer era la satisfacci¨®n de sus instintos menos sexuales que fruto de una profunda crueldad. Varias veces estuvo a punto de caer en manos de la justicia, atacando en pleno d¨ªa a sus victimas. Algunas lograron escapar, pero daban unas descripciones tan horribles y exageradas que no conduc¨ªan a esclarecer la personalidad del delincuente. Fueron nueve a?os de terror en la regi¨®n del llano alav¨¦s. Por supuesto que desde el primer asesinato el pueblo comenz¨® a darle el sobrenombre del Sacamantecas, concretizando los miedos at¨¢vicos del acervo popular. Y un d¨ªa, sin una raz¨®n aparente, sin una pista seguida con cierta inteligencia, o al menos oficio, por aquellos pobres servidores de la ley, Garayo fue descubierto por una ni?a a quien no hab¨ªa visto en su vida. Sin duda, en la cabeza de la criatura era la representaci¨®n perfecta de sus pesadillas. La chica le se?al¨® gritando: "?Ese es! ?Es ¨¦l, el Sacamantecas!". Eso origin¨® una reacci¨®n de las gentes del pueblo y que Garayo fuera interrogado y que la polic¨ªa descubriera, al hacerle algunas preguntas m¨¢s o menos acusatorias, que ¨¦l se derrumbara y confesara sus feroces cr¨ªmenes. Fue juzgado con bastante rapidez y ejecutado por garrote vil, esa versi¨®n ib¨¦rica de la horca o la guillotina, pero diez veces m¨¢s cruel y espantosa.
Juan D¨ªaz de Garayo es un caso claro del asesino cruel, sin freno de ning¨²n tipo, que hiere, descuartiza y mata por puro placer. Sus rasgos, que ayudaron sin duda a que la ni?a denunciante reconociera en ¨¦l la plasmaci¨®n de sus miedos, responde perfectamente a lo que Lombrosso define en su libro L'uomo delinquente (El hombre delincuente) como la tipificaci¨®n f¨ªsica del criminal. Sus teor¨ªas -se le considera el padre de la antropolog¨ªa criminal-, as¨ª como las de sus seguidores y disc¨ªpulos, Ferri y Garofalo sobre todo, pretenden que el criminal en estado puro tiene una morfolog¨ªa especial, que la causa de su maldad est¨¢ en parte determinada por la estructura de su cr¨¢neo: frente breve y huidiza, cerebro peque?o, casi como un hombre de Neandertal, en quien la evoluci¨®n no se ha completado. Esos individuos no ser¨ªan, pues, seres libres, ni due?os al cien por cien de sus actos. No serian, entonces, culpables. Habr¨ªa, eso s¨ª, que encerrarlos por su peligrosidad, pero nunca ejecutarlos por sus actos exentos de libertad.
Estas teor¨ªas, cuya vigencia dur¨® mucho m¨¢s tiempo del presumiblemente l¨®gico, s¨ª ayudaron en casos muy concretos a completar el retrato de los asesinos en primer grado. Las teor¨ªas de Lombrosso son hoy inadmisibles, Sobre todo en sociedades evolucionadas; sin embargo, en nuestro pa¨ªs y en el medio rural del siglo XIX sirvieron para que inconscientemente una ni?a, que posiblemente no se hab¨ªa liberado a¨²n de su memoria c¨®smica, ayudara a cazar a uno de los m¨¢s siniestros y repugnantes asesinos de nuestra historia.
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