Franco, esa estatua
Aconsejaba el polaco Lec: "Al derribar las estatuas, respetad los pedestales. Siempre pueden ser ¨²tiles". Despu¨¦s de treinta a?os no hemos derribado las estatuas, las hemos escondido. Est¨¢n en conserva. Refugiadas sobre sus pedestales. Escondidas, guardadas, invernadas o inventariadas. O enteras y repuestas al sol de Melilla. No hemos derribado las estatuas de Franco. Como si no nos atrevi¨¦ramos a dar por muerto al dictador. En este d¨ªa de celebraci¨®n, de francomoribundia, todav¨ªa hay intentos de rescribir su historia, de endulzar aquellos a?os en los que fuimos ni?os de colegio con el brazo en alto, a nuestro pesar. Algunos sue?an con la resurrecci¨®n. Dif¨ªcil empresa, pero no imposible. Y vuelvo a citar al sabio y despeinado polaco: "S¨®lo los cad¨¢veres pueden resucitar. Para los vivos es m¨¢s dif¨ªcil". No creo en las resurrecciones. Pero desconf¨ªo de los malos entierros. Y esta estatua no est¨¢ bien enterrada.
Hace unos d¨ªas estuve por Ferrol, la ciudad naval, la liberal ciudad que se quit¨® el peso del caudillo. Se lo quit¨® de su nombre. Y de su plaza. Pero tampoco lo enterr¨®. All¨ª sigue, en el patio de un cuartel, visible y visitada, a caballo y como amenazando a los obreros de la Naval que lo tienen enfrente. Inquietante presencia. Como si pudiera cabalgar al abrir las puertas del cuartel. Como una sombra en una ciudad que quiere liberarse, gozar sin la sombra de ese pesado pasado. La ciudad de Torrente Ballester, que por miedo a su paisano, cambi¨® su juvenil galleguismo por un franquismo de correajes falangistas. Con ese disfraz daba sus clases en el instituto. No estaba c¨®modo. Pas¨® el tiempo, se quit¨® el miedo, el correaje y la camisa azul. Se fug¨® de su pasado y ganamos uno de nuestros mejores escritores, lejos de aquellos primeros ismos azules. Pasado franquista de muchos que despu¨¦s ser¨ªan otras cosas. Mainer nos lo recuerda recuperando una de las mejores novelas de Umbral, La leyenda del C¨¦sar visionario, que recuerda a Franco como "dictador de mesa camilla, merienda de chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte en una saleta que huele a merienda y a pistola".
Franco, tan poca cosa, tan cursi y tan cruel. Franco que se resiste a bajarse de su estatua, incluso a dejar en libre uso sus pedestales de anta?o. Franco con esa vocecita que no servir¨ªa ni para estar de sustituto de una chica del coro de la zarzuela Marina. Todo lo contrario de la voz de Bobby Deglan¨¦, el genial locutor de aquellas cabalgatas radiof¨®nicas de nuestra infancia franquista, a nuestro pesar. El creador de Carrusel deportivo. Crecimos escuchando a Deglan¨¦, pero siempre preferiremos a Pepe Domingo Casta?o, gallego sin franquismo, golfista y degustador de angulas cuando tiene que celebrar su Premio Ondas. Nada que ver con ese Deglan¨¦, gran locutor, s¨ª, pero de un oportunismo falangista / franquista que nos hace perder la sonrisa con la que le seguimos en aquellos tiempos de las tardes de la SER. El chileno fue el primero que, saltando barricadas, lleg¨® hasta los estudios de Uni¨®n Radio Madrid, para dar la mala nueva de que Madrid ya era franquista. Fue verdad. Ya hab¨ªan pasado. Aquellas aventuras, aquellas arengas, y otras menos s¨®rdidas, las present¨® el otro d¨ªa en forma de libro, Miguel ?ngel Nieto. Una hagiograf¨ªa que es sociol¨®gicamente, incluso sentimentalmente, interesante. Aunque nada, poco, se cuente de sus famosos excesos de macho con atributos que fueron toda una mitolog¨ªa. Ni se recuerde el cierre de las salitas privadas del C¨ªrculo de Bellas Artes, un espacio que fue lugar de pocas Artes y de muchos negocios carnales con pobre chicas que tuvieron que supervivir entre las golfer¨ªas, las dobles morales de aquellos franquistas de anta?o. Se enter¨® do?a Carmen Polo, que no ten¨ªa fisuras en su franquismo, y se acab¨® la diversi¨®n. Quiero decir que la juerga carnal de los franquistas del Bellas Artes tuvo que buscar otros refugios. Para eso, no para otros juegos prohibidos. As¨ª eran las cosas bajo la seriedad de las estatuas del dictador moralista. Estatuas de Franco, de todos los tama?os, en todas las poses, para todas las econom¨ªas se encuentran en algunos escaparates de comercios de recuerdos toledanos. Para nost¨¢lgicos de las estatuas. Para amantes del kitsch. No me gusta. No son para m¨ª ni en su tama?o jibarizado. Ni para una gracia as¨ª que hayan pasado treinta a?os. El ¨²nico consuelo es que ya nunca podr¨¢ ser un modelo del body art.
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