El Genocida de Camboya
Pol Pot asesin¨®, tortur¨® y extermin¨® a un tercio de la poblaci¨®n de Camboya. Al frente de los 'jemeres rojos' lider¨® un genocidio atroz. Quem¨® bibliotecas, aboli¨® las medicinas o incluso llevar gafas por considerarlas un s¨ªmbolo de intelectualidad? De 1976 a 1979 masacr¨® en los campos de la muerte a un pa¨ªs entero.
El 15 de abril de 1998, una noticia llegaba a las redacciones de los diarios: Pol Pot, el dictador camboyano, el antiguo l¨ªder de los jemeres rojos, el responsable de un genocidio que hab¨ªa acabado con uno de cada tres habitantes de Camboya, hab¨ªa muerto en un campamento cercano a la frontera tailandesa donde viv¨ªa en situaci¨®n de arresto domiciliario. Aquel teletipo fue recibido sin demasiado inter¨¦s: la muerte de Pol Pot hab¨ªa sido anunciada y desmentida tantas veces que no val¨ªa la pena levantar p¨¢ginas ni guardar columnas para ofrecerla en primicia. Pero los rumores se confirmaban: Pol Pot estaba muerto, y, para demostrarlo, los jemeres rojos exhibieron su cad¨¢ver ante un grupo de periodistas entre los que estaba el espa?ol Miguel Rovira.
Aquellos informadores fueron conducidos al campamento jemer en compa?¨ªa de una escolta militar de Tailandia, y caminaron por la selva a trav¨¦s de un pasillo formado por soldados con ametralladoras. Pero el viaje vali¨® la pena. Al llegar al destino fueron conducidos a una choza de madera. All¨ª, ante sus ojos, estaba el cuerpo marchito de uno de los m¨¢s terribles genocidas de un siglo que no estuvo falto de ellos. El cad¨¢ver de Pol Pot se encontraba tendido en la cama, cubierto s¨®lo a medias por una s¨¢bana de color indescifrable. Llevaba puesta una camisa y unos pantalones cortos, y estaba descalzo. Junto a su cabeza, alguien hab¨ªa colocado dos peque?os ramos de flores y un paipay. Las ¨²nicas pertenencias que conservaba eran unas latas de conservas, una bolsa de pl¨¢stico, un barre?o y una cesta de mimbre. Unos cuantos guerrilleros jemeres vigilaban el cad¨¢ver, y en una esquina de la caba?a que les hab¨ªa servido de vivienda, dos mujeres lloraban en silencio. Una era Sith, la hija adolescente del dictador. La otra, su segunda esposa, Mia Som, con la que llevaba una d¨¦cada casado en segundas nupcias mientras su primera mujer, Khieu Ponnary, se consum¨ªa recluida en un siniestro hospital psiqui¨¢trico de Pek¨ªn.
Fue Mia Som quien comunic¨® a los jemeres la noticia del fallecimiento de Pol Pot. Seg¨²n su esposa, muri¨® sin enterarse de que abandonaba el mundo en el que un d¨ªa hab¨ªa dejado m¨¢s de dos millones de cad¨¢veres. Oficialmente, la causa de la muerte fue un infarto, y as¨ª lo confirmaron los m¨¦dicos tailandeses que se desplazaron al campamento jemer para confirmar la muerte del genocida y comprobar escrupulosamente su identidad. Muchos, much¨ªsimos, se sintieron ofendidos por esa ¨²ltima burla del destino: el criminal, el asesino de ni?os y ancianos, hab¨ªa muerto dulcemente mientras dorm¨ªa, y justo cuando el presidente Bill Clinton estaba moviendo los hilos para trasladarle a un pa¨ªs donde pudiera ser juzgado por cr¨ªmenes contra la humanidad. S¨®lo unas semanas antes, The New York Times publicaba que las gestiones para la detenci¨®n de Pol Pot estaban muy avanzadas, y que incluso se barajaba su extradici¨®n a Canad¨¢. Pero la suerte hab¨ªa dispuesto las cosas de otra forma, y Pol Pot muri¨® en su cama por causas naturales. O quiz¨¢ no. Porque enseguida empez¨® a rumorearse que hab¨ªan sido los jemeres quienes hab¨ªan dado muerte a su antiguo l¨ªder, evitando as¨ª que fuese juzgado y condenado por un tribunal internacional.
Pol Pot se llamaba en realidad Saloth Sar y hab¨ªa nacido el 19 de mayo de 1928 en la localidad camboyana de Prek Sbauv, en el seno de una familia de campesinos acomodados. El peque?o Saloth fue enviado a un monasterio budista donde se educ¨® durante tres a?os, y era ya un adolescente cuando los monjes, al parecer no sin cierto embarazo, comunicaron a la familia que Saloth Sar no pod¨ªa seguir sus estudios en el centro. Le costaba estudiar, explicaron. Intelectualmente, el chico no daba para mucho. As¨ª que Saloth se traslad¨® a Phnom Penh, donde su hermano mayor ten¨ªa un buen puesto como funcionario en el palacio real junto al rey Monivong. Es en esta ¨¦poca cuando tiene lugar una historia que quiz¨¢ vaya a marcar para siempre el destino de Saloth Sar: una de sus hermanas, Sarouen, fue aceptada como integrante del cuerpo de baile de palacio, y no tard¨® en convertirse en concubina del rey. En la corte, Sarouen debi¨® sufrir continuos desprecios por su condici¨®n social, y Saloth, que viv¨ªa con ella, era testigo diario de la amargura de la joven. En el adolescente empez¨® a fraguarse un odio profundo hacia la clase dominante que se val¨ªa de su posici¨®n para humillar a los inferiores.
En 1949, reci¨¦n cumplidos los 21 a?os y gracias a los contactos de su hermano en el palacio, Saloth Sar recibi¨® una beca para estudiar radioelectricidad en Par¨ªs. All¨ª, el estudiante entr¨® en contacto con las teor¨ªas marxistas-leninistas. Su inter¨¦s por la pol¨ªtica desplaz¨® todo lo dem¨¢s, y junto a otros compatriotas fund¨® el C¨ªrculo de Estudios Comunistas. Fue en esta ¨¦poca cuando conoci¨® a la que ser¨ªa su primera esposa, Kieu Ponnary.
En 1953, Saloth perdi¨® su beca por no asistir a clase. Regres¨® a Camboya unos meses antes de que el pa¨ªs se independizara de Francia, en 1954. Durante un tiempo trabaj¨® como profesor de lengua y literatura francesa, pero su actividad principal era la que desarrollaba en el clandestino partido comunista. Segu¨ªa leyendo a los te¨®ricos del marxismo y reorganizando sus propias ideas con respecto a la propiedad privada, la lucha de clases y el veneno del capitalismo. Un viaje a China en 1965, donde pudo conocer de cerca el fen¨®meno de la revoluci¨®n cultural y los planes mao¨ªstas del "salto adelante", le convenci¨® de que algo as¨ª era posible tambi¨¦n en Camboya. Claro que los camboyanos perfeccionar¨ªan hasta el l¨ªmite el proyecto chino. Un ej¨¦rcito listo para iniciar la guerra de guerrillas al que se bautiz¨® como los jemeres rojos ser¨ªa el elemento fundamental para llevar Camboya al "a?o cero", en el que la historia del pa¨ªs empezar¨ªa a escribirse otra vez.
En 1970, y con el apoyo de Estados Unidos, el general Lon Nol se hace con el poder en Camboya mediante un golpe de Estado, descabalgando del poder al pr¨ªncipe Sihanouk. Los jemeres rojos ten¨ªan ya un nuevo enemigo al que enfrentarse. La guerra de los jemeres rojos se prolong¨® hasta abril de 1975, cuando los rebeldes llegaron a la capital del pa¨ªs. Mientras, el general Nol sal¨ªa de Camboya con un mill¨®n de d¨®lares en la maleta y cierta sensaci¨®n de alivio. A partir de ahora, debi¨® pensar, que se las compongan como puedan.
El 16 de abril de 1975, cuando las tropas rebeldes entraron en Phnom Penh, la capital de Camboya viv¨ªa suspendida en un remedo de prosperidad. A pesar de la guerra, la clase media era capaz de mantener un aceptable nivel de vida. Phnom Penh no era la Arcadia, pero s¨ª una ciudad relativamente moderna, que conservaba muchos resabios afrancesados de la ¨¦poca de la colonizaci¨®n, y cuyos puestos callejeros ofrec¨ªan tanto ca?a de az¨²car y grillos tostados como crepes y cruasanes rellenos. ?sa fue la ciudad que abandonaron las legaciones diplom¨¢ticas al grito de "S¨¢lvese quien pueda". ?sa fue la ciudad que encontraron los jemeres rojos cuando llegaron con su indumentaria de camisa y pantal¨®n negros y pa?uelo de cuadros negros y rojos. Y ¨¦sa fue la ciudad que ordenaron desalojar en cuesti¨®n de horas.
Los habitantes de Phnom Penh se hab¨ªan lanzado a las calles para celebrar el fin de la guerra cuando los soldados les informaron de que hab¨ªa orden de evacuaci¨®n para todos los ciudadanos. A algunos les dijeron que la capital iba a ser bombardeada por los americanos, y por eso se les trasladaba al campo. "Ser¨¢ s¨®lo unos d¨ªas", aseguraban. Pero hab¨ªa algo raro en aquel desalojo, en aquel ¨¦xodo a la fuerza de dos millones de personas que recibieron instrucciones de hacer el camino a pie o en carro de bueyes. Todo el mundo tuvo que marcharse, incluso los ancianos y los enfermos. Muy pronto empezaron a aparecer en las cunetas los cad¨¢veres de aquellos que no resist¨ªan la marcha a pie. El horror no hab¨ªa hecho m¨¢s que empezar.
En la sombra, Saloth Sar y sus ac¨®litos mov¨ªan los hilos de un plan demencial. Hab¨ªa cambiado su nombre por el de Pol Pot, proclamado el nacimiento de la Kampuchea Democr¨¢tica y declarado el inicio del "a?o cero", en el que la historia del pa¨ªs empezar¨ªa a reescribirse. Hab¨ªa que eliminar todos los vestigios del detestable pasado capitalista. Los veh¨ªculos a motor se destruyeron, y el carro de mulas fue nombrado medio de transporte nacional. Se quemaron bibliotecas y f¨¢bricas de todo tipo, y se prohibi¨® el uso de medicamentos: Kampuchea estaba en condiciones de reinventar todas las medicinas necesarias para sus ciudadanos echando mano de la sabidur¨ªa popular. Porque s¨®lo los campesinos permanec¨ªan a salvo de la peste capitalista y burguesa que contaminaba el pa¨ªs. ?sos eran los ciudadanos ejemplares. El resto, un peligroso despojo de tiempos pasados que hab¨ªa que reeducar o eliminar. Y eso fue lo primero que Pol Pot orden¨®: que se acabara con todos los elementos subversivos que pod¨ªan considerarse un lastre para el pa¨ªs. Durante d¨ªas se ejecut¨® a altos funcionarios y a militares. Luego, a profesores, a abogados, a m¨¦dicos. Despu¨¦s, a aquellos que sab¨ªan un segundo idioma. Finalmente, se asesin¨® a todos los que llevaban gafas, pues los lentes eran s¨ªntoma de veleidad intelectual.
Muchas de las ejecuciones se llevaron a cabo en el campo de Toul Sleng, a unos dos kil¨®metros de la capital. Las torturas all¨ª practicadas convierten al doctor Mengele en un simple aficionado a la sevicia. Nos ahorraremos detalles, pero como prueba del sadismo de los carceleros baste decir que, nada m¨¢s entrar en el campo, a todos los internos se les arrancaban las u?as de las manos. Despu¨¦s vendr¨ªan otras vejaciones durante interrogatorios interminables. Para acabar con aquellas sesiones de dolor en estado puro, los sospechosos ten¨ªan que reconocer sus relaciones bien con el KGB, bien con la CIA, bien con la ¨¦lite pol¨ªtica del general Nol. Aquellos desdichados s¨®lo quer¨ªan que cesaran las atrocidades y llegase para ellos una ejecuci¨®n r¨¢pida, as¨ª que admit¨ªan las m¨¢s insospechadas majader¨ªas con el ¨²nico fin de recibir el liberador disparo en la nuca. En Toul Sleng fueron ejecutados m¨¢s de 20.000 prisioneros. S¨®lo siete personas salieron con vida de aquel campo de exterminio. Hoy, al visitar el museo del horror donde estuvo la c¨¢rcel, no podemos evitar un estremecimiento al contemplar las fotograf¨ªas de los torturadores: adolescentes de mirada perdida, ni?os grandes que no hab¨ªan cumplido los veinte a?os y se entregaban como bestias a las labores de infligir dolor.
Todos los ciudadanos de Camboya que no pertenec¨ªan a la guerrilla fueron convertidos en campesinos y obligados a trabajar en los campos de arroz en jornadas de 12 y 14 horas. Las ciudades quedaron despobladas, y en las aldeas se organiz¨® una forma de vida muy particular, con familias separadas, comedores colectivos y sesiones de reeducaci¨®n en las cuales se hablaba del Angkar como responsable ¨²ltimo del bienestar y el progreso del pa¨ªs. El concepto de Angkar era completamente abstracto. El Angkar era el partido, el sistema, el gran hermano. Pol Pot segu¨ªa siendo una figura en la sombra, de la que s¨®lo empez¨® a hablarse dos a?os despu¨¦s de la proclamaci¨®n del a?o cero.
La vida se volvi¨® un infierno. La propiedad privada se suprimi¨® de manera dr¨¢stica. Nadie ten¨ªa nada. Incluso la ropa (el pijama negro y el pa?uelo de los jemeres) era propiedad del Angkar. La comida se suministraba en los refectorios, y poseer una olla se consideraba un delito. Muchos no soportaban la escasez de alimentos y las jornadas en los arrozales, y mor¨ªan de agotamiento y de hambre. Los hijos perdieron a sus padres; los padres, a sus hijos. Mostrar dolor por la muerte de un familiar tambi¨¦n estaba penado: era un s¨ªntoma de debilidad. Las raciones de comida eran tan miserables que hubo casos de canibalismo. Se regularon incluso las relaciones sexuales (que s¨®lo pod¨ªan mantenerse con fines reproductivos) y se oblig¨® a los j¨®venes a casarse para traer al mundo a nuevos ciudadanos de Kampuchea. Incluso se estableci¨® que cada ciudadano deb¨ªa producir dos litros de orina diarios, que cada ma?ana deb¨ªan ser entregados al jefe de la aldea para fabricar abonos.
Los ni?os, cuyas mentes no estaban contaminadas por el pasado capitalista, fueron sometidos a un lavado de cerebro: el partido velaba por ellos, y los traidores al Angkar eran merecedores de los peores castigos. Despojados de la capacidad de sentir por aquel entrenamiento b¨¢rbaro, cr¨ªos de diez a?os acababan denunciando a sus propios padres por robar comida, y aplicando sanciones a los que infring¨ªan las normas de conducta. Se cre¨® una raza de criaturas alienadas y violentas, capaces de rebanar el pescuezo a quien fuese capaz de traicionar a Pol Pot robando una fruta o un pu?ado de arroz crudo. Ni?os y ni?as de ocho a?os fueron entrenados en el arte de la lucha contra los llamados youns: los extranjeros, culpables de buena parte de los males que hab¨ªan sacudido al pa¨ªs en el pasado.
Pol Pot y los jemeres rojos estuvieron en el poder 44 meses. El 7 de enero de 1979, la intervenci¨®n militar vietnamita oblig¨® al tirano a salir del pa¨ªs y poner fin al genocidio. No hay cifras exactas de cu¨¢ntas personas murieron bajo el terror rojo, pero se sabe que m¨¢s de dos millones perdieron la vida ejecutados o en los campos de la muerte: un tercio de la poblaci¨®n del pa¨ªs. El ansia de exterminio de Pol Pot lleg¨® a extremos inconcebibles. Al saber que algunos camboyanos hab¨ªan conseguido huir a Tailandia, mand¨® sembrar en las fronteras 10 millones de minas para detener a los pr¨®fugos.
La pel¨ªcula de Roland Joffe Los gritos del silencio brind¨® en 1984 un estremecedor retrato de la situaci¨®n en Camboya durante la dictadura de Pol Pot a trav¨¦s de la historia real de un periodista, Dieth Pran, confinado en un campo de trabajo. Su papel fue interpretado por el doctor Haing S. Ngor, refugiado camboyano y v¨ªctima tambi¨¦n de la represi¨®n polpotista. Al recoger el oscar con que la Academia premi¨® su trabajo, declar¨®: "Una pel¨ªcula no basta para describir el sangriento golpe comunista de Camboya. Es real, pero no es realmente suficiente. Es cruel, pero no es suficientemente cruel".
Cuando la pesadilla termin¨®, Camboya tuvo que admitir su condici¨®n de pa¨ªs arrasado material, cient¨ªfica y tecnol¨®gicamente, pero tambi¨¦n humanamente. De los m¨¢s de 500 m¨¦dicos con los que contaba en 1975, s¨®lo 54 hab¨ªan sobrevivido a la masacre de los esbirros de Pol Pot. Tampoco hab¨ªa profesores, ni ingenieros, ni funcionarios cualificados. Por no haber, no hab¨ªa ni deportistas: Camboya renunci¨® a su participaci¨®n en los Juegos Ol¨ªmpicos de Montreal en 1976 y de Mosc¨² en 1980. Todos los atletas de los equipos nacionales hab¨ªan sido exterminados. Practicar deporte tambi¨¦n era una ocupaci¨®n burguesa en la Kampuchea de Pol Pot.
Quien viaje a Camboya y tenga un m¨ªnimo inter¨¦s en contactar con los camboyanos, descubrir¨¢ que pr¨¢cticamente todas las familias del pa¨ªs fueron destrozadas por Pol Pot. Es algo tan habitual que cualquiera habla sin reparos de su situaci¨®n: "Mataron a mis padres, a mis t¨ªos y a mis dos hermanos mayores"; "S¨®lo sobrevivimos mi padre y yo"; "Me qued¨¦ solo y me recogieron unos primos de mi madre". El pa¨ªs est¨¢ sembrado de recuerdos de la desdicha, y no hay una sola persona que no pueda contar la suya. La tragedia colectiva del pa¨ªs est¨¢ ah¨ª, sostenida por miles, millones de dramas individuales. Quiz¨¢ por eso, desde mediados de los ochenta se instaur¨® una fecha terrible: el D¨ªa Nacional del Odio. Se celebra el 20 de enero en el campo de tortura de Tuol Ulong. Luego, ¨ªntimamente, cada camboyano honrar¨¢ a su modo a los parientes asesinados y descargar¨¢ su alma con insultos y maldiciones al tirano que torci¨® el rumbo de todo un pa¨ªs.
Siete a?os despu¨¦s de su muerte, puede decirse que nadie ha conseguido hacer un retrato completo de Pol Pot, ni siquiera entender del todo c¨®mo pudo dirigir un genocidio de su propio pueblo. Al parecer, no ten¨ªa una personalidad subyugante ni arrolladora, no era un l¨ªder carism¨¢tico ni un prodigio de inteligencia. Su fuerza parec¨ªa residir en su capacidad de odiar. De d¨®nde viene esa misantrop¨ªa, es dif¨ªcil saberlo. Quiz¨¢ arranc¨® de su pasado campesino, de su conciencia de inferior, del recuerdo de su hermana despreciada por los superiores en la escala social. Su frase favorita era: "El que protesta es un enemigo; el que se opone, un cad¨¢ver".
Pol Pot nunca se arrepinti¨® de sus cr¨ªmenes. Su esposa asegur¨® que hab¨ªa muerto feliz y satisfecho con su vida, y en una entrevista con la revista Far East Economic Review (la ¨²nica que concedi¨® en 19 a?os) afirmaba que hablar de millones de muertos era una exageraci¨®n. "Tengo la conciencia tranquila", a?adi¨®. Se equivocan quienes piensan que la llegada de la vejez sirve a todo el mundo para recapitular. Los monstruos no lo hacen. Quiz¨¢ porque los monstruos, como los tiranos, no tienen edad.
Siguiendo la tradici¨®n camboyana, el cuerpo de Pol Pot fue incinerado. El tiempo, el calor y la humedad de la jungla hab¨ªan empezado a descomponer el cad¨¢ver cuando se le traslad¨® a una pira funeraria que bien poco aportaba al escenario de una ceremonia solemne: como material de combusti¨®n se usaron unos cuantos muebles viejos, neum¨¢ticos usados y una colchoneta. Los despojos del asesino desaparecieron en medio del olor nauseabundo de la goma quemada y de una espesa humareda negra.
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