En bandeja
El gusto de Caravaggio por la decapitaci¨®n como tema pict¨®rico es f¨¢cil de comprobar si observamos su predilecci¨®n por los motivos b¨ªblicos de Judith y Holofernes o de David y Goliath, los cuales, junto al de Salom¨¦ y san Juan Bautista, conforman el gran tri¨¢ngulo de la degollaci¨®n en la pintura europea. El arte barroco expres¨® repetidamente su fascinaci¨®n por las cabezas cortadas, magnetismo que heredaron luego con entusiasmo el romanticismo y el simbolismo.
Con todo, es dif¨ªcil encontrar un caso equiparable al de Caravaggio, en el que la proporci¨®n de decapitaciones es muy elevada con relaci¨®n al n¨²mero total de obras. Su historia favorita es la de David y Goliath, y dentro de esta historia su personaje favorito es el del gigante abatido y degollado por su joven oponente. En consecuencia, Caravaggio no duda en ceder sus facciones al decapitado y se autorretrata como Goliath en varias ocasiones.
Es una elecci¨®n muy significativa. De entrada Caravaggio invierte el juego de identificaciones que hab¨ªa adquirido prestigio en el arte renacentista. Tres de los mayores escultores del Renacimiento, Donatello, Verrocchio y Miguel ?ngel, hab¨ªan recurrido al mismo relato b¨ªblico, pero concentr¨¢ndose siempre en la figura de David. Goliath, el vencido, era un fragmento que serv¨ªa de apoyo a la grandeza del vencedor. Es cierto, no obstante, que Caravaggio, como cualquier espectador de las famosas esculturas, pod¨ªa contemplar la radical diferencia de composici¨®n entre el enfoque de Donatello y Verrocchio y el de Miguel ?ngel. Los David de Donatello y, sobre todo, de Verrocchio son muchachos guerreros, casi efebos, que se manifiestan con la laxitud posterior al combate. En ellos la gracia prevalece sobre la dignidad.
El David de Miguel ?ngel, por el contrario, tan gigantesco que parece haberle arrebatado el cuerpo a su oponente, es un combatiente representado en el instante inmediatamente anterior a la lucha. Frente a la relajaci¨®n de las im¨¢genes de Donatello y Verrocchio, el tercer gran David de la escultura renacentista asume toda la energ¨ªa y tensi¨®n de quien se enfrenta al momento decisivo. El propio Miguel ?ngel explic¨® que esta actitud, tan distinta a la elegida por sus predecesores, se deb¨ªa al hecho de que su David asum¨ªa el simbolismo del artista en su combate con la materia. Para Miguel ?ngel, que parad¨®jicamente ten¨ªa una concepci¨®n extremadamente espiritual del arte, la pelea del artista -fundamentalmente del escultor- era f¨ªsica, violenta, sensorial en su tarea de rescatar la forma divina que se hallaba aprisionada en la piedra. De ah¨ª que, como David, debiera permanecer concentrado, vigilante.
D¨¦cadas despu¨¦s, cuando el viejo y atormentado Miguel ?ngel ha perdido toda esperanza en la posibilidad de aproximarse a Dios a trav¨¦s del arte, su simbolog¨ªa del artista cambiar¨¢ radicalmente, un giro cuya mejor traducci¨®n pict¨®rica es el paso del G¨¦nesis al Juicio Final en la Capilla Sixtina. En este ¨²ltimo Miguel ?ngel recurre a una imagen m¨¢s cruel y pat¨¦tica que la misma decapitaci¨®n cuando se retrata en el pellejo de san Bartolom¨¦, uno de los gestos m¨¢s duros de la historia del arte por parte del artista m¨¢s ensalzado que haya existido.
Caravaggio aprendi¨® mucho de Miguel ?ngel. Es dif¨ªcil no reconocer en la maravillosa anatom¨ªa caravaggiesca la presencia inmediata del tratamiento de la figura humana realizado por el postrer Miguel ?ngel, singularmente el del Juicio Final. Sin embargo, hay algo m¨¢s profundo que une a ambos artistas y que se convierte en un legado para el arte posterior: el sentido del sacrificio. El encumbramiento del artista, reivindicado por el Renacimiento, exige el sim¨¦trico sacrificio del artista.
Esta simetr¨ªa se deduce con notable nitidez al observar la lenta gestaci¨®n del autorretrato en la pintura renacentista. Tras los balbuceos iniciales, cuando los pintores s¨®lo se atreven a reflejarse con retratos indirectos y camuflados, el surgimiento franco del autor oscila entre la reivindicaci¨®n de una autoridad moral sin precedentes y la atormentada necesidad del sacrificio. El rostro de Miguel ?ngel en el pellejo de san Bartolom¨¦ es una brutal expresi¨®n de esta necesidad, y en el otro extremo, los autorretratos de Durero revestido con el aura de un cristo mayest¨¢tico nos conducir¨¢n a la casi megal¨®mana nueva dignidad del artista.
Evidentemente, Caravaggio est¨¢ mucho m¨¢s cerca de la atribulada sensualidad que de la aristocr¨¢tica seguridad de Durero. Esa luz que surge del interior de sus cuerpos, in¨¦dita hasta entonces en la pintura, se enfrenta a la tiniebla exterior en uno de los juegos m¨¢s tensos que haya concebido el arte. La exaltaci¨®n de los sentidos es obligadamente desgarradora y tr¨¢gica. Y en ese atrevimiento tiene coherencia servir en bandeja la cabeza del artista, el gigante degollado.
Como no podr¨ªa ser de otro modo, el ejemplo de Caravaggio ha tenido numerosos seguidores, de manera que podr¨ªa escribirse una Peque?a historia de la pintura de la decapitaci¨®n. Entre los modernos, me quedo con un cuadro de James Ensor, Los cocineros peligrosos, pintado en 1886, en el que el artista ofrece en bandeja su cabeza cortada, lista para ser servida en el banquete de los mercaderes y los cr¨ªticos.
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