Oliv¨¢cea
He recogido olivas con las manos. ?sta, desde luego, no es una afirmaci¨®n del tipo "Vosaltres no sabeu qu¨¨ ¨¦s guardar fusta al moll". Todo lo contrario. Lo he hecho por placer: o sea, estaba en mi mano decidir cu¨¢ndo ten¨ªa bastante. Es imprescindible recogerlas con las manos. No vale varearlas, como si merecieran castigo. Ni tampoco el peine siniestro, de p¨²as met¨¢licas. Ni las temibles aplaudidoras, que infectan el campo de ruido y gases, y que merecer¨ªan probarse en la cara de su inventor. Recoger olivas con las manos es adictivo. Despu¨¦s de la interrupci¨®n del trabajo por el hambre o el sue?o uno se siente acosado por una rara hambre de olivas. Una cierta desaz¨®n. Se alegra de que la ventana anuncie que ya clarea para volver al campo, debajo de los ¨¢rboles, y tener otra vez las manos ocupadas y llenas. Uno se viste casi con alborozo, y el humor es excelente. Recorre las habitaciones despertando a la cuadrilla, generalmente tocada del mismo mal. El desayuno es r¨¢pido y fuerte, sin maceraciones. Uno sale al campo segregando saliva en busca del placer.
Recoger olivas con las manos es adictivo. Tras la pausa del trabajo por el hambre o el sue?o, uno se siente acosado por una rara hambre de olivas
No s¨¦ qu¨¦ es, naturalmente. Para los hombres que se pasan los d¨ªas escribiendo, es decir, sin nada que llevarse a las manos, puede tratarse de la reparaci¨®n de una carencia. Y aunque es cierto que las actividades vol¨¢tiles exigen de vez en cuando tocar, tocar a fondo algo que no sea una tecla (un deseo muy parecido al que irrumpe cuando uno lleva demasiados d¨ªas sin comer carne: y el diente feroz exige con Marvin Harris su sangre), s¨¦ que en el gesto de bajar las olivas hay algo m¨¢s. Me incomoda mucho encararme con este tipo de asuntos en p¨²blico, pero los olivos son ¨¢rboles extraordinariamente bellos. Y a veces las circunstancias a¨²n permiten una afinaci¨®n mayor. Algunas ma?anas, temprano, en plena recogida, puede verse sobre la misma hoja diminuta polvo, niebla y escarcha, y no es f¨¢cil pasar insensiblemente entre estas aglomeraciones. Mi compadre Michael Onfray, autor de un espl¨¦ndido y pedag¨®gico Tractat d'ateologia (Edicions de 1984), ha visto a Dios en el desierto mauritano, en las mezquitas de Bengazi o de Tr¨ªpoli, en las sinagogas de Venecia, delante de la Macarena, en Sevilla, y en las iglesias ortodoxas de Mosc¨². Y en Bak¨², en La Habana y en Lascaux. Yo lo he visto s¨®lo una vez: en los cajones donde se apilan las primeras olivas del a?o, cada una de un color distinto entre el rojo de vino y el verde de aceite. Como ¨¢tomos, postrado.
Esta es la gran ¨¦poca, cuando ya han descargado los primeros fr¨ªos y el fruto se ha contra¨ªdo y ha eliminado el exceso de agua. Llegan ya los primeros aceites, que para mi gusto siempre son los mejores. Despu¨¦s de muchos a?os de desolador desprecio, de derroche cooperativo y a granel, los espa?oles empiezan a tratar su aceite con cuidado. Se est¨¢ lejos de las pr¨¢cticas vin¨ªcolas. A¨²n no hay pagos de olivares, s¨®lo se tiene en cuenta, grosso modo, los grados diversos de maduraci¨®n, muy lentamente se empieza a distinguir entre el fruto de los ¨¢rboles j¨®venes y el de los viejos, y los coupages son raros y dif¨ªciles. El aceite a¨²n est¨¢ en pleno proceso de particularizaci¨®n. Pero acabaremos bebi¨¦ndolo en copa. No s¨®lo para catarlo.
Un aspecto importante en este proceso son los comercios. En Barcelona acaban de abrir una tienda monogr¨¢fica, Oro L¨ªquido, en el barrio viejo. He visto tiendas similares en Madrid y en Par¨ªs, pero creo que es la primera que se abre en la ciudad. A¨²n vacilante, pero ya con algunas maravillas reci¨¦n tra¨ªdas. La primera, tal vez, ese monovarietal de lech¨ªn que han sacado del desierto de Tabernas. O las dos arbequinas, de Les Garrigues y de Siurana: aprender a distinguirlas es un acto de patriotismo de una l¨²brica pureza. Y este Thuelma de Sierra M¨¢gina, grave y amargo como un pretor. Les faltan, en cambio, los extraordinarios aceites de Fuente de Piedra, en M¨¢laga. Su pico lim¨®n es el mejor para los tomates que conozco y su vidue?a, una rareza que pronto dejar¨¢ de serlo. La selecci¨®n de los extranjeros es meramente testimonial. Es muy dif¨ªcil, por ejemplo, comprar en Espa?a buenos aceites italianos. A¨²n impera aqu¨ª este orgullo regurgitado: "?Aceite italiano...?, vamos hombre, si lo hacen con los nuestros y luego le ponen el dise?o..." Pero no est¨¢ lejos el d¨ªa en que se le pregunte a una dama, incluso catalana, "?Y usted qu¨¦ se pone para dormir?", y conteste que unas gotas de Comincioli, mejor casaliva, del lago di Garda.
Sobre aceites, y sobre el acto de vivir, hay un libro muy bien escrito y muy envidiado. La aceituna, de Mort Rosenblum. Empieza as¨ª: "Para mucha gente, una aceituna no es m¨¢s que un humilde bulto en el fondo de un Martini". Y entre sus muchas citas est¨¢ la de Jean Giono, el inventor de la Provenza: "El campo de olivos es como una biblioteca donde uno va a olvidar la vida o a comprenderla mejor. En ciertos pueblos... donde no existe m¨¢s distracci¨®n que la soledad, los hombres van a los olivos el domingo por la ma?ana, de la misma manera que las mujeres van a misa". Me acuerdo siempre, en estas ma?anas de invierno, de esos hombres y de su salvedad.
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