?Qui¨¦n es el fascista?
Hoy hablamos de cosas simples, archisabidas, pero que conviene recordar en momentos de encono y en momentos de hostigamientos tan estrepitosos como los que estamos viviendo. "La forma que en pol¨ªtica ha representado la m¨¢s alta voluntad de convivencia es la democracia liberal", dec¨ªa Jos¨¦ Ortega y Gasset en un p¨¢rrafo memorable de La rebeli¨®n de las masas. Vale decir, la forma m¨¢s sofisticada, la t¨¦cnica m¨¢s compleja de funcionamiento social es el sistema democr¨¢tico porque hace convivir a los diferentes, a los que piensan distinto, a los que se contrar¨ªan. Lejos de eliminar las tensiones, la democracia liberal reconoce los conflictos, conflictos de intereses o de opini¨®n, y les da un cauce de expresi¨®n.
"Ella lleva al extremo la resoluci¨®n de contar con el pr¨®jimo y es prototipo de la 'acci¨®n indirecta'...", a?ad¨ªa Ortega. Contar con el pr¨®jimo, pero no porque piensa igual que nosotros, sino porque sostiene cosas diferentes, porque sus juicios, por muy equivocados que puedan estar, expresan puntos de vista que ser¨ªa una p¨¦rdida eliminar. La mentira, por ejemplo, hay que combatirla con los instrumentos del Estado de Derecho, no dejarla pasar. No podemos quedar indiferentes ante las manipulaciones, ante la perversi¨®n de la opini¨®n, ante el mangoneo ideol¨®gico, si esos embustes deterioran la convivencia p¨²blica o hacen defensa de la violencia. Hay mentiras que sin proclamar el uso de la violencia favorecen la irritaci¨®n general, el mal estado de los ciudadanos. ?Qu¨¦ hacer?
"El liberalismo es el principio de derecho pol¨ªtico seg¨²n el cual el Poder p¨²blico, no obstante ser omnipotente, se limita a s¨ª mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que ¨¦l impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como ¨¦l, es decir, como los m¨¢s fuertes, como la mayor¨ªa", insist¨ªa Ortega. Resulta dif¨ªcil esta autolimitaci¨®n, entre otras cosas porque los recursos institucionales o represivos de ese Estado podr¨ªan aplicarse con gran eficacia para acallar a quienes incordian o molestan y no s¨®lo a quienes amenazan o mienten con el af¨¢n de destruir. Es decir, entre la inacci¨®n (el todo vale en virtud de la libertad de expresi¨®n) y el intervencionismo que fiscaliza, controla, limita, persigue a poca disensi¨®n que haya, s¨®lo hay un trecho corto y la tendencia de los poderes es usar aquello que m¨¢s a mano tienen: la represi¨®n. Por eso, a?ade Ortega, la democracia liberal es un marco en el que se hace expl¨ªcita "la suprema generosidad". En ella se pregona "el derecho que la mayor¨ªa otorga a las minor¨ªas y es, por tanto, el m¨¢s noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisi¨®n de convivir con el enemigo; m¨¢s a¨²n, con el enemigo d¨¦bil". La generosidad suprema no es la que se da con el igual o con el af¨ªn, con el adherente o con el pr¨®ximo, sino con el distante, con aquel con quien no nos une o no compartimos casi nada. Pero esa generosidad ante el enemigo, la que dispensa la mayor¨ªa a la minor¨ªa, la que permite la supervivencia, la que se fundamenta en la negociaci¨®n, no proclama el di¨¢logo con quien no respeta las bases m¨ªnimas de esa convivencia, con quien niega legitimidad a quien quiere dialogar precisamente. No podemos hablar con quien no quiere hablar, pero hay que parlamentar con quien parece estar dispuesto a dejar de hostigarnos brutalmente. Ha de dar pruebas suficientes y sobradas de que es posible el di¨¢logo, pero si por nuestra parte nos cerramos enteramente (por principios, por convicci¨®n, por fundamento) a iniciar ese parlamento, entonces agigantamos a¨²n m¨¢s el abismo que nos separa.
Seg¨²n admite Ortega inmediatamente, "era inveros¨ªmil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan parad¨®jica, tan elegante, tan acrob¨¢tica, tan antinatural" como es la democracia liberal. Aceptar la pluralidad de intereses, admitir la legitimidad de los conflictos y de las opiniones diversas es un logro civilizado, lo que no significa que esos juicios que nos son contrarios debamos aceptarlos sin m¨¢s para callar los nuestros. Lo bonito de la democracia liberal es dar visibilidad legal a esos conflictos y sobre todo excluir la violencia. ?Y qu¨¦ es lo civilizado? "La barbarie es ausencia de normas y de posible apelaci¨®n. El m¨¢s o menos cultura se mide por la mayor o menor precisi¨®n de las normas". En efecto, se mide por la densidad normativa de la sociedad y del sistema pol¨ªtico. Eso no quiere decir que el Estado deba regularlo todo, sino que debe crear un espacio jur¨ªdico en el que no haya lugar a la improvisaci¨®n o a la arbitrariedad, un ¨¢mbito o dominio en el que todos sepan a qu¨¦ atenerse y en el que la vulneraci¨®n de esas normas bien fijadas y claras tenga respuesta institucional prevista.
La violencia, pues se reduce a ultima ratio. M¨¢s a¨²n, la violencia (incluso la violencia verbal) como principal recurso es la ant¨ªtesis de la civilizaci¨®n y eso lo hemos conocido bien en Europa, en la Europa tan satisfecha de su civilizaci¨®n y que ella misma ha arruinado en diferentes ocasiones. Hacia los a?os veinte y treinta, dec¨ªa Ortega, aparece en el Viejo Continente "un tipo de hombre que 'no quiere dar razones ni quiere tener raz¨®n', sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones". Ese hombre violento, intoxicado con su propia agresividad verbal, ese hombre que impone sus opiniones sin razonar, sin argumentar y, sobre todo, sin atender a la supervivencia del contrario, sin respetar a las personas que piensan distinto, se encarna especialmente en la figura del fascista.
El fascista es alguien que tiene un acusado sentimiento de crisis, alguien que cree en el declive imparable de su patria; alguien que hace de la naci¨®n su hip¨®stasis y su primac¨ªa; alguien que se juzga como v¨ªctima de una injuria inextinguible; alguien que ve enemigos por todas partes, extranjeros llenos de doblez o nacionales que abdican; alguien que predica una integraci¨®n m¨¢s firme y m¨¢s estrecha en la comunidad a la que hay que rendir tributo; alguien que deplora las formas suaves del gobernante negociador, justamente porque valora la superioridad de un liderazgo fuerte, incluso instintivo; alguien que basa su empe?o en la voluntad. Para que el fascista triunfe necesita un partido y hoy, felizmente, no hay organizaciones que tengan la presencia y la fortaleza suficientes como para hacer peligrar el vigor de la democracia liberal. Pero no nos enga?emos, pues ciertas propensiones de la conducta p¨²blica entre periodistas y pol¨ªticos reproducen h¨¢bitos del pasado que los fascistas encarnaron como nadie: el estr¨¦pito verbal, la chuler¨ªa arrogante, la violencia expresiva, el grito, la descalificaci¨®n, la deslegitimaci¨®n, el desgarro y el victimismo, la suspicacia. ?Hasta cu¨¢ndo?
Regresemos a lo dicho por Ortega, cosas archisabidas -insisto- que hasta da rubor tener que recordarlas. "Tr¨¢mites, normas, cortes¨ªa, usos intermediarios, justicia, raz¨®n (...). Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia". Y "civilizaci¨®n es, antes que nada, voluntad de convivencia". Pues eso.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universitat de Val¨¨ncia.
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