Aventura con camellos
?sta es una historia de camellos en la noche, aunque no tiene nada que ver con los Reyes.
"No puedes admirar a las estrellas, ya que su naturaleza es s¨®lo de fuego y barro", escribi¨® Lawrence de Arabia a prop¨®sito de los h¨¦roes. "Muchas veces, saber el verdadero motivo o disposici¨®n para el hero¨ªsmo consiste en hacerlo accidental, involuntario o instintivo". Por esas consideraciones y por reconocer que los intestinos le fallaban cuando estaba asustado yo le aprecio a¨²n m¨¢s. Leyendo sus cartas, de las que Malcom Brown acaba de editar una voluminosa compilaci¨®n (Lawrence of Arabia, The selected letters, Little Books, 2005), he sabido que apoy¨® al diputado laborista Ernest Thurtle en su campa?a contra la pena de muerte en tiempos de guerra por cobard¨ªa y deserci¨®n. "Un hombre que puede huir es una Cruz Victoria en potencia", escribi¨® Lawrence a Thurtle en 1929; algo con lo que uno no puede estar m¨¢s de acuerdo.
De Londres a El Cairo, bajo la luminosa sombra de Lawrence de Arabia
A la vista de esta sutil l¨ªnea de identificaci¨®n con Lawrence, no he podido dejar de visitar la exposici¨®n que le ha consagrado el Imperial War Museum de Londres (abierta hasta el 17 de abril; siete libras). Recorr¨ª emocionado los testimonios de la infancia de Lawrence, el mech¨®n del ni?o Ned, sus anhelos de juventud. Admir¨¦ la famosa daga -que vendi¨® en 1923 para pagar reparaciones en su espartano cottage de Clouds Hill-, su silla de camello, el mapa del terrible Nefudh, las banderas que un d¨ªa ondearon agitadas por el poderoso viento del desierto, los ra¨ªles de Hijaz dinamitados, los desoladores retratos en Karachi, la motocicleta en la que se mat¨®... Sal¨ª de la exposici¨®n desarbolado emocionalmente.
Cuando recuper¨¦ el control me encontr¨¦ cara a cara con el rostro de Jeddah, la camella favorita de Lawrence -con permiso de la excelente Wodheida, "bestia de gran sensatez"; de la malhadada Naama, y de la silvestre Baha, a la que le hab¨ªan traspasado el hocico con un disparo y balaba raro-. Cre¨ª desvariar, pero era un estudio para una estatua del personaje a lomos del bicho.
Volv¨ª a ver un rostro id¨¦ntico, de poderoso belfo, varias semanas despu¨¦s en un escenario muy distinto. Era de noche en El Cairo, junto a las pir¨¢mides, y la camella la montaba el dramaturgo Josep Maria Benet i Jornet, Papitu, a la saz¨®n con peor cara que Farraj -el ageyl malherido al que Lawrence remat¨® piadosamente de un tiro-, pues padec¨ªa diarrea. Rodeados por un grupo de ¨¢rabes enfadados, nos encontr¨¢bamos en una situaci¨®n dif¨ªcil, incluso peligrosa...
La velada hab¨ªa empezado a lo El paciente ingl¨¦s en el Mena House con una cena de todo el grupo de amigos de Terenci Moix desplazados a Egipto para dispersar sus cenizas. Luego caminamos hasta el per¨ªmetro exterior del ¨¢rea arqueol¨®gica de Giza para ver las pir¨¢mides iluminadas bajo la luna. Seducida por el ambiente y repentinamente pose¨ªda por el travieso esp¨ªritu de Terenci, In¨¦s, su secretaria y amiga, se entusiasm¨® con la idea de una cabalgada en camello entre los monumentos que le propuso un turbio individuo surgido de las sombras. El resto de la expedici¨®n se abri¨® discretamente y yo me encontr¨¦ solo con la entusiasta, el ¨¢rabe y el dramaturgo, que tambi¨¦n se apunt¨® a la aventura. Trat¨¦ de disuadirlos, porque todo aquello me daba muy mala espina, y era il¨ªcito (las autoridades han prohibido el tr¨¢nsito nocturno de turistas por la zona arqueol¨®gica, que no es un sitio seguro a esas horas). Pero no hubo manera. Aparecieron camellos y gu¨ªas velados en la oscuridad. Y vi con alarma partir a mis amigos. El fact¨®tum de la prohibida camellada, un tipo correoso y malcarado con aspecto de saquear mastabas de manera habitual, hab¨ªa tratado de convencerme obstinadamente para que me uniera a la excursi¨®n. Yo me hab¨ªa hecho pasar por marido de In¨¦s y a Benet i Jornet por mi suegro, confiando en que as¨ª les daba cierta protecci¨®n. "Vaya con ellos; ?no tendr¨¢ miedo?, le podemos conseguir un camello muy d¨®cil o un caballito", dijo el insidioso ¨¢rabe. Yo pretext¨¦ una herida de guerra -como Malraux-, dej¨¦ caer que mi nombre era Aurens, heraldo de la acci¨®n, amigo de los beni sajr y los howeitat, y le recalqu¨¦ mir¨¢ndole muy fijo que estar¨ªa muy pendiente del regreso de mis compa?eros. Luego sal¨ª pitando hacia el Mena y aguard¨¦ noticias en el bar Mameluke, con el m¨®vil en la mano y un gin-tonic en la otra. Las horas fueron cayendo. Yo me pon¨ªa cada vez m¨¢s nervioso. Ten¨ªan tiempo de haber llegado a Akaba. De repente crepit¨® el tel¨¦fono. O¨ª la voz entrecortada de In¨¦s. Sonaba angustiada. Entend¨ª fragmentos de frases. "Nos llevan... lejos... enga?ados... ?j... camello!". Se cort¨® la llamada. Me qued¨¦ petrificado. Y ahora qu¨¦. Volvi¨® a sonar el m¨®vil. "Estamos camino de vuelta... Hay l¨ªo... Tienes que venir". No pod¨ªa escaquearme. El deber, la hombr¨ªa, todas esas sandeces. Pens¨¦ juntar una partida armada para el rescate, pero Maruja Torres y N¨²ria Espert se hab¨ªan ido y lo ¨²nico a mano era el enjuto violinista con aspecto tuberculoso. As¨ª que march¨¦ solo como oveja al deg¨¹ello. Pas¨¦ ante el control de polic¨ªa, que presentaba a esas horas el aspecto del barrac¨®n de Deraa donde el bey turco Hajim y sus soldados sodomizaron a Lawrence, lo que no era un pensamiento muy animoso. Me pareci¨® que me silbaban y apret¨¦ el paso tratando de no parecer un apetecible circasiano. "?Ay, Jacinto, que peligra la ciudadela de tu integridad!", me dije parafraseando al autor de Los siete pilares de la sabidur¨ªa. Peor era el ambiente en las cuadras de los camellos. Reinaba una tiniebla s¨®rdida espesada por el hedor del esti¨¦rcol de las bestias. Sombras amenazantes me rodeaban.
Llegaron en tropel los camellos, precedidos por los gritos de In¨¦s. Estaba indignada porque los hab¨ªan llevado a un paseo largo e in¨²til lejos de las pir¨¢mides. Apareci¨® el jefe de los camelleros, irritado. La tensi¨®n aumentaba. Benet i Jornet no bajaba del camello. El ¨¢rabe me agarr¨® un brazo y se puso a chillarme para no rebajarse a discutir con una mujer. Me lo sacud¨ª de encima. Nos cercaron m¨¢s sombras. Me pareci¨® ver una daga brillar a la luz de las estrellas. "?Pues no pagamos!", gritaba In¨¦s. En medio de la algarab¨ªa, saqu¨¦ un pu?ado de billetes y se los puse en la mano al cabecilla. "Please, Sidi", dije. "?Haga callar a su mujer!", aull¨®. Empuj¨¦ a In¨¦s y al dramaturgo, y me los llev¨¦ de all¨ª mientras no dejaban de quejarse: "?Habr¨¢se visto!, ?facinerosos!, ?beduinos!".
As¨ª acab¨® aquella velada turbulenta. Dorm¨ª luego abrazado al camello de peluche que llevaba para mi hija y so?¨¦ grandes actos de valor. Despert¨¦ con el d¨ªa para descubrir, apesadumbrado, que todo era vanidad, y esos sue?os, vac¨ªos y polvorientos espejismos.
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