Arresto
Un cuartel en Madrid, paseo de la Castellana. Ladrillos rojos y puertas blancas. Un aire de facultad universitaria de los a?os treinta. Un invernadero, jardines. Dentro aulas, despachos, alg¨²n sal¨®n noble, vest¨ªbulos, coroneles, generales. Cursos para coroneles, cursos para generales. A?o de 1980. Llov¨ªa bastante y hab¨ªa atentados cerca, de la ETA. M¨¢s de cien muertos ese a?o. Mataban a escoltas que iban con generales. Y a los generales. Yo era escolta. Cada vez que mataban a un general en Madrid, yo iba compungido al lugar del crimen. Los soldados no estamos para ser escoltas, clamaba para m¨ª en vano. Pero un d¨ªa mi general, de divisi¨®n, que era bueno y culto (y que tem¨ªa por su vida, claro) me dijo que no consent¨ªa que muriera un escolta por su culpa. Decidi¨® venir de paisano, se termin¨® la pesadilla. Recuerdo que le cont¨¦ la noticia muy contento a nuestro jefe, el coronel Adolfo Delibes. ?Sabes que es hermano de Miguel, el escritor?, me hab¨ªa informado el capit¨¢n Rodr¨ªguez, de Oficinas Militares. Qu¨¦ nombre evocador: Oficinas Militares.
Hacia la mitad de la mili vino mi madre a verme. Un programa feliz: la capital y un par de d¨ªas con su hijo primog¨¦nito y ed¨ªpico. Ella viaj¨® desde el norte una tarde en que yo estaba de cuartelero, alto cargo. Cuidaba de que los soldados se portaran bien en el cubil de la televisi¨®n. Estaba todo oscuro, yo vigilaba vagamente desde el fondo. Y no vi que uno de mis compa?eros hab¨ªa situado sus pies sobre el respaldo de la butaca anterior. Pero el hecho s¨ª lo vio un teniente calvo de Cuenca que apareci¨® de repente, y que me arrest¨® por ocho d¨ªas. Arresto no precisamente domiciliario, sino en el l¨²gubre dormitorio de la compa?¨ªa de servicios.
Mi madre apareci¨® al d¨ªa siguiente y se encontr¨® con la noticia. Ella recorri¨® la ciudad, anduvo por algunas tiendas. Y me vino a consolar las dos tardes al cuartel. Hoy me r¨ªo, acaso, pero entonces me sent¨® muy mal. Nunca lo olvid¨¦. Y por eso me indigna que a un general con mando en plaza incumplidor de su obligada discreci¨®n -algo, sin duda, grave- le hayan puesto el mismo correctivo que a un pobre cuartelero que no acert¨® a ver a un soldado despatarrado en la oscuridad. Protesto.
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