Noche para recordar
HAY D?AS que en Nueva York se huele la nostalgia. Son esos d¨ªas en que la niebla no deja ver el final de los edificios y uno se siente como dentro de un cuadro de Marcelo Fuentes, como si ya se hubiera muerto y fuera un fantasma caminando por calles por las que camin¨® en vida. Esos d¨ªas, uno se mete al metro con la conciencia de que lo que ve, desde el negro que recita pasajes de la Biblia hasta el mexicano que viaja cargado de pizzas, es parte del pasado. Hay d¨ªas en que uno se siente parte del pasado. Voy a Brooklyn. Es la hora en la que muchos trabajadores vuelven a sus casas dormitando con la boca abierta, acostumbrados al traqueteo violento del metro neoyorquino, que asusta al que no est¨¢ acostumbrado. Sin darme cuenta, hace un rato que miro fijamente a una mujer negra que lleva un ramo de rosas. Me tiene hipnotizada el mo?o tan retorcido, que se mantiene tieso y duro, como si estuviera hecho de pl¨¢stico. La se?ora me sonr¨ªe, que es lo que hacen los americanos cuando algo les desconcierta: la mirada de alguien o una escena que les perturba. Las primeras veces no sabes c¨®mo interpretar su risa. Les he visto re¨ªr en Salom¨¦, en el tr¨¢gico momento en que Salom¨¦, m¨¢s que cantar, a¨²lla con la cabeza del Bautista en la mano; les he visto re¨ªr en las escenas m¨¢s tr¨¢gicas de las pel¨ªculas de Almod¨®var; les he visto re¨ªr en el momento en que el protagonista de Match point mata a la bella Scarlett Johanson. Ahora s¨¦ que r¨ªen por no llorar, o por aliviar tensiones, o porque tienen miedo. A la se?ora de las flores le incomoda que alguien le est¨¦ prestando tanta atenci¨®n, no lo entiende. Ella piensa: si no soy joven, ni guapa, ni llevo un ni?o o un perro, por qu¨¦ me mira. Pero a m¨ª me gusta precisamente su rostro cansado, la expresi¨®n perdida de alguien que vuelve a su madriguera despu¨¦s de un d¨ªa horrible. Ella me sonr¨ªe. Yo me doy cuenta de su incomodidad, y entonces, para tranquilizarla, le digo que las flores son preciosas. Y con ese comentario, toda la desconfianza anterior se esfuma. Ella me dice: "Un d¨ªa lo vi claro: una mujer no puede pasarse toda la vida esperando a que un hombre le regale flores, y desde ese d¨ªa me regalo rosas. Cuando abro la puerta y las veo me dan felicidad". Y para mostrar esa felicidad, la mujer agacha la cabeza y las huele, aunque las flores de Nueva York no huelen a nada, pero puede que ella sepa extraer de su memoria el olor de aquellas otras rosas del pasado que alguien le regal¨®. Las dos bajamos en Brooklyn, a partir de ahora como dos extra?as. Camino hacia una calle pobretona, a espaldas de Park Slope, esa zona en la que vive el mayor porcentaje de escritores de Nueva York y en la que los espa?oles van a ver la peque?a tienda de Smoke, donde situ¨® su novela Paul Auster. En la esquina de esta otra calle menos memorable hay un viejo diner que sobrevivi¨® milagrosamente a los a?os, los Starbucks, los Kentucky y todas esas cadenas de comida. Visto desde fuera, tiene esa belleza desoladora que aparece en tantas im¨¢genes del cine. Visto desde dentro es directamente trist¨®n, pero a¨²n conserva el encanto del mobiliario de los cincuenta. Hay una gu¨ªa en Nueva York de estos lugares algo fantasmales. Joanne, mi amiga bostoniana, me espera en uno de los asientos de sky. Ella intuye que me gustan las cafeter¨ªas viejas que recuerdan el Nueva York que ya no existe; lo sabe porque vivi¨® en Barcelona el tiempo suficiente para saber que los nost¨¢lgicos europeos, locos por el cine antiguo, amamos los luminosos a los que se les ha ca¨ªdo una letra, los sem¨¢foros colgados del cableado, el humo saliendo del suelo y las escaleras de incendios. Joanne es peque?a, aparentemente fr¨¢gil, de expresi¨®n angelical, como la de Betsy Blair, aquella maravillosa actriz que hizo Calle Mayor; pero detr¨¢s de esa primera impresi¨®n se aprecia la valent¨ªa de quien se ha criado en un barrio irland¨¦s de clase trabajadora en Boston y el nervio de esas personas peque?as que llevan un gigante dentro. Joanne siente nostalgia de Espa?a; tanta, que casi prefiere no hablar de ella. Yo ya siento nostalgia futura de Nueva York; tanta, que esta noche s¨¦ que ya vivo en el pasado. Ella tiene la bravura de algunos americanos, esa que da el que se tengan que buscar la vida desde tan j¨®venes, solos por el mundo, en un vagabundeo de colleges perdidos, de Estados lejanos a su ciudad de origen. Ella tiene todo lo que es dentro de ella. Yo tengo lo que soy distribuido en bienes inmuebles, amigos, hijos, marido, familia, familia pol¨ªtica y los cien camareros y dependientes de Madrid que cuando regreso me tratan como si fuera de la familia. Habla castellano con acento catal¨¢n, e ingl¨¦s con ese acento suburbial de Boston que aqu¨ª consideran rudo, pero que yo encuentro lleno de camarader¨ªa, como si el acento supiera a cerveza. Me dice que en Espa?a la gente se extra?aba de que viajara sola, que la miraban como miramos en Espa?a a los que comen solos en los restaurantes, con pena e inquietud, como si fuera gente a la que nadie quiere. All¨ª, el perdedor es el solitario, le digo. Aqu¨ª, el perdedor es el que no tiene trabajo y dinero, me dice. Y me cuenta que, cuando era peque?a, la maestra le pregunt¨® en la escuela: "?Cu¨¢l es tu nacionalidad, Joanne?". Y ella contest¨® sin dudarlo: "Soy irlandesa". Y la maestra dijo: "?C¨®mo irlandesa? Eres americana". Y cuenta que fue caminando a casa sin salir de su asombro, dici¨¦ndose a s¨ª misma: ?soy americana! Y su peque?a historia resplandece, como ella, en esta noche del pasado en un viejo diner de Brooklyn.
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