El fan¨¢tico reaccionario
Carlos d'Espagnac, m¨¢s conocido como el conde de Espa?a, ha sido uno de los personajes m¨¢s siniestros de la historia contempor¨¢nea de nuestro pa¨ªs. Exaltado absolutista, beato compulsivo y estramb¨®tico personaje, fue durante cinco a?os amo y se?or de Catalu?a, persiguiendo y exterminando a todos los sospechosos de liberales.
Carlos d'Espagnac, m¨¢s conocido como el conde de Espa?a, ha sido uno de los personajes m¨¢s siniestros de la historia contempor¨¢nea de nuestro pa¨ªs. Exaltado absolutista, beato compulsivo y estramb¨®tico personaje, fue durante cinco a?os amo y se?or de Catalu?a, persiguiendo y exterminando a todos los sospechosos de liberales.
Colgaba los cad¨¢veres de los que mandaba ejecutar como escarmiento
Fan¨¢tico y siniestro. La historia de Carlos d'Espagnac, una de las m¨¢s desconocidas de la historia de Espa?a, es digna de formar parte de una galer¨ªa de malvados. Carlos d'Espagnac naci¨® en Foix (Francia) en 1775, en el seno de una linajuda dinast¨ªa. Hijo del marqu¨¦s de Espagnac, pertenec¨ªa a una familia de or¨ªgenes hispanos afincada en la vertiente norte de los Pirineos. De muchacho entr¨® a servir en la corte de Luis XVI, pero cuando estall¨® la Revoluci¨®n Francesa en 1789 y su familia fue perseguida -varios de sus parientes murieron en la insurrecci¨®n realista de la Vend¨¦e- tuvo que emigrar a Inglaterra y desde all¨ª a Espa?a, donde lleg¨® en 1792. Su objetivo era vengarse y participar en la invasi¨®n del Rosell¨®n que Carlos IV estaba protagonizando en su guerra contra la Francia revolucionaria, cosa que consigui¨® al darle el rey espa?ol el oportuno permiso. As¨ª, con 17 a?os, y con el grado de capit¨¢n del ej¨¦rcito espa?ol, invadi¨® su propio pa¨ªs.
La consolidaci¨®n de la revoluci¨®n en Francia le oblig¨® a afincarse definitivamente en Espa?a. A?os despu¨¦s volvi¨® a luchar contra los franceses en la guerra de la Independencia, llegando a alcanzar el grado de mariscal de campo. En 1812, por un breve espacio de tiempo, fue gobernador militar de Madrid, y pudo as¨ª mostrar su odio hacia todo lo revolucionario al perseguir enconadamente a los afrancesados que no se hab¨ªan marchado al exilio. Cuando acab¨® la guerra y en Europa se restablecieron las monarqu¨ªas absolutas, el nuevo rey galo, Luis XVIII, le propuso volver a Francia para formar parte de su ej¨¦rcito, lo que rehus¨®. Fervoroso s¨²bdito de Fernando VII, espa?oliz¨® su apellido en 1817 cambiando Espagnac por Espa?a. En 1819 recibi¨® del monarca el t¨ªtulo de conde por los servicios prestados, la condici¨®n de grande de Espa?a y la jefatura de la Guardia Real.
Cuando, en 1820, Riego se pronunci¨® y reimplant¨® la Constituci¨®n de C¨¢diz, el conde vio con desesperaci¨®n c¨®mo su nueva patria comenzaba a seguir la senda revolucionaria tan odiada por ¨¦l. Por encargo del rey viaj¨® a Viena y Par¨ªs con el fin de concretar la ayuda extranjera que vendr¨ªa a reponer a Fernando VII en su autoridad absoluta. As¨ª, junto al duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis, invadi¨® Espa?a en 1823, poniendo fin al trienio liberal e inaugurando la d¨¦cada ominosa.
En 1827 estall¨® en Espa?a una revuelta protagonizada por realistas puros o intransigentes que acusaban al rey y a sus ministros de ciertas veleidades liberales. La sublevaci¨®n, conocida como la guerra de los agraviados, estaba protagonizada por militares, cl¨¦rigos y campesinos que hab¨ªan luchado contra el Gobierno del trienio y se cre¨ªan poco recompensados en sus esfuerzos. Abogaban por un absolutismo m¨¢s extremista, y ya comenzaban a apoyar al hermano del rey, Carlos, como el futuro nuevo monarca. Sin duda esta guerra era ya la antesala de las posteriores guerras carlistas.
Fue en Catalu?a donde la insurrecci¨®n prendi¨® con especial virulencia, y all¨ª se dirigi¨® el rey Fernando VII junto con su ej¨¦rcito, comandado por el conde de Espa?a. Aunque ¨¦ste simpatizaba ideol¨®gicamente con los insurrectos, no dud¨® en reprimirles a sangre y fuego y ejecutar a sus principales cabecillas, acabando as¨ª en pocos meses con la sublevaci¨®n. Como conclusi¨®n de la campa?a, el rey y su esposa se quedaron en Barcelona, en diciembre de 1827, por espacio de cuatro meses. All¨ª las tropas del conde relevaron a las francesas de ocupaci¨®n que a¨²n quedaban en la regi¨®n tras la invasi¨®n del duque de Angulema, y ¨¦l pas¨® formalmente a ocupar el cargo de capit¨¢n general. Curiosamente, la Administraci¨®n militar francesa hab¨ªa librado, en buena medida, a Catalu?a de la dura represi¨®n que durante la reinstauraci¨®n del absolutismo hab¨ªa asolado toda Espa?a, pero esto iba a cambiar enseguida. El objetivo era conseguir que Barcelona dejase de ser el foco liberal que hab¨ªa sido hasta entonces.
El conde de Espa?a, ejerciendo un poder absoluto, se dedic¨®, nada m¨¢s llegar a Barcelona, a eliminar todos los vestigios liberales. Prohibi¨® inmediatamente aquellos sombreros o adornos que pudiesen recordar la moda del trienio y puso especial ¨¦nfasis en perseguir el pelo largo de los j¨®venes, algo de indudable aire revolucionario. Tiempo despu¨¦s tambi¨¦n orden¨® que todos los ciudadanos se afeitasen los bigotes, ya que, a su juicio, le parec¨ªan que proporcionaban un aire sospechoso. Igualmente orden¨® la supresi¨®n de aquellos anuncios publicados en el Diario de Barcelona que evocaban cierta escandalosa liberalidad de costumbres, como los de pomadas para curar las almorranas o los aceites para eliminar el vello de las mujeres.
Ante la proximidad de la Navidad, y para favorecer el recogimiento y devoci¨®n de la poblaci¨®n, cerr¨® todos los caf¨¦s, tiendas y ferias, un desatino que el rey tuvo que revocar. El conde de Espa?a, beato y fariseo, siempre acud¨ªa a las ceremonias religiosas cargado de estampas y escapularios. No conforme con arrodillarse, permanec¨ªa buena parte de la misa con los brazos en cruz y con los ojos cerrados o en blanco para sugerir el ¨¦xtasis divino que le embargaba. En una ocasi¨®n, en medio de la misa, fue presa de tal arrebato m¨ªstico que las convulsiones de su cuerpo hicieron que cayeran sonoramente sus rosarios y medallas, una acci¨®n m¨¢s que sospechosa y muy posiblemente destinada a impresionar a los reyes, que estaban presentes. Obsesionado por la presencia de la religi¨®n en las incipientes industrias espa?olas, orden¨® que antes de concluir la jornada laboral se rezase en todas las f¨¢bricas el rosario y que aquel obrero que no lo llevase siempre consigo fuese encarcelado.
Su misoginia tambi¨¦n fue legendaria. No soportaba que las mujeres fuesen coquetas y no mostrasen el recato y sumisi¨®n que seg¨²n ¨¦l todas deb¨ªan tener. En m¨¢s de una ocasi¨®n orden¨® que las bellas trenzas rematadas con lazos que muchas j¨®venes llevaban fuesen cortadas. Una vez, mientras paseaba por un pueblo cercano a Barcelona, indic¨® a una partida de gitanos que persiguiesen a todas las muchachas as¨ª peinadas para que las esquilasen, mientras ¨¦l contemplaba el espect¨¢culo y se part¨ªa de la risa viendo huir a las j¨®venes aterrorizadas. Obviamente, la mujer ten¨ªa que estar recluida en su hogar, adecent¨¢ndolo y cuid¨¢ndolo. En otras ocasiones, cuando ve¨ªa pein¨¢ndose a las mujeres en las puertas de sus casas, o simplemente charlando con las vecinas, ordenaba que se entrase a inspeccionar las viviendas. Si advert¨ªa alg¨²n descuido o desorden indicaba a sus hombres que lo corrigiesen, fuese fregando cacharros, quitando el polvo o barriendo los suelos. A continuaci¨®n impon¨ªa a las desconcertadas mujeres una multa en funci¨®n de las labores que hab¨ªan hecho sus soldados y que a ellas les hubiese correspondido hacer. Para llamarlas al orden mand¨® que todas ellas barriesen, antes de las ocho de la ma?ana, la porci¨®n de acera que tuviesen ante sus casas, bajo amenaza de multa. De todas estas acciones no dejaba de jactarse con sus amistades mientras exclamaba, orgulloso: "?As¨ª aprender¨¢n!".
Su propia mujer y su hija sufrieron esos mismos rigores.
En una ocasi¨®n, como consecuencia de la terrible disciplina que imperaba en el palacio de Capitan¨ªa, no dejaron entrar al vendedor de hortalizas, por lo que su mujer no pudo comprar batatas, a las que era muy aficionado el conde. Cuando lleg¨® la hora del almuerzo, y ante la falta del producto, comenz¨® a proferir gritos a su esposa sin que de nada le valiesen las excusas. Como castigo llam¨® en ese mismo instante a dos soldados del cuerpo de guardia para que la arrestasen durante un d¨ªa entero en un cuarto oscuro que hab¨ªa debajo de una escalera. En otra ocasi¨®n, su hija intercedi¨® ante su padre por un pobre soldado que montaba guardia fuera del palacio en una g¨¦lida noche de fin de a?o. Le rog¨® que le permitiese hacerla dentro, a lo que el conde contest¨® afirmativamente; pero seguidamente orden¨® a su hija que saliese al balc¨®n y fuese ella, con una escoba al hombro a modo de fusil, la que hiciese la guardia toda la noche. Los mismos soldados sent¨ªan un p¨¢nico atroz hacia su persona debido a la terrible dureza con que castigaba cualquier falta.
Pero lo cierto es que nadie estaba a salvo de las excentricidades, bromas o ataques de furia que sol¨ªa sufrir frecuentemente, y que cada vez rayaban m¨¢s en la locura. A ello contribu¨ªa, sin duda, su afici¨®n al ron y al aguardiente, que beb¨ªa con fruici¨®n mezclando ambos licores en un vaso. As¨ª, con el brebaje en la mano, sol¨ªa pasarse horas y horas contemplado la explanada del puerto de Barcelona que se ve¨ªa desde los amplios ventanales de su palacio, mientras paseaba de un extremo a otro del sal¨®n. De vez en cuando deten¨ªa su andar, se asomaba a la ventana y contemplaba a la poblaci¨®n que iba y ven¨ªa para detectar cualquier gesto, andar o aspecto que pudiera ser se?a de libertinaje, y descargar su c¨®lera sobre cualquier desgraciado.
En ocasiones, sus v¨ªctimas, a las que ordenaba detener con cualquier excusa, eran los labriegos que portaban la roja barretina, prenda que odiaba porque le recordaba el tocado de los revolucionarios franceses. Ante ella, seg¨²n reconoc¨ªa, la vista se le nublaba de sangre y le inundaba una ira incontrolada. En otras ocasiones eran simples paseantes o ni?os que jugaban el objeto de su furia. Una vez, una docena de cr¨ªos cometi¨® el error de ir a jugar all¨ª con espadas de madera, fusiles de ca?a y sombreros de papel, imitando el desfilar de las tropas. El conde orden¨® r¨¢pidamente a su guardia que les prendiese. Cinco escaparon de la singular redada, pero los siete restantes fueron enviados a prestar servicio de armas en unidades de p¨ªfanos y tambores. Una vez, dos j¨®venes vestidos elegantemente paseaban por el puerto. Tras llamarles personalmente desde el balc¨®n les orden¨® subir a su presencia. All¨ª se ri¨® de su indumentaria, les hizo caminar delante de ¨¦l para mofarse de sus andares y, tras insultarles por, en su opini¨®n, d¨¢rselas de caballeros, les env¨ªo sin m¨¢s causa a Cuba en el primer barco que part¨ªa; uno de ellos, desesperado por aquella detenci¨®n arbitraria, muri¨® en la traves¨ªa. Un pobre jorobado tambi¨¦n fue v¨ªctima de su humor negro. Pens¨® que ser¨ªa muy c¨®mico ver metido su cuerpo deforme en un uniforme, y as¨ª lo hizo, tras lo cual le oblig¨® a hacer guardia en la puerta del palacio orden¨¢ndole no dejar entrar y salir a nadie. El pobre hombre sufr¨ªa lo indecible mientras trataba de permanecer erguido para que no se le cayese el gorro o el fusil, al tiempo que negaba el paso a unos sorprendidos oficiales que no dejaban de protestar. El conde se desternillaba de risa viendo el espect¨¢culo. Al final, el pobre desgraciado, v¨ªctima del terror y de la ansiedad, sufri¨® un ataque que le mat¨® a las pocas horas.
Tales excentricidades pronto revelaron que el conde no estaba muy en su juicio. En una ocasi¨®n mand¨® procesar y fusilar a un caballo porque le tir¨® al suelo; en otra, durante el curso de unas maniobras desarrolladas en la playa, orden¨® a sus hombres marchar al frente, hacia el mar, mientras ¨¦l lo presenciaba impert¨¦rrito sin importarle que se ahogaran, hasta que un oficial, desafiando sus ¨®rdenes, orden¨® la media vuelta cuando ten¨ªan ya el agua por el pecho, lo que tambi¨¦n provoc¨® su hilaridad. En otro momento hizo llevar su caballo hasta el balc¨®n del primer piso, desde el que se asom¨® montado para saludar a una escuadra holandesa que estaba atracando en el puerto.
Pero sin duda fue la feroz represi¨®n que desat¨® sobre la ciudadan¨ªa lo que m¨¢s terror caus¨® al pueblo de Barcelona. ?l estaba convencido de la existencia de una confabulaci¨®n secreta urdida por masones y liberales exiliados, confabulaci¨®n que era preciso reprimir antes de que estallase. A los pocos meses hab¨ªa formado un cuerpo de sicarios, oficialmente polic¨ªas, comandados por un tal O?ate, que por las noches se desplazaban en grupos de 10 o 12, casa por casa, a la caza de supuestos liberales. Tambi¨¦n cre¨® un tribunal especial para juzgarles, en donde actuaron dos siniestros fiscales, Fernando Chaparro y Francisco Cantill¨®n, que no dudaban en liberar a aquellos que pagaban su libertad a cambio de sustanciosos sobornos, condenando a los que no pod¨ªan hacerlo. Pronto fue de dominio p¨²blico que las casas de ambos fiscales estaban atestadas de los muebles y objetos de valor fruto de la corrupci¨®n con que actuaban.
Sin ning¨²n tipo de garant¨ªas judiciales ni pruebas, se juzgaba y condenaba a cientos de ciudadanos sin motivo aparente. Era suficiente tener ciertos libros o haber hecho ciertos comentarios. La delaci¨®n se convirti¨® en la forma de evadir la persecuci¨®n y la tortura, por lo que se dio entre amigos, parientes o hasta en ni?os hacia sus maestros, y las prisiones comenzaron a abarrotarse de cientos de presos. Tanto daba que fuesen o no culpables: lo importante era crear un clima de terror que paralizase a la ciudadan¨ªa. Decidido a escarmentar a los presuntos liberales, el conde se dedic¨® a organizar ejecuciones sumarias. Fueron tres las que se dieron bajo su mandato: la primera, en noviembre de 1828, en donde se empe?¨® en que fuesen 13, ni uno m¨¢s, ni uno menos, los ejecutados, y las otras dos, en 1829. En total fueron 32 las v¨ªctimas. Pero si grave eran estas injustas ejecuciones, casi lo era m¨¢s el uso que de las mismas hac¨ªa.
Decidido a aterrorizar a la poblaci¨®n, cada fusilamiento era seguido por un atronador disparo de ca?¨®n, por lo que la ciudadan¨ªa pod¨ªa ir contando mentalmente c¨®mo se segaban las vidas de sus convecinos. Una vez ejecutados, los cad¨¢veres a¨²n sangrantes eran trasladados fuera del recinto de la ciudadela, donde eran colgados del cuello durante d¨ªas a la vista de todos como escarmiento. A muchos, incluso, se les hab¨ªa amputado una mano. Una vez all¨ª expuestos, el conde, en uniforme de gala, se dirig¨ªa con su s¨¦quito hasta donde se encontraban, y en pleno estado de euforia et¨ªlica romp¨ªa en sonoras carcajadas y comenzaba a bailar al son de Las habas verdes, una canci¨®n popular muy de moda por entonces que hac¨ªa tocar a la banda militar, despertando el aplauso de sus seguidores y la indignaci¨®n de otros. Esta macabra escena era particularmente odiosa para muchos de sus subordinados, como el mismo gobernador de la ciudadela, el coronel Manuel Bret¨®n, quien, escandalizado por estos cuadros, as¨ª como por la manifiesta crueldad de su superior y por la corrupci¨®n de los fiscales, envi¨® constantes quejas a Madrid sin que se le hiciese caso. Lo cierto es que el conde contaba con el decidido apoyo del ministro Calormade, el mismo que decidi¨® cerrar las universidades y abrir la escuela de tauromaquia, e incluso con el soporte del rey, que le dejaba hacer. Se dice que Fernando VII dijo en una ocasi¨®n, a ra¨ªz de las denuncias sobre la crueldad y la salud mental del conde: "Ello ser¨¢ loco, pero para estas cosas no hay otro".
Para completar la represi¨®n del siniestro conde hay que contabilizar, aparte de los ejecutados, los m¨¢s de 50 muertos en las prisiones a causa de las torturas y de las terribles condiciones de vida, 17 suicidados que no soportaron las mismas, m¨¢s de 400 deportados a los penales de ?frica y los casi 2.000 desterrados, casi todos familiares y amigos de las v¨ªctimas, a m¨¢s de seis leguas de Barcelona.
El absolutismo comenz¨® su declive poco antes de la muerte de Fernando VII, de la mano de su mujer, Mar¨ªa Cristina. El nuevo hombre fuerte del Gobierno, Cea Berm¨²dez, decret¨® una amnist¨ªa en octubre de 1832, que el conde de Espa?a tard¨® en hacer p¨²blica una semana y que cuando lo hizo fue mediante el peor pregonero que ten¨ªa a mano para que nadie le entendiese. Pero estaba claro que estas argucias no pod¨ªan detener el curso de la historia. En diciembre fue relevado en el cargo por el general Manuel Llauder, lo que provoc¨® un estallido de gozo en la ciudadan¨ªa. Mientras se produc¨ªa el relevo, una multitud ansiosa de venganza comenz¨® a insultar, apedrear y escupir al conde, que tuvo que refugiarse en la ciudadela y huir en la noche siguiente, en un barco, a Mallorca y de ah¨ª a G¨¦nova, ante el temor de ser asesinado. Lo cierto es que el conde hab¨ªa logrado que Barcelona y las comarcas circundantes abominasen para siempre del absolutismo.
Una vez estallada la guerra carlista, estaba claro a qui¨¦n apoyar¨ªa este abyecto personaje. Desde su exilio en Francia trabaj¨® para el pretendiente Carlos, y en julio de 1838 fue enviado a Catalu?a con el mando supremo de las tropas y de la junta carlista de Berga. La tiran¨ªa que hab¨ªa ejercido anta?o sobre Barcelona pronto se dej¨® sentir sobre el territorio que controlaba. La discrepancia la castigaba con la horca, y las prisiones comenzaron a estar atestadas. Pronto el sector carlista m¨¢s moderado de la junta se exili¨® a Francia por temor al conde. Sus acciones militares tambi¨¦n estuvieron te?idas de sangre: la conquista, en la primavera de 1839, de Ripoll, Manlleu, Olvan y Gironella las acompa?¨® del saqueo y del incendio, lo que provoc¨® un profundo odio entre las mismas clases campesinas a las que el carlismo aspiraba a representar. La consecuencia fue que todos los dirigentes carlistas de Catalu?a pidiesen la destituci¨®n del conde, a lo que el pretendiente accedi¨® a finales de octubre de 1839, ordenando que fuese conducido a Francia. Pero los carlistas catalanes ten¨ªan p¨¢nico de una posible venganza de Carlos d'Espagnac, por lo que prefirieron matarle. Al cruzar un puente sobre el r¨ªo Segre, cerca de Organya, le estrangularon, y tras desfigurarle la cara con un pu?al le ataron una gran piedra al cuello y le lanzaron al r¨ªo. Ten¨ªa 64 a?os. Sus asesinos dir¨ªan despu¨¦s, como excusa, que el conde era en verdad un mas¨®n que s¨®lo ansiaba desprestigiar el carlismo y rendirlo a los liberales, como hab¨ªa sucedido en Vergara.
A?os despu¨¦s, sus familiares reclamaron el cuerpo, que hab¨ªa sido enterrado en un pueblo cercano a Organya. Cuenta la leyenda que los lugare?os les dieron el de otra persona porque al verdadero cad¨¢ver le hab¨ªan robado la cabeza con el fin de estudiar la mente criminal que albergaba, un cr¨¢neo que estuvo pase¨¢ndose por Europa durante varios a?os.
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