Aves de paso
En junio de 2005, Juan Soriano visita Madrid por ¨²ltima vez para asistir al solemne acto de entrega -en el Museo del Prado, junto al cuadro de Las meninas- del Premio Vel¨¢zquez de Artes Pl¨¢sticas. Lo recibe de manos del mismo Rey que le entreg¨® a Mar¨ªa Zambrano el diploma del Premio Cervantes, ilustrado en aquella ocasi¨®n, por deseo de ella, con un dibujo de este artista. Momentos antes, en el breve trayecto del hotel al museo, comenta: "?Y qu¨¦ premio es ¨¦se? Como me den alguna medalla, yo ma?ana mismo la empe?o...".
Pero habla ya muy poco Juan Soriano, que fue conversador excepcional: "Pues me hart¨¦, la verdad. No pod¨ªa seguir respondiendo a pendejadas de esta especie: '?Y c¨®mo le hiciste para ser pintor?". Am¨¦n de harto, anda un tanto perdido: "?Ustedes d¨®nde viven?". Y, en medio de esa p¨¦rdida, se agita y dice al fin, muy nervioso: "?Qu¨¦ le pasa a Mar¨ªa? Se me aparece, llora y llora. Aunque no me aprieta, me pone as¨ª las manos en el cuello... Y no se cansa de mirarme, entre l¨¢grimas".
"Los libros escolares estaban muy mal escritos; as¨ª que yo los cerraba y me compraba otros en las librer¨ªas"
Un a?o antes, en un largo viaje por tierras polacas, le pregunt¨¦ una tarde a Juan Soriano, tras visitar el Templo de la Sibila, en Pulavy, si hab¨ªa pintado al fin alg¨²n cordero, que es lo que le ped¨ªa con insistencia Mar¨ªa Zambrano. ?l mueve la cabeza de un lado para otro para indicar que no, que no y que no. Pero tambi¨¦n lo dice de palabra airada: "?Ni pienso pintarlo! Cada vez me molestan m¨¢s esas cosas que no se pintan porque s¨ª, sino porque dicen que significan algo m¨¢s. Estoy harto". Pero se acuerda mucho de su amiga, que de ¨¦l dejara escrito: "Una de las personas m¨¢s l¨²cidas que he encontrado en este Valle". "Cuando muri¨® su hermana Araceli", comenta, "no pudo hacerse a la idea de que ya no estaba. Y a ti y a m¨ª nos pasa lo mismo con Mar¨ªa, diga luego lo que yo diga, porque lo que me ocurre con frecuencia es que, cuando leo los retratos que hacen de ella, me encuentro con un merengue en lugar de encontrarme con un ser humano".
A mediados de julio de 1968, en mi primer encuentro con Mar¨ªa Zambrano, ¨¦sta me dijo de repente, sin parecer venir a cuento de nada: "Tienes que conocer a Juan Soriano". Lo curioso es que pocos meses despu¨¦s, en enero de 1969, fue Octavio Paz, a quien tambi¨¦n ve¨ªa entonces por vez primera, el que volvi¨® a nombrarme al mismo artista con otro imperativo afectuoso: "Tienes que escribir sobre Juan Soriano". Dicho y hecho. Y un privilegio prolongado.
En agosto de 2005, viaj¨¦ a M¨¦xico: para acompa?ar a Juan Soriano en la celebraci¨®n de su 85 cumplea?os. Con tal motivo, el Museo del Palacio de Bellas Artes present¨® una serie de esculturas titulada P¨¢jaros. (Recu¨¦rdese que, en ciertos pasajes cor¨¢nicos, la palabra p¨¢jaro es empleada como sin¨®nimo de destino). P¨¢jaros solitarios y p¨¢jaros de cuenta. P¨¢jaros mitol¨®gicos y p¨¢jaros futuristas. P¨¢jaros descendidos, terrenales, perplejos y burlones, que tal vez sean los mismos que vimos o evocamos en Polonia. P¨¢jaros al amparo de Mar¨ªa Zambrano, quien tanto se detuvo ante aquel p¨¢jaro entrevisto por Job, un "p¨¢jaro desprevenido, absorto en no se sabe cu¨¢l certeza", que se re¨ªa del jinete y del caballo. Aves de paso.
Rodeado de p¨¢jaros y amigos, Juan Soriano permanece callado. Manuel Ferro le saca algunas fotos, pero, al notarlo ausente, le pregunta: "?En qu¨¦ piensas, Juan?". Y ¨¦l responde: "En nada. Desde que sal¨ª de la escuela, nunca he vuelto a pensar en nada".
El compa?ero de Juan Soriano, Marek Keller, que tiene casi treinta a?os menos que ¨¦l, objeta: "Pues tendr¨ªas que ir pensando en dejar hecha una escultura para que la coloquen en mi tumba cuando yo me muera". Ni el menor asombro: "No te preocupes; cuando te mueras, yo te la hago". Y el otro, reponi¨¦ndose: "Ya, pero me gustar¨ªa verla antes". Ning¨²n problema: "Bueno, t¨² me avisas cuando te sientas remal y yo te ense?o el boceto antes de que cierres los ojos...".
En eso est¨¢bamos, entre risas y no, cuando a ¨¦l le da por regresar a la infancia: "En realidad, yo pensaba cuando sal¨ªa de la escuela. Los libros escolares estaban muy mal escritos; as¨ª que yo los cerraba y me compraba otros en las librer¨ªas. Con esos otros libros aprend¨ª a pensar".
Pregunta Manuel Ferro: "?Te acuerdas de alguno?". Se lo piensa. Y responde: "Yo casi me acuerdo de todo. En la escuela, los ni?os eran cabronc¨ªsimos. Y, s¨ª, tambi¨¦n yo era tremendo... No sab¨ªa apenas nada, pero sab¨ªa lo que los maestros quer¨ªan o¨ªr. ?Qu¨¦ cosa, lo de los maestros! S¨®lo te sirven un ratito, pero te ense?an un ritmo".
Y tambi¨¦n vuelve a acordarse de sus cuatro hermanas: "No s¨¦ si tomaron pastillas o las envenenaron las vecinas, pero todas se murieron el mismo d¨ªa".
Marek Keller y Juan Soriano acuden a casa del pintor Vicente Rojo para despedirnos a Manuel Ferro y a m¨ª, pocas horas antes de que emprendamos el regreso a Espa?a. Nos pregunta el primero por los detalles de nuestro espantoso viaje desde Xilitla a la ciudad de M¨¦xico la noche antes (accidente, tormenta, polic¨ªas, atracadores y una sola jaculatoria durante cinco horas de eternidad palpable: "?No puede ser!") sobre el que todav¨ªa no queremos ni volver a pensar y, consecuentes, pronto concluimos: "Total, que nos salvamos de milagro... ?Otro milagro m¨¢s de Mar¨ªa Zambrano!". R¨¦plica fulminante de Juan Soriano: "?No! Para Mar¨ªa, el milagro hubiera sido que ahora estuvieseis muertos".
Y despu¨¦s, otra vez y otra vez, como si las palabras brotaran de sus ojos: "?Pero qu¨¦ le pasa a Mar¨ªa? Se me aparece todo el tiempo, llora y llora, y me pone las manos as¨ª... Ayer noche me hizo voltear la cabeza y vi c¨®mo un cordero se com¨ªa un p¨¢jaro. Lo maravilloso es que lo hac¨ªa sin violencia alguna; e incluso yo dir¨ªa que con mucha ternura, mientras que el propio p¨¢jaro como que se dejaba..., ?verdad?".
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