Teatro de anatom¨ªa
Leyendo d¨ªas pasados este peri¨®dico, me enter¨¦ de que algunos escritores de Barcelona se re¨²nen cada a?o a "diseccionar" la literatura en el anfiteatro de anatom¨ªa que hay en el vest¨ªbulo del antiguo Real Colegio de Cirug¨ªa de Barcelona (1760-1843), luego Facultad de Medicina (1843-1906) y hoy sede de la Real Academia de Medicina. Desde luego, esos escritores no podr¨ªan haber elegido mejor lugar. No lo digo porque se trate de un edificio muy elegante y bien proporcionado, una joya de la arquitectura neocl¨¢sica que pasa desapercibida al caminante; ni porque cuente con unas salas de biblioteca paradas en el tiempo, con el parqu¨¦ lustroso y las paredes decoradas por una galer¨ªa de retratos de los sucesivos directores de la noble instituci¨®n, que recuerdan poderosamente la pel¨ªcula El baile de los vampiros. Sino porque en ese edificio, en unas viviendas que hab¨ªa en lo alto, residi¨® durante cuatro de sus m¨¢s fecundos a?os (1887-1892) don Santiago Ram¨®n y Cajal, que gan¨® el Nobel de Medicina y cuyo libro Los t¨®nicos de la voluntad (Espasa, colecci¨®n Austral), que se podr¨ªa considerar el primero de todos los manuales de autoayuda y uno de los pocos honestos y decentes, ense?a c¨®mo estimular el cerebro propio y galvanizar la voluntad para acometer empresas intelectuales que en principio parecen superiores a las fuerzas y ¨¢nimos de que se dispone. Como ¨¦l hizo. "No te creas que soy un genio", viene a decirnos Ram¨®n y Cajal en ese libro, "s¨®lo porque yo solito, en una Espa?a como la que me toc¨® vivir, menesterosa y desvalida en muchos aspectos y especialmente en el cient¨ªfico, fui capaz de descubrir nada menos que la estructura del sistema nervioso. No soy un genio, pero me he sometido siempre a ciertas disciplinas mentales y rigores que me han ayudado a sacar lo mejor de m¨ª, y que en las siguientes p¨¢ginas someto a tu consideraci¨®n". El sabio aragon¨¦s escribi¨® esas p¨¢ginas para animar a los j¨®venes investigadores cient¨ªficos, pero sus agudas y sensatas observaciones se aplican igualmente a los escritores que desean alcanzar la excelencia y han empezado, con mucha l¨®gica, abriendo en canal el cad¨¢ver de la literatura.
La sala circular donde lo hacen, llamada anfiteatro P. Gimbernat, se puede visitar los mi¨¦rcoles por la ma?ana y consta, como todos los teatros de anatom¨ªa, de una mesa de m¨¢rmol, con un agujero de desag¨¹e en medio, para la sangre del cad¨¢ver en estudio, y unas gradas en las que se sentaban los estudiantes. Es un lugar extraordinario en el que se respira una atm¨®sfera grave, no es un sitio para decir tonter¨ªas ni hacer chistes. De la c¨²pula cuelga una l¨¢mpara de muchos brazos. En las primeras filas est¨¢n dispuestos para las autoridades una docena de sillones de madera labrada, los dem¨¢s se sientan en los bancos de piedra, sobre cojines. En las paredes se abren unas hornacinas con los bustos de hombres de m¨¦rito, y est¨¢n pintados grandes r¨®tulos con los nombres de Mata, Gimbernat, Ram¨®n y Cajal, y Servet.
Servet, por cierto, tambi¨¦n era aragon¨¦s y tambi¨¦n estudi¨® en Barcelona, probablemente. Muri¨® en Ginebra, a instigaci¨®n del infame reformador Calvino, y mientras ard¨ªa en la hoguera encomendaba su alma a "Cristo, hijo de Dios eterno". Dos a?os antes, en una digresi¨®n de su Cristianismi restitutio, hab¨ªa descrito la circulaci¨®n de la sangre, fluido donde seg¨²n ¨¦l habita el alma.
Siempre me ha parecido que en la representaci¨®n art¨ªstica m¨¢s famosa de una lecci¨®n de anatom¨ªa, la de Rembrandt que est¨¢ en el Mauritshuis de La Haya, que por ahora s¨®lo he podido ver en reproducciones, hay una alusi¨®n cr¨ªstica, o incluso anticr¨ªstica, tal vez involuntaria. Es sabido que el cad¨¢ver objeto de estudio era el de un criminal recientemente ajusticiado, pero el violento escorzo en que est¨¢ colocado recuerda el Cristo muerto de Mantegna. Y los siete alumnos con alzacuellos blancos que brotan de la sombra del fondo recuerdan a los ap¨®stoles escuchando las ense?anzas del divino Maestro, reencarnado en el profesor Nicolaes Tulp, gran cirujano que, sosteniendo delicadamente con unas pinzas una vena del brazo izquierdo del cad¨¢ver, les transmite sus conocimientos.
Ellos escuchan ¨¢vidos de que se les revelen, cuanto antes mejor, los secretos de la naturaleza, la cual gusta de enmascararse. Cuanto antes los descubran, antes podr¨¢n poner remedio a lo irreparable, o por lo menos demorarlo. Hace cuatro o cinco a?os me vi en una situaci¨®n remotamente parecida a la de estos estudiantes con gorguera. Me hab¨ªa vestido con una ropa de color naranja y calzado unos zuecos, para asistir a una operaci¨®n en un quir¨®fano del hospital de Bellvitge. Los dos cirujanos eran j¨®venes, pero cada d¨ªa hac¨ªan cinco operaciones como aqu¨¦lla y hab¨ªan llegado a un grado de excelencia y desenvoltura tales que, mientras sajaban, cortaban y cos¨ªan con sus instrumentos de alta precisi¨®n, iban gastando bromas y silbando la canci¨®n que sonaba por el hilo musical, que era La hiedra, cantada por Paloma San Basilio: "Donde quiera que est¨¦s mi voz escuchar¨¢s/ llam¨¢ndote con una canci¨®n./ M¨¢s fuerte que el dolor, se aferra nuestro amor/ como la hiedra". La pieza amputada fue depositada en un pedazo de papel de plata, levantando un fragor que estremec¨ªa. ?C¨®mo pudo el inteligent¨ªsimo Servet creer que por los tubos de las venas en el interior de ese pedazo de carne circulaba, con la sangre, el alma? "Te siento cual la hiedra ligada a m¨ª,/ y as¨ª hasta la eternidad te sentir¨¦./ Yo s¨¦ que estoy ligado a ti m¨¢s fuerte que la hiedra". Siendo un jovenc¨ªsimo periodista entrevist¨¦ a Paloma San Basilio en una habitaci¨®n del hotel Majestic, donde se alojaba. Ella tambi¨¦n era muy joven y acababa de publicar su primer disco, con esa canci¨®n, La hiedra. A¨²n me parece que la estoy viendo: me recibi¨® maquillad¨ªsima y mientras contestaba a mis preguntas, para facilitar la tarea al fot¨®grafo, cambiaba sin cesar de postura, como una modelo profesional; estiraba los brazos o levantaba las piernas, parpadeaba picarona, hac¨ªa morritos, etc¨¦tera, lo cual me desmoralizaba. Pero no tanto como o¨ªrla cantar La hiedra en el quir¨®fano.
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