El r¨ªo de Madrid
Ridiculizado por nombres ilustres, maltratado por la historia y desconocido por casi todos. El Manzanares s¨®lo ha cometido un pecado, seg¨²n el escritor Julio Llamazares: que le creciera a su lado una gran ciudad. Cercado hoy por gr¨²as y maquinaria con la disculpa de recuperarlo, recorre a duras penas sus 87 kil¨®metros de longitud. Ahora, las aguas se le han subido a la cabeza.
Pocos r¨ªos en el mundo han sido tan maltratados, tan ridiculizados y zaheridos como el pobre Manzanares de Madrid. El riachuelo serrano que dio vida a la ciudad y que la sigue abrazando a pesar de su peque?ez ha sufrido a lo largo de la historia las burlas de sus vecinos y los sarcasmos de sus visitantes precisamente por esa causa: "Enano de una puente que pudierais ser marido, si al besalla en los tres ojos le llegarais al tobillo", escribi¨® de ¨¦l Quevedo, mientras que el propio Cervantes lo calific¨® de "r¨ªo metaf¨ªsico, que s¨®lo existe en la pluma de los poetas". Por su parte, el pueblo llano, siempre agudo e inteligente, lo crucific¨®, entre otros, con estos versos: "Como Alcal¨¢ y Salamanca, / ten¨¦is y no sois colegio / vacaciones en verano / y curso s¨®lo en invierno".
Los primeros kil¨®metros del r¨ªo transcurren entre monta?as, bosques, ca?ones y formaciones geol¨®gicas
Es el m¨¢s retratado de la historia por pintores y fot¨®grafos. A sus orillas sobrevive alg¨²n merendero y se celebran las verbenas m¨¢s castizas
El r¨ªo acaba su vida como empez¨®, apartado del ruido despu¨¦s de haber cruzado la ciudad m¨¢s grande de Espa?a
Y sin embargo, el pobre Manzanares no ha cometido otro pecado que el que le hicieran crecer al lado una gran ciudad cuando ¨¦l es r¨ªo de pueblo. Lo fue, de hecho, durante siglos, hasta que, en el a?o 1561, el rey Felipe II decidi¨® trasladar la Corte a Madrid; un lugar que apenas contaba entonces con un censo de 5.000 personas, que es para el que seguramente el Manzanares est¨¢ capacitado. De lo contrario, ya habr¨ªa generado por ¨¦l mismo una poblaci¨®n mayor, como todos los grandes r¨ªos del mundo, sin necesidad de la intervenci¨®n de un rey.
As¨ª pues, las culpas del Manzanares no lo son tanto de ¨¦l como de quienes establecieron en sus orillas una poblaci¨®n mayor de la que el r¨ªo puede aguantar por s¨ª solo. Y bastante hace con sobrevivir a ella despu¨¦s de muchos a?os de continuas agresiones y atropellos, que, por el momento al menos, no parecen remitir. La imagen del mar de gr¨²as y de la maquinaria que ahora lo ocupa con la disculpa de recuperarlo es la mejor descripci¨®n de esas agresiones y del maltrato que el pobre r¨ªo ha sufrido a lo largo de la historia, y sobre todo en estos ¨²ltimos tiempos. Para que encima lo ridiculicen.
El Manzanares tiene tres partes. La primera es la serrana, en la que discurre libre (o remansado en sus dos pantanos: el del Marqu¨¦s de Santillana y el de El Pardo) entre monta?as y dehesas casi v¨ªrgenes; la segunda, la urbana, al cruzar Madrid, por la que va ya encauzado y casi sin vida, y la tercera, la suburbana, cuando recorre sus ¨²ltimos kil¨®metros convertido pr¨¢cticamente en una cloaca camino de su uni¨®n con el Jarama cerca de Rivas Vaciamadrid. En total, 87 kil¨®metros de recorrido que le dan para ver de todo: monta?as, prados, molinos, encinares de gamos y jabal¨ªes, dehesas de toros bravos, edificios de todas las alturas y tama?os, campos de golf, vertederos, depuradoras, chabolas, granjas, palacios?
F¨ªsicamente, el r¨ªo Manzanares nace en la sierra de Guadarrama, en la frontera de las provincias de Segovia y de Madrid, en el llamado Ventisquero de la Condesa, a 2.350 metros de altitud. Lo hace bajo la Bola del Mundo, la gran antena que distribuye, desde lo alto de la cordillera, la se?al televisiva para toda la Pen¨ªnsula y cuyos operarios son los primeros que se sirven de las aguas del reci¨¦n nacido r¨ªo. Una peque?a caseta con una bomba de succi¨®n ocupa por esa causa el lugar exacto en que el Manzanares comienza su corta vida. Normalmente entre neveros, que a esa altitud se conservan hasta bien avanzada la primavera, como lo prueba el que durante mucho tiempo fuera uno de los sitios que abastec¨ªan de nieve a Madrid. La bajaban en carros o a lomos de caballer¨ªas los llamados neveros del Guadarrama y se utilizaba principalmente para fabricar helados y para ayudar a conservar los alimentos cuando a¨²n no exist¨ªan las f¨¢bricas de hielo.
Los primeros kil¨®metros del r¨ªo son un vertiginoso descenso hacia el pueblo que le dio el nombre. Un descenso que transcurre todo ¨¦l por un paisaje maravilloso, entre monta?as de gran altura, bosques, barrancos, ca?ones y formaciones geol¨®gicas tan ins¨®litas como impresionantes. Se trata de la Pedriza, el conjunto gran¨ªtico m¨¢s espectacular de toda la Sierra Norte, tanto por su extensi¨®n como por sus formaciones. Hoy integrado en el parque regional de la Cuenca Alta del Manzanares, es un espacio protegido al que acuden cada domingo cientos y miles de domingueros -dependiendo de las estaciones-, pero tiempos hubo en que s¨®lo acogi¨® a pastores y alg¨²n que otro bandolero, como el c¨¦lebre Luis Candelas, que aqu¨ª tuvo su refugio seg¨²n relata Jos¨¦ Mar¨ªa Sanz Garc¨ªa, autor de un completo libro sobre el r¨ªo Manzanares y su historia.
El pueblo de Manzanares es el primero que el r¨ªo encuentra. Lo hace al salir de entre las monta?as, que se abren a una planicie hoy ocupada en su mayor parte por un embalse. Es el primero de los dos que le han hecho al Manzanares y lleva el nombre del marqu¨¦s al que, seg¨²n la historia, perteneci¨® el castillo del pueblo: aquel c¨¦lebre marqu¨¦s de Santillana, de nombre ??igo L¨®pez de Mendoza, autor de las serranillas que todos los espa?oles estudiamos en la escuela. Del castillo en que vivi¨® apenas quedan las ruinas, pero el nuevo guarda su memoria. Como el embalse, de gran tama?o, construido a los pies del pueblo y que es uno de los varios que abastecen a Madrid. Aguas abajo, el de El Pardo fue hecho para regular el r¨ªo.
El monte de El Pardo, que el Manzanares atraviesa como antes las dehesas y campos de Colmenar, es un encinar relicto, como lo califican los naturalistas por su pureza, que le hace entroncar, seg¨²n ¨¦stos, con el primitivo bosque mediterr¨¢neo. Antiguo cazadero de los reyes (en el Libro de la monter¨ªa, de Alfonso X, ya aparece), coto privado de dictadores, perteneciente al Patrimonio Nacional desde 1982, entre sus pinos y sus encinas contemplan el fluir del r¨ªo miles de gamos y jabal¨ªes, algunos de los cuales terminan en las cazuelas de los mesones y restaurantes que rodean el pueblo de El Pardo. Un pueblo aprisionado entre las tapias de la anta?o gran dehesa cuyo nombre conocen todos los espa?oles por haber servido de residencia (en concreto, su palacio) al ¨²ltimo dictador del pa¨ªs. Entre los madrile?os ya era famoso, tanto por sus verbenas de San Eugenio (Un d¨ªa de San Eugenio / yendo hacia El Pardo / lo conoc¨ª?, canta la famosa copla), que cierran la temporada cada septiembre, como por su famoso Cristo, la dram¨¢tica talla de Gregorio Fern¨¢ndez que se venera en el seminario de los padres capuchinos que domina desde lo alto de una colina el conjunto del pueblo y el arbolado y tranquilo curso del Manzanares.
Desde El Pardo hasta Madrid -apenas nueve kil¨®metros-, el r¨ªo vuelve a la libertad, si por libertad se puede entender el gran rosario de clubes sociales, instalaciones deportivas, jardines y merenderos que se reparten sus dos orillas. Hasta un hip¨®dromo, el de la Zarzuela, recientemente reabierto al p¨²blico, bebe de sus pocas aguas tendido en la de la derecha. Herederas de antiguas concesiones, la mayor¨ªa de esas instalaciones son de disfrute privado y apenas gozan de la visi¨®n del r¨ªo, que baja oculto entre la maleza. Y, a partir de un momento, tambi¨¦n por las muchas carreteras y autov¨ªas que lo cruzan. Sin percatarse de ello, el r¨ªo va perdiendo su condici¨®n montaraz y alegre para convertirse en un r¨ªo urbano, cada vez con menos caudal. Lo ha ido perdiendo por el camino, en los dos grandes embalses que alimenta con sus aguas y en los canales y presas que la han ido sustrayendo para el riego. No es extra?o, por ello, que en el verano, cuando el r¨ªo llega a Puerta de Hierro (la antigua puerta del sur de la real dehesa de El Pardo), apenas sea un reguero que en nada recuerda ya a aquel r¨ªo saltar¨ªn y alegre de la Pedriza.
Menos mal que lo vuelven a nacer. Y digo que lo vuelven porque tal es lo que sucede en las instalaciones municipales de los Viveros, la primera de las depuradoras que Madrid le ha hecho al Manzanares y por la que ¨¦ste recibe el agua de los desag¨¹es de toda la zona norte de la ciudad. Lo que hace que, una vez limpia y tratada (dentro de lo que se puede), se reincorpore al cauce del r¨ªo, que de esa manera vuelve a tener un caudal m¨ªnimamente aceptable, sobre todo regulado con compuertas como est¨¢. De ah¨ª que los trabajadores de los Viveros, donde se encuentra, adem¨¢s de la depuradora, la estaci¨®n de seguimiento del r¨ªo en su transcurso por la ciudad, digan que el Manzanares nace dos veces, una en la sierra y la otra en los Viveros.
As¨ª pues, recrecido artificialmente, el Manzanares sigue su viaje, que ahora es ya urbano y expuesto a todo. Es su tramo m¨¢s conocido, tanto por los madrile?os como por los forasteros. No en vano en ¨¦l se suceden los varios puentes que lo salvan (el puente de los Franceses, de tantas resonancias en la ¨²ltima guerra civil espa?ola, el del Rey, el de Segovia, el de San Isidro, el peatonal de Toledo?) y ha sido el m¨¢s retratado a lo largo de la historia, lo mismo por pintores que por fot¨®grafos. Ello, entre otras razones, aparte de las paisaj¨ªsticas, porque aqu¨ª se celebraban y se siguen celebrando las verbenas m¨¢s famosas y castizas de Madrid, comenzando por la de San Antonio (La primera verbena que Dios env¨ªa, seg¨²n proclama el refr¨¢n) y siguiendo por la de San Isidro, las m¨¢s famosas entre los madrile?os. Lejos quedaron ya aquellos cuadros de Goya y otros pintores (Ti¨¦polo, Haes, Parcerisa, Solana, el propio Bayeu) que representaban escenas costumbristas de esas fiestas, con los majos y las majas solaz¨¢ndose en la hierba mientras la gente se divert¨ªa o iba y ven¨ªa en sus carruajes (como lejos quedaron ya tambi¨¦n las im¨¢genes del Manzanares lleno de ropa y de lavanderas), pero los barrios que ahora se alzan en esos sitios contin¨²an conservando aquel sabor popular y el casticismo que la ciudad ha perdido. No s¨®lo por las ermitas que sobreviven a duras penas entre las casas, sino por los merenderos que, como Casa Mingo, toda una instituci¨®n local, contin¨²an sirviendo sidra y cerveza a su clientela como en los a?os en los que los madrile?os bajaban a refrescarse hasta el Manzanares y a merendar en sus merenderos las tardes de los domingos y en el verano.
Desde esos barrios, cuando se puede (cuando las continuas obras y los propios edificios no lo impiden), se puede ver, a su vez, la mejor vista de la ciudad. Con el r¨ªo en primer plano, Madrid se levanta al fondo sobre la gran terraza fluvial que acogi¨® su primer castillo, el ¨¢rabe de Magerit, presidida en el centro por el palacio de Oriente y por la catedral de la Virgen de la Almudena, la patrona madrile?a. Desde los cangilones del telef¨¦rico, que agrandan la perspectiva, la ciudad se ofrece, adem¨¢s, como un oc¨¦ano de edificios cuyo final no se avista nunca y que, por su parte oeste, se detiene bruscamente ante la perspectiva, abajo, del Manzanares. Cierto que la ciudad contin¨²a tanto por la derecha como por la izquierda de ¨¦ste (lo empez¨® a hacer ya hace a?os), pero para percibirlo bien habr¨ªa que subir all¨ª y asomarse a las Vistillas o a la propia plaza del Palacio y contemplar la vista contraria, esa que mira al poniente, hacia el r¨ªo y sus riberas y hacia la Casa de Campo y los nuevos barrios que se extienden a lo lejos en direcci¨®n a M¨®stoles y a Andaluc¨ªa.
Y es que Madrid ha crecido mucho en estas ¨²ltimas d¨¦cadas. Desde los a?os cincuenta, cuando apenas alcanzaba el mill¨®n largo de habitantes, la ciudad ha pasado a los m¨¢s de cinco que, con su cintur¨®n urbano, alcanza ahora, seg¨²n las cifras. Eso, como es natural, ha transformado su fisonom¨ªa y el Manzanares no ha escapado a ello, por m¨¢s que siempre haya sido su frontera natural por el oeste. Hoy sigue si¨¦ndolo en una parte, la que limita con la Casa de Campo y sus paredes, pero el resto de su ribera derecha, anta?o campos de labrant¨ªo y bosquecillos de encinas y de carrascas, es un mar de edificios y barriadas que se extienden hasta el horizonte. Y que no dejan de crecer d¨ªa tras d¨ªa, para asombro del pobre r¨ªo, que apenas si consigue reflejar los m¨¢s cercanos, algunos tan imponentes como el estadio de f¨²tbol que en un principio llev¨® su nombre, tanta era su proximidad (hoy lleva el de Calder¨®n, su presidente constructor, aunque la gente sigue llam¨¢ndole Manzanares). Por si le faltara algo, adem¨¢s, a un lado y otro le construyeron en los setenta los dos ramales de la M-30, la primera carretera de circunvalaci¨®n de la ciudad que ahora el Ayuntamiento quiere soterrar para recuperar el r¨ªo para los paseantes. Lo cual, de momento, lo ha convertido en un continuo de gr¨²as, camiones y maquinaria que lo aproximan m¨¢s a la imagen de una pel¨ªcula futurista que a la ya de por s¨ª ca¨®tica que ofrec¨ªa hasta este momento.
Cuando terminen las obras -si es que terminan alguna vez-, el Manzanares se parecer¨¢ quiz¨¢ a lo que m¨¢s abajo ya han hecho aprovechando los antiguos vertederos y escombreras que desped¨ªan al r¨ªo pasado el puente de Andaluc¨ªa. Lo han bautizado con el nombre de Parque Lineal del Manzanares Sur, y es un jard¨ªn-paseo que acompa?a al r¨ªo en su despedida. L¨¢stima que su caudal, que de nuevo discurre libre, o por lo menos no encementado, no sea tan puro como sugiere el verde de alrededor. Y como obvian los edificios de las barriadas que crecen en torno a ¨¦l, en lo que anta?o fueran desmontes y solares ocupados por poblados chabolistas y casas de chatarreros: Las Carolinas, San Ferm¨ªn, Torregrosa, Los Rosales?
Estamos ya en el tramo en el que el Manzanares corre hacia su final. Lo hace maloliente y sucio, por m¨¢s que nuevas depuradoras lo intenten purificar y que su libertad recuerde a la que tuvo antes de Madrid. Pero su color gris¨¢ceo, unido al de sus orillas, que aqu¨ª se componen ya de materiales muy degradados (yesos y arcillas oligocenas), le da un aire trist¨®n que acent¨²an r¨ªo abajo las nuevas urbanizaciones y alg¨²n poblado chabolista surgido justo a su lado. Hay tambi¨¦n alg¨²n cultivo y hasta dehesas de ganado bravo, pero, en general, el r¨ªo atraviesa un paisaje triste y empobrecido que apenas sugiere ya el ub¨¦rrimo de ribera que debi¨® de ser en un tiempo y que recuerdan los pocos huertos que subsisten todav¨ªa hoy y los top¨®nimos lugare?os. Como el de Perales del R¨ªo, el pen¨²ltimo pueblo en su recorrido (el ¨²ltimo es Rivas Vaciamadrid), desfigurado primero por la guerra, y luego, por las nuevas construcciones, y que, a pesar de su nombre, vive de espaldas al r¨ªo, quiz¨¢ para no sentir la decadencia en la que agoniza. Sin nadie que lo acompa?e, salvo alg¨²n ciclista arriscado o caminante fuera de ruta, el Manzanares cumple su vida pr¨¢cticamente como empez¨®: apartado del mundanal ruido despu¨¦s de haber cruzado la ciudad m¨¢s grande de este pa¨ªs. Y de haber alimentado con sus aguas no s¨®lo a sus habitantes, sino tambi¨¦n su historia y sus sue?os y hasta sus romer¨ªas y sus verbenas. Algo que qued¨® ya atr¨¢s, oculto ahora por las obras que han reventado su cauce con la disculpa de su restauraci¨®n.
Cerca de Rivas Vaciamadrid, el poblado ribere?o que qued¨® destruido completamente en la guerra civil espa?ola (de la que el r¨ªo Manzanares fue l¨ªnea de divisi¨®n, tanto en su tramo medio como por ¨¦ste, durante todo el tiempo que dur¨® el asedio de Madrid) y que sus vecinos reconstruyeron cerca de donde antes estuvo, el r¨ªo traza un gran bucle en su camino hacia el Jarama. Le obliga a hacerlo un gran farall¨®n que se interpone en su trayectoria y desde el que, seg¨²n la gente, vigilaban los milicianos la carretera de Valencia, trascendental en aquel momento, y desde el que hoy, sin peligro alguno, se domina un gran paisaje ribere?o y forestal. El r¨ªo Jarama, que trae m¨¢s agua, viene del norte pintando sotos, y el Manzanares contribuye a esa gran obra aportando sus pobres aguas, repetidamente robadas, devueltas, rotas y depuradas. Pero desde el farall¨®n no se advierten ni su olor ni su color, disimulados ambos por la distancia y por la chopera. Desde all¨ª s¨®lo se ve su tranquila uni¨®n al Jarama y su caminar unidos en direcci¨®n al Oeste, donde les espera ya otro pantano. Es el destino de los r¨ªos en estos tiempos de sequ¨ªas y de ambici¨®n humana.
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