El arca
Aparte de un ba¨²l para guardar ropa, el G¨¦nesis nos ha ense?ado que arca es una nave inmensa que transporta un zool¨®gico sobre aguas sin orillas. Siempre me ha fascinado ese barco repleto, y he buscado retratos suyos a trav¨¦s de museos y de ¨¢lbumes, sin excesivos resultados. Est¨¢ el armatoste lac¨®nico de Miguel ?ngel en el techo de la Capilla Sixtina, y alg¨²n grabado que hace compa?¨ªa a biblias muy viejas. En Sevilla, en el cielorraso de la iglesia de la Magdalena, el holl¨ªn y la niebla en que las velas han envuelto las b¨®vedas a¨²n permiten adivinar la quilla de ese veh¨ªculo monstruoso, en cuyo vientre, si el Esp¨ªritu Santo no miente, viajaban todas las preocupaciones de los ecologistas futuros.
Desde ni?o, me ha intrigado esa excentricidad de la religi¨®n y no he cesado de imaginarla y de seguir sus singladuras por un oc¨¦ano m¨¢s vasto que el firmamento que lo cubr¨ªa. Mi conclusi¨®n es que el arca merece muchas m¨¢s p¨¢ginas en la literatura y muchos m¨¢s pigmentos sobre el lienzo de los que nuestros artistas le han dedicado. En un primer registro de mi memoria, s¨®lo consigo rescatar un cap¨ªtulo de una novela de Julian Barnes, Historia del mundo en diez cap¨ªtulos y medio, en que se narra c¨®mo las termitas se introducen de contrabando en la nave y viajan de viga en viga, entre el olor a excremento y or¨ªn acumulados, sorteando el heno revenido de la bodega, hasta censar a todas las criaturas del pasaje.
Mis alumnos, cuya capacidad de sorpresa han anestesiado los videojuegos, me preguntan no s¨¦ si con sorna o curiosidad leg¨ªtima c¨®mo todos los animales de la Tierra pod¨ªan caber en un espacio tan reducido. Y yo les respondo que hay que figurarse que el arca era grande, m¨¢s grande que una catedral, grande quiz¨¢ como un iceberg, mayor que ese monte Ararat en el que fue a encallar el cuadrag¨¦simo d¨ªa. En cierta p¨¢gina de un escritor de ciencia ficci¨®n he le¨ªdo que en realidad el arca es nuestro planeta, y que en vez de agua flota sobre la mansa quietud del espacio vac¨ªo.
Arca de No¨¦ era el nombre de una asociaci¨®n sin ¨¢nimo de lucro que una se?ora hab¨ªa fundado en San Juan de Aznalfarache, el pueblo a las afueras de Sevilla en que vivo, dedicada a amparar a perros vagabundos y gatos extraviados. Como aquel patriarca, esta se?ora hab¨ªa ido recogiendo criaturas de las calles para salvarlas de una destrucci¨®n cierta: s¨®lo que en este caso el diluvio hab¨ªa sido reemplazado por parachoques, hambre, angustia, la maldad de los hombres, que es m¨¢s letal que ninguna inundaci¨®n.
El ayuntamiento cerr¨® hace una semana las instalaciones en que la buena mujer reten¨ªa a aquellas v¨ªctimas entre jaulas y caricias. Alegaba, y estoy seguro de que ten¨ªa raz¨®n, que los animales conviv¨ªan en p¨¦simas condiciones de higiene y que la residencia se hab¨ªa convertido en un nido de infecciones no s¨®lo para los inquilinos de cuatro patas. Por fortuna, despu¨¦s de un llamamiento lleno de patetismo, perros y gatos no han tenido que volver a resignarse a le inanici¨®n y las palizas entre los descampados de la localidad, porque han surgido voluntarios hasta de Holanda que recogi¨¦ndolos en sus casas han preferido hacerles creer que el mundo no es tan mal lugar despu¨¦s de todo.
Esta historia me provoca dos sentimientos opuestos: por un lado, admiraci¨®n por una especie cuyo amor por los explosivos y las banderas quemadas a¨²n no ha enfriado el coraz¨®n del todo, esta humanidad nuestra; por otro, perplejidad por la decisi¨®n del ayuntamiento. Me pregunto si, en vez de expulsar a la calle a estas mascotas rotas y reducir a nada la labor de una se?ora amante de todos los pr¨®jimos, no hubiera sido mejor remediar las carencias de las instalaciones con que contaba la asociaci¨®n para que pudiera seguir cumpliendo su trabajo. Jaulas nuevas, comedores, dispensarios no habr¨ªan costado mucho m¨¢s que la iluminaci¨®n de una feria o los arriates de una plaza a la que se lava la cara. Al fin y al cabo todos viajamos en el arca, y el dolor es el mismo debajo de la piel, de las plumas y del pelo.
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