Vuelo a Bulgaria
En la terminal n¨²mero uno del aeropuerto de Mil¨¢n, antes de que los pasajeros que viajan a Europa del Este sean sometidos al control de armas y pasaportes, puede leerse un aviso que advierte al viajero que, a partir de ese punto, abandonar¨¢ el espacio Schengen, que est¨¢ por cruzar la gran frontera que divide Europa de lo que el escritor lituano Czeslaw Milosz llamaba la "otra Europa". Hace unos d¨ªas, cuando cruzaba esta frontera rumbo a Bulgaria, contempl¨¦ una escena que ilustra su rareza: un hombre de treinta a?os sosten¨ªa una conversaci¨®n lim¨ªtrofe, en un tel¨¦fono p¨²blico, con un ingl¨¦s de fuerte acento ucraniano (lo del acento lo supuse, y quiz¨¢ me equivoqu¨¦, porque la noche anterior hab¨ªa visto en Barcelona una pel¨ªcula que suced¨ªa en Ucrania y los actores hablaban ingl¨¦s con esa misma m¨²sica). Este hombre se encontraba en uno de esos espacios indefinidos de los aeropuertos donde, si no se cuenta con la documentaci¨®n adecuada, no se puede ir ni para atr¨¢s ni para adelante, y ¨¦l, que estaba atrapado entre un control y otro, le reclamaba a quien lo o¨ªa del otro lado del tel¨¦fono: "No puedo entrar a Europa ni salir de ella, ?me entiendes?". El tr¨¢nsito de una Europa a la otra va m¨¢s all¨¢ de los arcos voltaicos y del control de armas y pasaportes, es un tr¨¢nsito que ya empieza a sugerirle al viajero que en esta Europa comenzamos a perder cosas a cambio de una salud, una seguridad y una virtud colectivas que son, desde cierto punto de vista, opinables.
No queda muy claro c¨®mo nos hemos acostumbrado tan r¨¢pidamente a que, en un vuelo de Barcelona a Madrid, por ejemplo, al pasajero se le haya quitado el privilegio de beberse a bordo, mientras va sometido a ese proceso desgastante que es viajar encerrado en tubo a presi¨®n, una cerveza o un vaso de vino, esos dos productos t¨ªpicos de la civilizaci¨®n europea que sirven para gozar la vida y, de paso, para relativizar el p¨¢nico que puede producir volar en avi¨®n. De un tiempo para ac¨¢ comienzan a proliferar los vuelos sin bebidas con alcohol a bordo o, en el mejor de los casos, aquellos donde se nos ha dejado la opci¨®n de pagarnos la cerveza m¨¢s tibia y m¨¢s cara de Espa?a. Que una l¨ªnea a¨¦rea controle lo que bebe un pasajero algo tiene que ver con lo que pasa ¨²ltimamente en los pa¨ªses de esta Europa, donde a los ciudadanos se les empieza a civilizar a fuerza de controlarlos.
M¨¢s all¨¢ del espacio Schengen, una vez que el avi¨®n abandona Mil¨¢n y fija su rumbo hacia Sof¨ªa, los sobrecargos ofrecen lo que sol¨ªa ofrecerse en esta Europa, lo que debe ofrecer cualquier persona con un m¨ªnimo sentido de la urbanidad: una cerveza, un vaso de vino, un whisky para los m¨¢s aterrorizados. Hace diez a?os una compa?¨ªa a¨¦rea que ofreciera de beber a sus pasajeros zumo, leche o agua, nos hubiera parecido un chiste.
Recientemente el Gobierno franc¨¦s ha implementado un programa para reducir la velocidad de los autom¨®viles en las carreteras y consecuentemente sus ¨ªndices de siniestralidad; el programa ha sido tan efectivo que los accidentes en las carreteras de aquel pa¨ªs se han reducido un treinta por ciento. Pero la causa del ¨¦xito de este programa provoca cierta desaz¨®n, resulta que los automovilistas han ido reduciendo la velocidad en la medida en que el Gobierno ha ido aumentando los controles fotogr¨¢ficos en las carreteras, con esas m¨¢quinas que fotograf¨ªan a los coches que exceden los l¨ªmites de velocidad y una semana m¨¢s tarde env¨ªan a casa del conductor la multa y la fotograf¨ªa de s¨ª mismo conduciendo su b¨®lido. El ¨¦xito de este programa se debe, m¨¢s que a la conciencia y a la sensibilidad del conductor, al temor que siente de ser pillado, multado y quiz¨¢ encarcelado.
Un caso parecido empieza a suceder en algunas ciudades de Espa?a, donde esos autom¨®viles de la polic¨ªa equipados con radares y c¨¢maras van levantando multas que luego env¨ªan al domicilio del infractor, una medida efectiva pero excesivamente basada en el control policiaco del ciudadano, un control que, a la vista de proyectos como el de que los gobiernos de esta Europa esp¨ªen las llamadas telef¨®nicas de personas que conversan de pel¨ªculas o de f¨²tbol, parece que tiende a crecer y a ampliarse. La prohibici¨®n de fumar en los sitios p¨²blicos tiene que ver tambi¨¦n con este tema, es una medida que procurar¨¢ una Europa m¨¢s sana pero que, sumada a todo lo que empieza a pasar, reduce todav¨ªa m¨¢s nuestros m¨¢rgenes de decisi¨®n. El ciudadano europeo, cada vez m¨¢s acotado, ya no aparca donde no debe, no excede los l¨ªmites de velocidad, no fuma, no bebe en los aviones y pr¨®ximamente no dir¨¢ ciertas cosas por tel¨¦fono, y todo esto no tendr¨¢ que ver ni con su educaci¨®n, ni con su madurez, ni con que sea hijo de la civilizada Europa, tendr¨¢ que ver con ese miedo infantil de ser sorprendido por la autoridad y castigado.
Evitar los accidentes y procurar la salud de los ciudadanos son esfuerzos que, sin duda, debe hacer el Estado, pero la forma en que empiezan a implementarse se parece peligrosamente a la manera en que el Gobierno de los Estados Unidos controla a sus ciudadanos, y es justamente en este punto donde Europa no debe parecerse a aquel pa¨ªs y hacer un esfuerzo por reorientarse. La idea es ir en sentido contrario de aquella frase del ex presidente espa?ol que nos invitaba a salir del rinc¨®n de la historia, porque lo deseable ser¨ªa justamente lo contrario: husmear en los rincones de Europa, detener el corrimiento hacia la americanizaci¨®n y el puritanismo, buscar en ese espacio que hay entre una Europa y la otra, donde termina la Europa rica, unificada y satisfecha, y empieza la que est¨¢ todav¨ªa aturdida por los reg¨ªmenes comunistas, La Europa donde est¨¢ todo por hacerse, donde la gente todav¨ªa vuela con copas de vino y no con zumos ni vasos de leche.
Jordi Soler es escritor.
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