De La Habana
"De La Habana ha venido un barco, cargado de...", as¨ª comenzaba el pasatiempo infantil que requer¨ªa a cada participante para seguir en el juego encontrar mercanc¨ªas con una letra inicial determinada. Ahora los barcos no vienen cargados de La Habana. Cuba, el pa¨ªs de toda Am¨¦rica donde m¨¢s quieren a los espa?oles, vive momentos singulares. Aqu¨ª, como en EE UU, los asuntos de Cuba forman parte de la pol¨ªtica interior, levantan pasiones. En esas condiciones es dif¨ªcil establecer consensos que permitan el encauzamiento de la inexorable transici¨®n cuando se acerca el final de Castro. Porque nadie podr¨¢ heredarle, nadie podr¨¢ comparecer con el respaldo indiscutido de la nomenclatura para reclamar a la poblaci¨®n nuevos sacrificios, establecer nuevas disciplinas o reprocharle nuevas desviaciones tildadas de contrarrevolucionarias.
La Espa?a democr¨¢tica que vivimos tiene posici¨®n en los asuntos internacionales. Una posici¨®n m¨¢s o menos aut¨®noma o de acompa?amiento, seg¨²n los casos y los lugares geogr¨¢ficos pero, en particular, nuestra actitud respecto a Cuba arrastra un valor a?adido muy determinado que todos -en La Habana, Washington, Bruselas o d¨®nde sea- reconocen. Ignorar esta realidad, desertar de los deberes que nos impone y entregarnos a la pr¨¢ctica indolente o decidida de cualquier seguidismo ser¨ªa una deserci¨®n penosa por la que acabar¨ªamos pagando un alt¨ªsimo precio. Lejos de nosotros propugnar absentismo alguno de la pol¨ªtica exterior en el B¨¢ltico, Oriente Medio, Corea, Kazajst¨¢n o ?frica negra pero donde de verdad se nos espera es en Cuba. All¨ª todo lo que hagamos u omitamos y las formas que empleemos van a tener una relevancia de gran calado para el r¨¦gimen, para la poblaci¨®n, los inversores y para el futuro de nuestras relaciones en otros planos muy diversos.
Han transcurrido ya 47 a?os con Fidel Castro en el poder y por ¨®smosis el actual r¨¦gimen cubano ha terminado conform¨¢ndose a su imagen y semejanza. En los ¨²ltimos tiempos un sencillo silogismo en barbara empezaba a cundir. Part¨ªa de las premisas de que "todo hombre es mortal" (de general aceptaci¨®n) y de que "Castro es hombre" (de creciente visibilidad por los achaques de la edad) y de ah¨ª derivaba la conclusi¨®n de que "Castro es mortal". Dicen que enterado el Comandante, ya en la raya de los ochenta, decidi¨® asumir esa hip¨®tesis y se adelant¨® a dictar las l¨ªneas del poscastrismo como si ese tiempo, que se abrir¨¢ a continuaci¨®n tambi¨¦n fuera a pertenecerle. ?se fue el n¨²cleo de su discurso en la Universidad de La Habana en noviembre, donde present¨® una versi¨®n del "todo quedar¨¢ atado y bien atado" que aqu¨ª conocemos bien. En Espa?a, nuestro general(¨ªsimo) entregaba la guardia fiel de esas ataduras al Ej¨¦rcito. En la actual traducci¨®n cubana se se?ala a Ra¨²l Castro (76 a?os), jefe de las Fuerzas Armadas y de los aparatos de Seguridad del Estado, como primer relevo. Pero todos saben que m¨¢s all¨¢ de lo que marque la tabla Ra¨²l no es Fidel. Puede tener el control pero en absoluto el liderazgo.
El problema de las revoluciones como el de los nacionalismos es que se edifican sobre la sospecha generalizada de que los ciudadanos carecen del suficiente fervor. Por eso, para inducir mayor docilidad se les hace saber que en cualquier momento pueden ser de nuevo examinados en torno a unas fidelidades fuera de las cuales no hay salvaci¨®n, revolucionaria o nacionalista. Pasan los a?os, tambi¨¦n los decenios, los dirigentes septuagenarios se encuentran siempre dispuestos a recordar como haza?as las dificultades vencidas, a presentar la perennidad como el ¨¦xito que les califica, a pasar por alto las cuentas de los sacrificios soportados por los dem¨¢s cuando el gui¨®n lo hace m¨¢s conveniente. Entre tanto, se a?aden algunos j¨®venes, dispuestos a probar suerte mediante la ofrenda de una docilidad sin tacha de escepticismos arrastrados y a servir de ejemplo festejado. Pero tras 47 a?os de revoluci¨®n estamos de nuevo en el punto de partida y como ha escrito Juan Antonio Rivera en su libro Carta abierta de Woody Allen a Plat¨®n lo malo de los inmensos planes colectivos es su voracidad descomedida, el hecho de que necesitan reclutar para s¨ª las fuerzas de todos y cada uno de los individuos y hacer a?icos sus planes de vida. Continuar¨¢.
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